jueves, 8 de julio de 2010

Soberanía popular

La declaración de independencia más antigua conservada en Occidente es la de Escocia; estos tipos de documentos que expresan la soberanía popular suelen desaparecer o perderse muy fácilmente, aunque es cierto que existieron. La declaración de Escocia es conocida como la Declaración de Arbroath; es de 1320 y se dirigía al papa Juan XXII; había otras dos contemporáneas que no han subsistido. Su párrafo más conocido es este:

Quamdiu Centum ex nobis viui remanserint, nuncquam Anglorum dominio aliquatenus volumus subiugari. Non enim propter gloriam, diuicias aut honores pugnamus set propter libertatem solummodo quam Nemo bonus nisi simul cum vita amittit.

Mientras queden al menos cien de nosotros, nunca seremos reducidos bajo el dominio inglés. No es en verdad por gloria ni por riqueza ni por honores por lo que luchamos, sino por la libertad, sólo por ella: ningún hombre honesto la entrega sino con la vida misma.

La segunda es el Acta de abjuración de las ocho Provincias Unidas de los Países Bajos (llamémoslos así, ya que Holanda era solamente una de esas provincias) de 26 de julio de 1581, contra su soberano legítimo Felipe II de España. Después ya sólo vendría la Declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776. Resuelta curioso que aun hoy sea difícil conseguir estos dos primitivos documentos en un idioma tan universal como el español; el hecho de que sea universal no quiere decir que se expresen universalmente conceptos tan importantes para la historia de las conciencias como la libertad, la autodeterminación y la independencia; en español es difícil hablar de esas cosas a causa de los prejuicios históricos y las tradiciones políticas autocráticas y absolutistas. Así que he tenido que trabajar una traducción desde el inglés, esta:

Como para todos es evidente que un príncipe ha sido instituido por Dios para gobernar un pueblo y defenderlo de la opresión y la violencia como el pastor a sus ovejas, ya que Dios no creó a la gente esclava de su príncipe para obedecer sus órdenes bien o mal, sino al príncipe para bien de sus súbditos, sin los cuales no podría serlo y regirlos conforme a equidad, amor y fraternidad como el padre a sus hijos o el pastor a su rebaño, aun a costa de la vida en su defensa y preservación, y si no se comporta así, sino que antes bien los oprime y busca ocasión de violar sus antiguas costumbres y privilegios exigiendo de ellos un acatamiento servil de forma que ya no es príncipe sino tirano y no debe considerarse bajo otro criterio, sobre todo cuando esto se hace deliberadamente y sin autorización de los estados, no sólo podrán rechazar su autoridad, sino proceder legalmente a elegir otro príncipe para su defensa. Este es el único medio que queda para los súbditos cuyas protestas y peticiones humildes nunca podrán suavizar a su príncipe o disuadirlo de sus procedimientos tiránicos, y esto es lo que la ley natural dicta para defensa de la libertad que debemos transmitir a la posteridad incluso a costa de nuestras vidas, conforme hemos visto hacer con frecuencia a varios países en los cuales existen casos conocidos, tanto más justificados en nuestra tierra, que siempre ha sido gobernada de acuerdo a antiguos privilegios expresos en el juramento hecho por el príncipe al comienzo de su gobierno por el cual la mayor parte de las provincias recibe a su príncipe bajo unas condiciones que él jura mantener y que si viola ya no lo determinan soberano.

