sábado, 8 de junio de 2013

Política porcina

Mirar al futuro es algo que deberían hacer los políticos y las gitanas, no yo. Es más fácil explicar las causas de las cosas que figurarse sus consecuencias. Por eso un político acertado vale más que un historiador acertado. Por eso el político malo resulta mucho más dañino que un historiador mendaz. El político lo tiene más difícil. Al padre preocupado, si un hijo le dice que quiere gobernarnos a todos, como el anillo de Sauron, debería enviarlo al médico. Aquí los enviamos al Congreso de los Imputados.

El político debería de disimular sus torpezas a los demás, no a sí mismo, si realmente quiere conducirnos a un futuro mejor; pero el peligro es que puede terminar creyéndose sus propias mentiras y asumir que no es responsable de ese futuro que nunca, en realidad, ha visto, y eso es lo que ocurre casi siempre. Tenemos la costumbre de llamar "sabios" a los que nos gobiernan, cuando en realidad son casi todos unos gilipollas, ya sea con primogenitura o de forma vicaria. Ejemplos los hay a montones; algo muy parecido sufren los artistas o deportistas endiosados por la gilipollez. Por demás, como la mayoría de los políticos prefiere ignorar la historia, esto es, las causas de los hechos, buenos o malos, e ignorar otro futuro que el suyo propio, son de hecho no malos, sino peores. Porque los hechos demuestran que solo hay dos tipos de políticos: los malos y los peores.

Defino como gilipollas al tonto que, encima, está orgulloso de serlo, porque es incapaz de asumir su necedad (asumirla exige humildad, voluntad, trabajo, ayuda, hombría, nobleza y modestia, palabras que no aparecen en los periódicos). Son también gilipolláceos los que asumen vicariamente la tontería de otro sin rechazarla o (que es lo que debería hacerse y jamás se hace) enmendarla. Un político malo honesto puede reconocerse porque está sucio por fuera, pero no por dentro, ya que dedica mucha parte de su tiempo a mantener la casa limpia. Si usted quiere saber si un político vale la pena, pregúntele quién saca la basura en su casa. Si no es él, no le vote, porque será un narcisista, un corrupto y un gilipollas en potencia, envuelto en una inocente placenta de traje inmaculado y corbata umbilical; es un bonito. Un político honesto está siempre rodeado de inmundicia, como Cristo de ladrones, y termina atacado de los nervios o con el corazón encogido, como Julio Anguita.

Churchill tenía un secretario de su edad pero con una salud perfecta y una estampa envidiable, y el famoso mandatario le preguntó qué hacía para estar tan bien. "Yo camino diez kilómetros al día" dijo, "no bebo, no fumo, me acuesto siempre a las once y procuro comer lo justo". Entonces Churchill le dijo: "Yo tomo seis tipos distintos de pastillas; no duermo; me acuesto cuando puedo; fumo muchísimo; no puedo perder el tiempo en caminar; trabajo sin parar; bebo demasiado, como como un animal, no sé nunca a qué hora voy a volver a casa... y, además, soy su jefe".

Muchos políticos españoles han escrito autobiografías; yo me he leído algunas. Casi todas defraudan por su falta de chicha humana: son obras de arte de la difamación, la traición y la elipsis; algunas, de hecho, son auténticas obras de ficción, como Cabos sueltos, de Tierno Galván, que se inventó a sí mismo y sabía cómo hacerlo; su prosa vale la pena. No tanto la de Herrero de Miñón en sus Memorias de estío, de las que sin embargo me quedé con aquello de "una juventud monclovita más estudiante que estudiosa"; para ser alguien que nunca tuvo idea de derecho constitucional, aunque lo enseñara y ayudara a escribir una despreciando olímpicamente la teoría pura del derecho de Kelsen, no es mala frase y creo que incluso habría podido llegar a saber algo, como indica el final de su libro, donde insinúa que una impersonalidad sin sujeto recuperable gobierna la vida política. Una de las mejores escritas es la de Leopoldo Calvo Sotelo, algo insólito, porque se trata de un ingeniero con dotes literarias; él hablaba del "complejo de la Moncloa" en sentido recto y figurado; decía que cualquier presidente que se instalara allí terminaba sufriendo una transformación que lo convertía en un fantasma insomne, malhumorado y quejica. Los pasajes más divertidos son aquellos en los que se pone a comentar el distraído arte ornamental que Pío Cabanillas esbozaba en las cuartillas de los consejos de ministros. Ese tiempo ya no es de los nuestros.

Uno suele desconfiar de los políticos bien planchados, aseados, delgados y bonitos, que siempre se mantienen flotando sobre la mierda a causa de su blanquísima aura de optimismo, y prefiere a los políticos negros, sucios, pesimistas, porcinos y gruñones, amantes de las cuentas, pero no de los cuentos. Los primeros siempre andan rodeados de espejos que les impiden ver la verdad; en realidad no quieren saber la verdad y si pasaran a su lado no la reconocerían; no es que la rechacen, es que, como Pilatos, no saben qué es; no la han visto nunca. Los segundos preferirían no haberla visto, una vez, ocasionalmente, hace años, y han hecho una costumbre de tragar sapos y arrojar fuego y veneno. Oyéndolos parece uno escuchar los lamentos en el desierto de Isaías y ya anda buscando algo para protegerse de los siete ángeles y las siete trompetas. A estos políticos los llamo porcinos porque para ellos no hay futuro, y, si lo hay, lo ven negro como el consolador de un negro marica, y perdón por el racismo involuntario; al final a todos ellos les llega su San Martín. Son políticos malos, pero los otros son peores. 

Sin embargo, los políticos que disfrutamos los españoles son muy parecidos a los de la corrompida Kansas que describió Ambrose Bierce en una de sus fábulas:

Un miembro del parlamento de Kansas se cruzó con una pastilla de jabón y pasó junto a ella sin reconocerla; pero el jabón insistió en que detuviera su marcha para estrecharle la mano. Pensando que se encontraba en el goce de su inmunidad parlamentaria, el legislador le dio un intenso y cordial apretón. Al seguir su camino, se percató de que una parte del jabón había quedado adherida a su palma. Así que corrió muy alarmado hacia un arroyo y procedió a lavarse la mano. Para hacerlo se vio obligado a frotarse ambas manos hasta el punto de que, habiendo quedado muy blancas, se metió en la cama y mandó llamar a un médico. 

Funcionario significa servidor; si algo no funciona no sirve; un funcionario resuelve problemas, no los causa; a un político cabe pedirle lo mismo, que parece demasiado. El único aceptable y deseable es el que sirve como servidor público; no complica los problemas, sino que los arregla o pone en vías de solución. De estos no ha aparecido ninguno hasta ahora en ese Congreso que dice representar a los españoles con una Constitución de hace cuarenta años.

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