Esta mujer tendría esperanza si los que dedican dinero a estupideces lo invirtieran en investigar en enfermedades raras. En una sociedad humana, donde la empatía tiene sentido, estas cosas no deberían suceder.
"Su vida acaba aquí"
Clara Blanc, de 31 años, lucha por una muerte digna. Afectada por una enfermedad genética incurable, reivindica el derecho al suicidio asistido. Su voz ha sacudido la conciencia de Francia
IGNACIO CEMBRERO 19/04/2008
Usted tiene 25 años, pero su vida acaba aquí. No tendrá hijos, no tiene porvenir". Sentada, "en bragas y sujetador", en la camilla de la consulta de un eminente especialista en un hospital de Lyón, Clara Blanc escuchó estas palabras rodeada por 15 personas que la habían examinado durante casi tres horas.
"Me había preparado para unas cuantas cosas, pero no para esto", recuerda Clara Blanc, seis años después, sentada en la terraza de un restaurante de la Place de la Comédie, en el centro de Montpellier (sureste de Francia), la ciudad cerca de la que vive. "No me esperaba tal carencia de humanidad, de tacto", recalca. "Me desplomé. Aquella sentencia médica truncó mi juventud. Tardé 18 meses en empezar a levantar cabeza, en asumir la renuncia a la vida feliz que me había imaginado".
Aquel especialista, cuyo nombre Clara prefiere no recordar, le anunció ese día el diagnóstico: síndrome Ehlers-Danlos, una rara enfermedad genética incurable que afecta a los tejidos conjuntivos que, junto con los huesos, forman la estructura del cuerpo. Poco a poco, Clara, que ahora tiene 31 años, va perdiendo movilidad. "El pronóstico médico es que dentro de cinco años estaré en una silla de ruedas".
Aquel diagnóstico, después de deambular por varias consultas de reumatólogos, explicaba todos los padecimientos de Clara; sus dolores en las articulaciones, en el cuello, su gran cansancio... "Con 24 años se me dislocaba la cadera una y otra vez", recuerda.
El dictamen médico propició también una larga reflexión sobre "el derecho a morir dignamente". Seis años después, tras el suicidio mediático de Chantal Sébrine, desfigurada por un tumor cancerígeno, Clara, ex estudiante de enfermería, plasmó esta reivindicación en una carta enviada al presidente Nicolas Sarkozy.
A principios de esta década, no tuvo ya fuerzas suficientes para estudiar más allá de un año la carrera de Medicina -"me costaba escribir a mano largo rato", recuer-da-, y tampoco pudo acabar la escuela de enfermería, aunque sólo le faltó un curso. "No me dejaron hacer las prácticas porque, cuando les revelé mi enfermedad, argumentaron que tendría altibajos, que no siempre estaría en condiciones de hacerme cargo de los pacientes en el hospital", explica.
Como otros muchos enfermos incurables en Francia, Clara vivió su tragedia en silencio. Hasta principios de esta primavera. "Un silencio acompañado, primero, de una depresión y, después, de muchas locuras. Algunas, reprobables, como las pastillas para ver la vida de color de rosa. Otras, divertidas, como mi instalación durante meses en una yurta [tienda de campaña de estilo mongol] en pleno bosque", rememora con una sonrisa en los labios. "Vendí frutas en el mercado, trabajé en una fábrica, pero no podía cumplir un horario".
Para soportar los embates de la enfermedad, los médicos le recetaron analgésicos. Para paliar la fatiga de la columna vertebral le prescribieron un corsé semirrígido, hecho a medida en el hospital, y un collarín para las cervicales, tablillas en las manos y calzado ortopédico. "Pero los zapatos me los pongo menos de lo que debería porque pesan mucho", confiesa.
Después se añadieron otros artilugios, como una cama ortopédica "para que las articulaciones descansen durante la noche", explica. "Todo esto lo reembolsa al cien por cien la seguridad social", precisa con cara de alivio, porque Clara vive con una pensión de invalidez permanente de 628 euros al mes. "Antes era peor, cobraba el RMI", una paga de subsistencia para personas sin ingresos que equivalía a la mitad de su actual pensión. "Era una asidua clienta de los restos du coeur", comedores populares gratuitos.
Clara rompió su silencio poco después del 19 de marzo. Ese día, la noticia del suicidio de Chantal Sébrine, una maestra de escuela de 52 años, se propagó entre los enfermos incurables. El rostro de la mujer había sido deformado por un estesioneuroblastoma, tumor cancerígeno incurable que se desarrolla a partir de la cavidad nasal y provoca grandes dolores, además de ceguera y pérdida de olfato.