Así fue como el rey de España, tras la desaparición del emperador Carlos V su padre, de gloriosa memoria y de quien recibió todas estas provincias, olvidando los servicios realizados por los súbditos de estos países en beneficio de su padre y de él mismo, por cuyo valor llegó a alcanzar tan gloriosa y memorable victoria sobre sus enemigos que su nombre y poder se hicieron famosos y temibles en todo el mundo, al olvidar el consejo de su majestad imperial obró al contrario, oyó consejo de españoles que habían concebido un odio secreto por esta tierra y su libertad porque no podían disfrutar de los puestos de honor y altos empleos aquí en estos estados como en Nápoles, Sicilia, Milán, las Indias y otros países so dominio del rey. De forma que, atraídos por las riquezas de dichas provincias, que muchos de ellos conocían harto bien, estos consejeros, o por así decir su director protestó asiduamente al rey que era mejor para su reputación de grandeza someter a los Países Bajos por vez segunda para hacerse absoluto (con lo que ellos significan tiranizar a su gusto) en vez de gobernar conforme a las restricciones que había acatado observar en su juramento inicial. Desde ese momento, el rey de España, siguiendo a estos malos consejeros, buscó por todos los medios posibles reducir a la esclavitud a este país despojándolo de sus antiguos privilegios bajo gobierno de unos españoles que, en primer lugar, bajo la máscara de la religión, trataron de nombrar nuevos obispos en las más grandes y principales ciudades y dotar las más ricas abadías asignando a cada obispo nueve canónigos para que le ayudaran como consejeros, tres de lo cuales debía elegir la Inquisición.

Tras esta medida, hizo que los obispos (que podrían ser tanto desconocidos como naturales) tuvieran primer lugar y voto en la Asamblea de los Estados, siempre devotos del príncipe, y por la adición de estos cánones se habría introducido la Inquisición española, que ha sido siempre tan terrible y detestada en estas provincias como la peor de las esclavitudes, como es bien sabido, en tanto que anteriormente su majestad imperial, que una vez tuvo el gobierno de estos estados, cejó ante sus protestas y se dio por vencido dando prueba de esta manera del gran afecto que sentía por sus súbditos. Sin embargo, y a pesar de las protestas, muchos rogaron al rey por escrito, provincias y ciudades en particular y algunos señores principales y concretamente el Barón de Montigny y el Conde de Egmont, con aprobación de la Duquesa de Parma, entonces gobernadora de los Países Bajos, y con asesoramiento del Consejo de Estado, y enviaron varias veces a España este asunto. Y, aunque el rey les dio buenas palabras y motivos para esperar que su solicitud fuera cumplida, ordenó sin embargo en cartas lo contrario poco después de forma expresa que se admitiese a los nuevos obispos de inmediato y se les pusiera en posesión de sus obispados y abadías so pena de su descontento, y se sostuviera el tribunal de la Inquisición en los lugares donde antes había estado para obedecer y seguir los decretos y ordenanzas del Concilio de Trento, que en muchos artículos destruían los privilegios del país.

Cuando estas condiciones llegaron al conocimiento de la gente se dio ocasión a la protesta, a una gran inquietud y a la disminución del buen afecto que el pueblo había tenido siempre hacia su rey y sus predecesores; pero, sobre todo, maravilló que no se limitase simplemente a tiranizar sus personas y haciendas, sino también sus conciencias, que creían responsables ante Dios solamente. En esta ocasión el jefe de la nobleza, compadecido de la pobre gente, exhibió el año 1566 una protesta en forma de petición y humilde oración con fin de apaciguarlos y prevenir alteraciones del orden público, lo que debía complacer a Su Majestad al mostrar que la clemencia adeudada por un buen príncipe a su pueblo suavizaría los puntos mencionados, en especial respecto a la rigurosa Inquisición y las penas de muerte para con los asuntos religiosos. Y para informar al rey de este asunto de manera más solemne y representarle lo necesario que era para la paz y la prosperidad del pueblo eliminar las novedades y moderar la severidad de sus declaraciones sobre el culto divino, el Marqués de Berghen y el suprascrito Barón de Montigny fueron enviados como embajadores a España a petición de la Regente y del Consejo de Estado y los Estados Generales. Y el rey, en vez de darles audiencia y compensación por las quejas (que por falta de remedio a tiempo se habían extendido ya entre la gente común), hizo, por indicación del Consejo de España, proclamar rebeldes a todos los interesados en la protesta y culpables de alta traición y ser castigados con la muerte y la confiscación de sus bienes y, lo que es más, creyéndose bien seguro de reducir a estos países a tiranía absoluta por el ejército del Duque de Alba, hizo poco después encarcelar y dar muerte a los embajadores y confiscó sus propiedades contra una ley natural que ha sido siempre religiosamente observada incluso entre los más tiránicos y bárbaros príncipes.

