Empiezo a escribir esto sin intención. No sé quién ha dictado la orden ni quién la obedece. Sólo sé que me tiro a una piscina de aguas blancas y nado por ella dejando una estela de prosa. Hay que ver cuánto da de sí el vacío, qué grande es. Pero no está tan vacío: en esta camisa de once leguas, donde se amontonan las olas jugando a la comba, resuenan otras voces en los comentarios, se avistan figuras de otros nadadores en lontazanza; los he visto, encaramado sobre una cresta de agua; uno no está tan solo, menos mal: esto es un coro. Si hubiera un director, lo sería ese sol que se camufla de luna casi todos los días. Estar solo debe ser horroroso; yo, que disfruto de la compañía de una familia, de unos alumnos y de un ordenador lleno de hilos y aun así me siento solo, debo ser realmente afortunado; no me quiero ni imaginar cómo sería no tener ni siquiera eso; o sí, me lo imagino... y no soy capaz de soportarlo. También es que uno se cansa de nadar, se da cuenta de que tal vez no existan orillas, o sean demasiado remotas como para arribar a ellas; la piscina es en realidad un océano, y si quieres delimitarla, tiene las dimensiones de tu esfuerzo y de tu prudencia; fuera de esa fosa sólo hay desesperación; nadar demasiado te da el destino del mitológico Titanic; todo buen nadador, si es ambicioso, termina en chapoteo, acalambrado, tragando la blancura de ese desierto de sal, de nada, reducido a un punto final. En el fondo la sal es el polvo de todos los náufragos disueltos, el sabor del fracaso y de la impotencia.
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