Dos días antes, el Tribunal de Gran Instancia de Dijon (centro-este de Francia) rechazó su solicitud de autorizar a un médico a que le practicara la eutanasia. Sébrine optó entonces por ingerir grandes cantidades de Pentobarbital, un potente barbitúrico utilizado en veterinaria, y fue hallada muerta en su casa de Plombières les Dijon.
"Comprendí su decisión, me cautivó su valentía", asegura Clara Blanc. "Me dio ganas de manifestarme", añade. La joven enferma tomó entonces la iniciativa de escribir una emocionante carta a Sarkozy, con una copia para la ministra de Sanidad, Roselyne Bachelot, y la hizo pública días después en el Midi Libre, el diario de Montpellier.
"Estoy a favor de la eutanasia o del suicidio asistido porque puede llegar una etapa de la vida en la que ésta ya no es más que una agonía irreversible, y prolongar este estado carece de sentido moral", reza la misiva de Blanc. En ella pide un referéndum sobre la eutanasia.
"Hay tanta gente que imparte lecciones de moral sin haber escuchado a los afectados, a los que nos hemos visto obligados a reflexionar en profundidad sobre este tema...", reflexiona Clara en el restaurante. "Si se nos escucha a nosotros, a nuestros familiares, convenceremos a la opinión pública".
"Llegará un momento en el que deberé guardar cama o estar en silla de ruedas. Mi dependencia será total; me defecaré encima, tendrán que darme de comer, no podré leer ni ver la televisión, estaré tan embrutecida por los analgésicos que mitigan el dolor que seré incapaz de mantener una breve conversación. ¿Qué sentido tendrá todo esto?", se pregunta.
"Hubiese preferido no conocer esta evolución con tanto detalle", pero la brusquedad del diagnóstico de Lyón y unos mínimos conocimientos médicos "hacen que sepa hacia dónde me dirijo", continúa. "Al saber lo que me espera -si no surge antes un accidente cardiovascular-, he meditado sobre lo que quiero y, sobre todo, sobre lo que no quiero que suceda. No quiero caer en un estado vegetativo".
"No tengo, créame, ninguna tendencia suicida; pero no sé hasta dónde podré llegar, lo que podré resistir", añade excitada. "Por eso quiero que me dejen elegir el momento de mi muerte. Quiero poder decir: basta ya de sufrimientos, basta ya de esta lenta agonía, basta ya de una vida que ha dejado de serlo. Quiero poder irme cuando no pueda más. Para mí y para mis seres queridos será una liberación".
En la carta a Sarkozy -a la que contestó un médico, Arnold Munnich, asesor del presidente francés-, Clara Blanc solicita que se derogue, mediante un referéndum, la ley Leonetti, aprobada por unanimidad por la Asamblea Nacional francesa hace tres años. Redactada por Jean-Antoine Leonetti, de 59 años, cardiólogo y diputado de la mayoría parlamentaria, la ley permite dejar morir interrumpiendo un tratamiento, pero prohíbe la eutanasia activa.
"Lo único que cambia entre la activa y la pasiva son los plazos", arguye Clara Blanc. "La pasiva los dilata, la activa los acorta". "No veo lo que puede tener de chocante o de inmoral sustituirla por una legislación como la belga, la holandesa o la suiza, que sí la autoriza en determinados supuestos", subraya Blanc. "Allí donde se permite no se denuncian abusos".
Con su carta y sus posteriores entrevistas en la prensa escrita y en la televisión francesas, Clara Blanc se convirtió, de repente, en la receptora de la antorcha que dejó Chantal Sébrine al fallecer; en la portavoz, de hecho, de muchos enfermos incurables que creen tener derecho a una muerte digna; en la mujer que ha impulsado en Francia el debate sobre la eutanasia.
"De sopetón me he visto propulsada a primera fila por los medios de comunicación, y si me han permitido defender con fuerza mis ideas; también me han proporcionado algún disgusto", reconoce. Clara también quiere morir fue el titular con el que un par de rotativos recogieron sus palabras. "Imagínese el impacto que tuvo sobre mi abuela, de 83 años, cuando las vecinas se lo comunicaron", afirma Clara Blanc.
Junto a los miles de testimonios de simpatía y compresión, la iniciativa de Blanc suscitó también ha suscitado reacciones de rechazo. Marie-Hélène Boucand, de 54 años, médica e inválida, cofundadora de la asociación que reagrupa a los escasos enfermos del síndrome de Ehlers-Danlos, replicó en el diario católico La Croix: "Estar en silla de ruedas, ser ayudado para comer, es algo que padecen muchísimas personas en Francia, empezando por los tetrapléjicos. ¿Hay que legalizar el suicidio asistido para todos ellos?", se pregunta indignada.