Y, aunque los disturbios que sucedieron anteriormente en 1566 ya estaban apaciguados por el estatúder y sus ministros y muchos de sus amigos fueron desterrados, ya fueran violentos o moderados, ya que el Rey no tenía ninguna provisión razonable para usar de las armas y de la violencia para oprimir más este país, aun con estas causas y razones y mucho tiempo antes de que pidiera la opinión del Consejo de España (como aparece en cartas interceptadas al embajador español, Alana, y luego en Francia, por escrito a la Duquesa de Parma), ya había anulado todos los privilegios de este país y lo pretendía gobernar tiránicamente a placer como las Indias y sus nuevas conquistas, a instancias del Consejo de España, mostrando el poco respeto que sentía por su pueblo, tan contrario al derecho que un buen príncipe debe a sus súbditos, enviando al Duque de Alba con un poderoso ejército para oprimir esta tierra, quien, por sus crueldades inhumanas, es considerado como uno de sus mayores enemigos junto a sus consejeros. Y, a pesar de que entró sin la menor oposición y fue recibido por sus pobres súbditos con todas las señales del honor y de la clemencia que había prometido a menudo el Rey hipócritamente en cartas en las que dijo querer venir en persona para dar órdenes a satisfacción general, desde la salida del Duque de Alba con una flota equipada para llevarlo desde España y otra en Nueva Zelanda para venir a reunirse con él en los grandes fastos del país, lo mejor para engañar a sus súbditos, a pesar de todo el tal Duque, nada más llegar (aunque extraño y sin relación alguna con la familia real) nombró a un general con comisión de capitán y poco después de gobernador de estas provincias contra todas sus antiguas costumbres y privilegios y, a más de manifestar sus designios, inmediatamente llevó guarnición a las principales ciudades y castillos y levantó fortalezas y ciudadelas en las grandes ciudades que impresionaron a los súbditos y muy cortésmente envió fuera a la nobleza por mandato del rey con el pretexto de tomar su consejo y la empleó en servicio de su país. Y los que creyeron sus cartas fueron capturados y llevados a Brabante contra la ley y encarcelados y juzgados como delincuentes sin derecho y sin juez competente y, al fin, sin escuchar siquiera sus grandes defensas, los condenó a muerte y fueron públicamente e ignominiosamente ejecutados.

