Son dos películas intensas y en cierta manera opuestas; de hecho, en la primera hay una pequeña cita de la segunda, durante uno de los momentos de collage en que suena la música de Beethoven. Kubrick hizo con la suya una reflexión sobre esa forma de libertad extrema que es la violencia; Leni Riefelstahl, por el contrario, construyó una aterradora apología del orden, una obra cumbre del cine conceptual donde todo se subordina y converge en la unidad, el idealismo fascista del Congreso del partido nazi (Nüremberg, 1934). Nada hay de violento en la alemana, pero la sombra que proyecta es negrísima, porque sugiere que de esa perfección está proscrito lo imperfecto; sin embargo, la ultraviolenta Naranja, dirigida por un judío, es el desahogo o alivio destructor de un creador tan ultraperfeccionista como Leni, y la sombra que proyecta es la de paz. La perfección y el control obsesivo están presentes en ambas películas, pero abordan temas opuestos: el desorden y el orden. Stanley ponía a su protagonista con los ojos abiertos "por una cosa así, como con alambres colgado" para que no pudiese cerrarlos y no lloraba por la violencia que veía ni por la molestia de los alambres, de forma que le tenían que suministrar lágrimas para que no se le secasen los ojos. El protagonista, o más bien los protagonistas del film de Leni (porque el protagonista es todos y es uno), sin embargo, no tienen cerrados los ojos, sino la mente. Ese orden y esa perfección son una jaula, de forma que si en Kubrick encontramos la libertad ruidosa y violenta y desagradable, en Leni encontramos la razón y la disciplina germánicas, un gigantesco secuoya reducido a bonsay. La sensación que me provocó el filme de Kubrick fue la de desahogo y alivio, me sentí curado por medio de la violencia, sufrí una catarsis. Constaté, sin embargo, que a las mujeres sobre todo les desagradaba profundamente la película, que era muy violenta; creo que no percibieron bien la intención y la estética elaboradísima de la misma. Creó un género, el de las películas ultraviolentas, de las cuales ni usa sola está a la altura de su predecesora (solamente, quizá, The Warriors, de Walter Hill). En cuanto a El triunfo de la voluntad, lo que sentí era cómo se elevaba peligrosamente en mí una sensación como de orgullo, de unidad, de pureza peligrosamente utilizable; Leni tenía más talento que Kubrick -lo que ya es mucho decir- y fue tal vez el primer genio de la publicidad que ha dado la historia; también tenía genio su personaje, porque, siendo un hombre mediocre, era, sin embargo, el mayor orador del siglo XX, capaz de enfervorizar a las masas y de conectar con su público de una forma increíble, siendo como era un vulgar genocida o asesino de masas.
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