"Esta señora", responde Clara Blanc, "debería ver Mar adentro", la película de Alejandro Amenábar sobre la eutanasia que ansía, y finalmente obtiene, el tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, postrado en una cama durante 30 años. Rodado a principios de 2004, el largometraje se ha convertido, según ella, en un icono para muchos grandes inválidos.
"La experiencia demuestra que si efectivamente hay una demanda de eutanasia, ésta desaparece cuando se escucha al paciente", contraataca Olivier Jonquet, jefe del servicio de reanimación del hospital universitario de Montpellier. "El problema es con frecuencia la falta de tiempo", el que es necesario tomarse para escuchar al enfermo, prosigue. "Despenalizar la eutanasia es tirar por la borda 20 años de avances en cuidados paliativos. Hemos visto que en Bélgica y Suiza han llegado a aplicar la eutanasia a pacientes depresivos".
La secretaria de Estado de la Familia, Nadine Morano, ha propuesto, a título personal, la creación de una comisión nacional de la eutanasia encargada de examinar los casos muy graves, un modelo algo parecido al de los Países Bajos. "Éste es un país grande, se colapsaría ante la gran demanda", asegura Clara Blanc. "La toma de decisiones debe ser más flexible y cercana al paciente".
Pese a tanto rechazo a sus planteamientos, Clara Blanc está convencida de que sus ideas se abren camino. Prueba de ello es que, por ejemplo, el 9 de abril un jurado popular de Val d'Oise absolvió a Lydie Debaine, que en 2005 ahogó a su hija, de 26 años, minusválida profunda y cuyo estado se asemejaba a una crisis epiléptica crónica.
Aunque el fiscal pidió tres años de cárcel para Debaine, pero no solicitó su ingreso en prisión, los miembros del jurado se alinearon con Cathy Richard, la abogada de la defensa, quien argumentó que la eutanasia fue un acto de "auténtico amor materno".
Entre la difunta Chantal Sébrine y Clara Blanc hay, sin embargo, dos grandes diferencias. La antigua estudiante de enfermería no está, ni mucho menos, al borde de la muerte, y la enfermedad que padece no es visible a primera vista. Sólo su forma de caminar, lenta y algo patosa, denota algún padecimiento. "El viejo Montpellier es precioso, pero hasta allí no le acompaño porque me canso", se disculpa con el periodista.
Pese a la enfermedad, Clara es una mujer sonriente y esbelta. Su cara es una constante mueca risueña incluso cuando habla del síndrome que padece. Tiene otros muchos temas de conversación, empezando por la literatura y la música, y hace gala de sus gustos "trasnochados". "Espero tener aún por delante unos cuantos años alegres", recalca. "Aunque tenga impedimentos, estoy contenta de vivir".
Hay días, sin embargo, en los que "el ánimo está a media asta", se lamenta. "A veces se me saltan las lágrimas cuando mi cuerpo pesa demasiado para levantarlo de la cama", confiesa. En 2003, cuando acudió por primera vez a Lyón para evaluar el progreso de la enfermedad, su grado de autonomía era del 82%, pero dos años después había caído al 68%. "Desde entonces no he vuelto", señala. Un cáncer de útero, operado a tiempo en 2007, le incitó a demorar la cita.
A la torpeza y a la fatiga física se añaden los apuros económicos, que se incrementarán cuando Clara concluya su separación con su actual compañero sentimental y abandone la casa de Villeneuve les Maguelone en la que ambos conviven aún. "Confiaba en obtener una vivienda social este año, pero tendré que esperar al próximo".
"Para ahorrar me lo hago todo, los pasteles, la pasta de la pizza, etcétera, y la ropa que llevo era de mi hermana o de mis amigas, pero la arreglo con una vieja máquina de coser", relata. "También compro trapos a precios simbólicos en Emaús", una ONG de ayuda a los sin techo.
"A veces, tanta estrechez, llamar a las puertas de asociaciones caritativas, es más humillante que la propia enfermedad", comenta Clara Blanc sin un atisbo de tristeza en su voz. "La enfermedad no aflora a ojos de los demás, pero las penurias que paso sí saltan a la vista. Desde luego, yo no tendré nunca los 6.000 euros que cobra Dignitas [asociación suiza] por ayudar al suicidio, por eso necesito una nueva ley en mi país".
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