Los otros, más familiarizados con la hipocresía española y domiciliados en el extranjero, fueron declarados fuera de la ley y secuestradas sus fincas a fin de que los súbditos pobres no pudieran hacer uso de sus fuerzas ni asisitr a sus príncipes en defensa de su libertad contra la violencia del Papa; es más, gran número de caballeros y ciudadanos importantes fueron ejecutados y otros desterrados y sus propiedades confiscadas, y los honestos habitantes padecieron no sólo los daños causados por los soldados españoles alojados en sus casas a sus esposas, hijos y haciendas, sino también diversas contribuciones que se vieron obligados a pagar para construir ciudadelas y fortificaciones nuevas en las ciudades, incluso a costa de su propia ruina, además de los impuestos de XX y el diezmo, por pagar tanto en el exterior como en el interior, utilizados contra sus conciudadanos y contra aquellos que a riesgo de sus vidas defienden sus libertades. Con el fin de empobrecer a los súbditos e incapacitarlos para obstaculizar sus designios y poder ejecutar con más facilidad las instrucciones recibidas en España para tratar a estos países como nuevas conquistas, se comenzó a modificar las leyes en forma española directamente contra nuestros privilegios y, creyendo que por fin no había nada que temer, se esforzaron en instaurar un impuesto llamado el décimo centavo en las mercancías y manufacturas, para ruina total de estos países cuya prosperidad depende de un comercio floreciente, contra las frecuentes protestas no ya de una sola provincia, sino de todas ellas de consuno, lo cual se habría efectuado si no hubiera sido porque el Príncipe de Orange, desterrado por el Duque de Alba con otros diversos colegas y habitantes que lo habían seguido al exilio, la mayoría a su costa, buscó por el contrario con otros y con los estados de todas las provincias conseguir la fidelidad de coroneles para aumentar las tropas alemanas que estaban en la guarnición de las principales fortalezas y ciudades y por su concurso podrían dominarlas, ya que se había ganado a muchos de ellos entonces acercándolos a su propio interés con el fin de obligar a quienes no se unirían con él a hacer la guerra junto a las provincias de Holanda y Nueva Zelanda, una guerra más cruel y sangrienta que cualquier otra anterior. Pero, como no se pueden ocultar largo tiempo las intenciones, este proyecto fue descubierto antes de que pudiera llegar a ser ejecutado y él, ante la imposibilidad de cumplir sus promesas, en vez de lograr la paz de que tanto se jactaba, encedió una guerra que aún no se extingue .

Todas estas consideraciones nos dan razón más que suficiente para renunciar al Rey de España y buscar la gracia de algún y más poderoso príncipe que nos tome bajo su protección y, sobre todo, ya que estos países han sido durante estos veinte años abandonados a la perturbación y la opresión de su rey, tiempo durante el cual los habitantes no fueron tratados como súbditos, sino como enemigos esclavizados por la fuerza de sus propios gobernadores, y, habiéndose declarado también tras la muerte de Don Juan por el Barón de Selles que no iba a permitirse la pacificación de Gante (que don Juan tenía que mantener por juramento de Su Majestad) sino proponer a diario nuevos términos de acuerdo menos ventajosos, y a pesar de utilizar todos los medios posibles contra estos desalientos, tanto peticiones por escrito como los buenos oficios de los más grandes príncipes de la cristiandad, para reconciliarnos con nuestro rey, quien mantuvo hasta el fin durante demasiado tiempo a nuestros diputados en el Congreso de Colonia con la esperanza de que el intercesión de Su Majestad Imperial y de los Electores proporcionara una paz honorable y duradera y cierto grado de libertad, especialmente en relación con la religión (que principalmente se refiere a Dios y nuestra propia conciencia), por fin hemos hallado por experiencia que nada se obtendría del Rey con oraciones y tratados, ya que este último los usó para dividir y debilitar nuestras provincias; para él fue más fácil ejecutar su plan de rigor sometiéndonos uno a uno, como luego claramente apareció por determinadas proclamas y proscripciones publicadas por el Rey, órdenes en virtud de las cuales nosotros y todos los funcionarios de las Provincias Unidas con todos nuestros amigos somos declarados rebeldes y perderemos nuestras vidas y haciendas. Y así como nos hicieron a todos odiosos e interrumpieron nuestro comercio, también nos redujeron a la desesperación al ofrecer una gran suma para asesinar al Príncipe de Orange.

