Estuvimos esperando el autobús de la empresa de bodas en la plaza de San Francisco; atufaba a tabaco rancio. Llegamos a Pozuelo, un lugar aledaño a una laguna patosa o llena de patos, ahora colmada con lluvia del año pasado. Es pueblo con industrias de muebles y construcción y, por lo raro, lo pongo aquí: también una fundición dúctil. La iglesia estaba enfrente del bar Mosquito, aledaña al Ayuntamiento; cuenta con un retablo barroco semicircular impresionante, muy bien tallado en madera importada de América, que se ha salvado de esos feos dorados que lucen la mayoría de los demás; humilde en su material, es vistosísimo en su trabajo artístico y está consagrado a San Juan Bautista, quien, sobre un crucifijo, señala con el dedo una esplendorosa paloma de Espíritu Santo, rodeada de rayos, volutas y rocallas.
Obró la liturgia el notario eclesiástico del obispado, que es también cura de Pozuelo; dijo las tonterías y memeces habituales entre sus compañeros de herejía sobre lo que es el matrimonio: que si no es lo que dicen los votantes y toda esa retahíla de sus empresarios Rouco y Benito Romanini. Me hubiera gustado discutir con él, pero es que la liturgia romana es unidireccional y no hay otra manera de participar en ella que tragando (hostias) y diciendo amén. Por lo menos en la mozárabe manchega, que es más incombustible, se podía beber algo. Los curas de hoy tienen la manía de creerse los últimos de Filipinas, y algo de eso hay. Yo contemplaba interesado, como compañero profesional de la oratoria, aunque en el caso de la docente, no de la sagrada, su técnica; no se lució demasiado, la verdad; he asistido a sermones más edificantes, incluso a algunos claramente impresionantes, de los que acabas saliendo santiguándote y lleno de pensamientos piadosos y humanitarios; y también he oído algunos deleznables, como el despectivo y rapidísimo de un cura de Valdepeñas, que despojaría de todo atisbo de fe al más pintado; pero el del cura del Pozuelo fue al menos claro, breve, preciso y económico. No era un asiánico Hortensio, sino un lacónico Marco Antonio; se le notaban al hombre los cánones.
En la puerta asistí a una nueva variante de la masacre vietnamita en los arrozales; ahora parece que las chicas tienen que tirar pétalos de flores y los hombres el grano, mientras que suena una traca ensordecedora. No se me escapó ver que los pájaros de la plaza esperaban de lejos la disolución del barullo para comerse los restos en la puerta de la iglesia, por si no les bastaran las migajas de las terrazas de los bares y los restos de chuches. Sabedor de ello, un listísimo gato del color del mármol veteado, fugitivo como un dios menor, acechaba bajo un coche aparcado a la vera de un bordillo.
Luego nos llevó el atufante cacharro al mesón, o sala de fiestorras, más bien; nos pasamos una hora de cóctel sobre un césped de hierba recién segado que estimulaba con su penetrante aroma. En un pispás desapareció el jamón ibérico que cortaba un camarero sobre una mesa, así como el resto de las viandas y bebidas entrantes. Sentado como un patriarca, con su bastón y todo, mi canoso y último tío Juan lo miraba todo con distancia y embeleso, ajeno al susto que nos daría después entre el segundo plato y el postre. Ahí hicieron de las suyas mis cuatro guapísimos sobrinitos, que parecen alemanes, tan rubios y con los ojos azules: María, de ocho años, muy sensible; Marcos, de seis, y Jaime y David, de cuatro y tres. Salvo David, todos tenían el pelo ensortijado; David es un bicho, travieso como no hay nadie; en compañía de su compadre de pillerías Jaime se pasó todo el rato rodando por el césped, peleándose y metiéndose debajo de las mesas. Me encantaba ver a esta troupe jugando sin parar, y podría haberme pasado así horas. Por fin regresaron de hacerse las fotos los novios de Almagro, más fuegos artificiales, esta vez cohetes, y entramos en la sala. No sé por qué, pusieron el pescado, un bacalao primorosamente cocido con techumbre de queso fondue, antes de la carne, una ternera con la que casi nadie podía ya y yo tampoco; además, antes de todo esto, el habitual marisco variado, vino rosado joven con gas y un blanco de una sola oreja. Entonces mi tío se desploma atacado por una bajada repentina de azúcar y mi mujer llama a la unidad móvil; se repone enseguida, pero mis primos se marchan con él y nos quedamos solos en la mesa. Como es natural, ofrecimos toda nuestra ayuda, aunque el caso es que ellos se organizaron muy bien, y gracias a la celeridad de mi mujer enseguida vino la ambulancia. Ya no quisimos comer más y, acabada la boda, un lumumba y dos bailey's después, regresamos en autobús.
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