Hoy hemos ido a cenar en un burguer con unos amigos, Maribel, Javier y familia. Hace poco han traído de Nepal el mejor de los regalos, un niño adoptado vivo y juguetón, con rasgos chinos, que hace muy buena pareja con su otra adoptada, una especie de Naomi Campbel que saca dieces en la ESO y que lograron sacar de uno de los hospicios de la Madre Teresa en Calcuta. Han tenido mucha suerte con sus hijos, y sus hijos han tenido mucha suerte con esos padres que les quieren y se desviven por ellos. En el budismo, adoptar los hijos de otros es un rasgo de nobleza de categoría muy superior al de cuidar de los propios. El chinito, muy cariñoso, se asomó a un escaparate de la calle General Rey donde vio la efigie de una diosa nepalí, a la que reconoció al momento al lado de Buda, que él llama Buta (quizá de ahí venga la denominación de ese estado aledaño a Nepal, Bután). Señaló con el dedo al cielo, porque debía ser una divinidad celeste (los dioses nepalíes se identifican con las altísimas montañas del Tibet). Los chicos se comportaban maravillosamente; sin embargo, al lado de nuestra mesa, unos cuantos muchachos españoles gritaban y aullaban, escandalizando en vano a nadie, los pobres, como si quisieran llamar la atención de algún padre más allá del que pueda haber en lo alto. Quizá se encontraban más huérfanos que esos dos niños, el nepalí y la hindú.
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