Por lo tanto, sin esperanza de reconciliación, y al no encontrar otro remedio, tenemos grato acudir a la ley natural en nuestra propia defensa y para mantenimiento de los derechos, privilegios y libertades de nuestros compatriotas, mujeres y niños y la posteridad, renunciar a ser esclavizados por los españoles y a la lealtad al Rey de España y buscar formas que nos presenten más probabilidades de asegurar nuestras antiguas libertades y privilegios. Conozcan todos los hombres, por la presente, cómo se nos reduce hasta un último extremo, tal cual se mencionó anteriormente y hemos declarado por unanimidad y de forma deliberada; el Rey de España ha perdido, ipso jure, todos los derechos hereditarios a la soberanía de esos países, y nos determinamos desde ahora en adelante a no reconocer su soberanía ni jurisdicción, ni ningún acto ateniente a su relación con los dominios de los Países Bajos, ni siquiera el hacer uso de su nombre como príncipe suyo, ni sufriremos que otros lo hagan. Por todo lo cual también declaramos a todos los funcionarios, jueces, señores, señores, vasallos, y todos los demás habitantes de este país de la condición o calidad que sean, exentos a partir de ahora de todo juramento y obligación que admita al Rey de España como soberano de estos países. Por los motivos ya expuestos, la mayor parte de las Provincias Unidas tienen presentada al gobierno de común acuerdo entre sus miembros la soberanía del ilustre Príncipe y Duque de Anjou bajo ciertas condiciones acordadas con su alteza; el serenísimo Archiduque Matías renunció al gobierno de estos países con nuestra aprobación, por lo cual mandamos a todos los justicias, funcionarios y a todos a los que pueda interesar no hacer uso del nombre, títulos o letra del gran sello del Rey de España a partir de ahora en adelante, sino, en lugar de ellos, siempre y cuando su alteza el Duque de Anjou esté ausente en los asuntos urgentes relacionados con el bienestar de estos países, tras lo acordado con su alteza o no, que provisionalmente se utilice el nombre y título del Presidente y del Consejo de la Provincia.

Y hasta que un presidente y los consejeros sean designados, mandará y actuará como tal en nuestro nombre, salvo en Holanda y Nueva Zelanda, donde deberán usar el nombre del Príncipe de Orange y de los estados de las dichas provincias, hasta que el Consejo antes mencionado se reúna legalmente y a continuación se ajuste a las instrucciones de la Agradable Junta Consultiva respecto al acuerdo celebrado con Su Alteza y, en lugar del antes mencionado sello del rey, harán uso de nuestro gran sello en los asuntos relacionados con el público, según dicho consejo autorice en su tiempo y sazón. Y en los asuntos concernientes a la administración de justicia y las operaciones propias de cada provincia, sea la Diputación y otros Consejos de ese país respectivamente, el nombre, título y sello de la Provincia donde el caso debe ser juzgado y no otro, so pena de que sean todas las cartas, documentos y despachos anulados. Y, para un mejor y eficaz desempeño del presente, nos ordena y manda que todos los sellos del rey de España que se encuentran en estas Provincias Unidas inmediatamente a la publicación de la presente se entreguen al patrimonio de cada provincia respectiva, no a las personas, a cuenta y riesgo del castigo discrecional.

Por otra parte, ordenamos y mandamos que de aquí en adelante todo dinero acuñado no deberá marcarse con el nombre, título o señas del rey de España en cualquiera de estas Provincias Unidas, sino que las nuevas piezas de plata y oro enteras, sus mitades y cuartos, sólo se harán acuñaciones como los Estados determinen. Pedimos lo mismo al Presidente y los demás señores del Consejo privado y todos los otros cancilleres, presidentes, contadores generales, y para los demás en todas las cámaras de cuentas, respectivamente, en estos países mencionados, y también a todos los demás jueces y oficiales, tal como tienen ofrecido desde ahora su nuevo juramento a los estados de ese país, en cuya jurisdicción dependen, o de comisarios nombrados por ellos , para ser fieles a nosotros contra el Rey de España y todos sus partidarios, de acuerdo con la fórmula de las palabras preparadas por los Estados Generales para tal fin. Y vamos a dar a dicho consejeros, justiciaries, y los funcionarios empleados en estas provincias, que han contraído en nuestro nombre con su alteza el duque de Anjou, un acto que les siguen en sus respectivas oficinas, en lugar de nuevas comisiones, una cláusula de anulación la ex provisionalmente hasta la llegada de su alteza...

Fuente: Oliver J. Thatcher, ed., The Library of Original Sources (Milwaukee: University Research Extension Co., 1907), vol. V: 9th to 16th Centuries, pp. 189-197.

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