viernes, 29 de junio de 2007

Yo, y otras maneras de lo mismo.

Caray con la gente. He oído decir por ahí varias veces que soy "un intelectual", título que no concede otra academia que la del chisme y de definición más que dudosa, si la tiene, pues eso se usaba en una época en que la censura era tal que toda expresión se volvía sacramental. Mi antaño profesor de semántica Bustos lo llamaría "estereotipo semántico-pragmático", poniéndola en la raya de términos cual "dominguero" u "hortera". Más: por lo visto, el llamado intelectual no tendría que hablar del culo de Elsa Pataky ni estar enterado de su noviazgo con Adrien Brody, como si todo el mundo estuviera esperando verme soltar máximas de Publilio Siro u oráculos de Delfos, entre otras cosas formidables y espantosas. No quiero volverme esclavo del retrato que quieran los demás ni adoptar la postura y pose que esos artistas me pro-/im-pongan. Se ve que el español considera lo de "intelectual" como lo considera todo, como un simple rasgo o cáscara de posición social, ya que el español no es racista, es algo peor, un clasista, que lo reduce todo a dinero o su casi equivalente, el prestigio. Uno no es un "gigante corpulento / que con soberbia y gravedad camina", como decía Quevedo, sino que siendo como es informe y proteico más bien desearía ser dueño de sus silencios que esclavo de sus palabras. Me considero más libre que ese burócrata, el Papa, que por cuestiones de esencia y dignidad no puede hablar de culos, y menos todavía del culo tentador de la Pataky, de las eminentes nalgas de Bettie Page o del pompis numeroso y abrumador de Jennifer López. Sólo sé que me posee una curiosidad incurable y, ya que no quiero usar la lengua, que tan bífidamente han desacreditado los lameculos, chupamindas y catarriberas, me expreso por obra de una necesidad de escribir demasiado fuerte, constante e incontrolable, cuyo origen alguna vez revelaré por extenso. La desata cierta impetuosa impaciencia por indicar cosas que los demás, por prudencia bien nacida, suelen callarse. Precipitación, arrojo e irreflexión cuyo trapo rojo es un cierto amor a la verdad, a la pureza y a la honestidad, encuentre donde se encuentre (y con frecuencia me la he encontrado en los estercoleros, bajo grandes capas de excremento depositadas por las distintas configuraciones del poder a lo largo de la historia, o bajo la ropa, tan escondida y desnuda como tienen las chicas su culo). Eso me ha hecho perder bastante de la fe que atesoraba, que agotarla toda y seguir vivo es imposible. Como dijo Larra, el escritor es un astro sin luz propia, una luna cenicienta que da lo que no tiene y refleja un brillo que no posee. La desolación y la amargura son su sustancia principal. Pero la gente, que envidia incluso lo malo, le envidia a uno eso. No arriendo la ganancia. Mi amor por la verdad, esa cosa tan escondida con vergüenza y temor, deriva simplemente de mi necesidad de no volverme loco; y para mí la locura es consolarse simplemente con ese mal tejido centón o capisayo de mentiras que sirve para ilusionarse en la vida antes de que le crucen a uno de brazos al pasar por caja.

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