En 1887, el gran Sinesio Delgado, director de Madrid Cómico, se bajó del tren en Ciudad Real para elaborar uno de los poemas de su España Cómica. Lo que escribió fue esto:
Ciudad Real
Ni un alma en la estación. Sólo, a lo lejos,
se ve la sombra del que toca el pito,
que, envuelta la cabeza en la capucha,
atraviesa el andén, muerto de frío.
Cruzamos un pasillo solitario
y una sala lo mismo que el pasillo…
A dos pasos está Puerta Ciruela,
y no hay bicho viviente en el circuito
y hay que pasar la noche en pleno campo,
¡y hay que pegarse luego cuatro tiros!
Un sujeto embozado en una capa
llega secretamente y, al oído,
como un revendedor de los de Apolo
me ofrece, no butacas, sino asilo.
¡Dios te bendiga, oh sombra bienhechora,
como yo en mis adentros te bendigo,
pues vienes a probar que vive gente
en ese inmenso poblachón dormido!
No hay nada en Ciudad Real. Nada notable.
De calles y personas y edificios
no se puede charlar cinco minutos,
porque en cuatro palabras está dicho.
Las casas jalbegadas, calles anchas,
todo bien arreglado y todo limpio,
nada raro en costumbres y lenguaje,
nada extraño en detalles ni utensilios.
Hay, sin embargo, gentes pacienzudas
que, huyendo del barullo y del bullicio,
ha que viven aquí más de dos meses
sin enfermar siquiera de fastidio.
¡Casi las tengo envidia! Ellas disfrutan
los gratos goces del hogar tranquilo
y habitan, sin saberlo, en una aldea,
donde llegan las nuevas y los ruidos
como llegan a orillas del estanque
las ondas del pequeño remolino.
Una mañana entera me he pasado
corriendo calles y buscando tipos,
y… ¡parece mentira! Casi casi
me va gustando andar por estos sitios.
Sereno y puro el cielo, sol brillante,
una casita blanca como armiños,
los vagos paseándose en la plaza,
un silencio agradable, soporífero,
un todo solitario pero alegre,
que recuerda las siestas del estío
a la sombra de un chopo de la huerta
donde cantan cigarras y pardillos…
¡Esto es encantador! Uno respira
con grata fruición el aire tibio
y hace de Ciudad Real, allá en la mente,
las puertas del soñado paraíso
en que el alma en su centro se recoge
sin deudas, ni papeles, ni amoríos…
A través de una reja de dos metros
miraba con deleite, embebecido,
una modesta sala, con su mesa
donde juegan al tute los vecinos,
su consola con conchas y floreros
y un niño de la bola muy bonito,
su perrito de lanas en un cuadro
con una rosa atroz junto al hocico,
sus cromos de Matilde o Las Cruzadas,
con orden admirable repartidos
y sendas cortinillas en los huecos
sujetas con cordones amarillos
cuando acertó a salir por una puerta
una niña gentil que era un prodigio.
Mirome la manchega dulcemente
habló después a la mamá al oído,
se sonrieron ambas con malicia
y echaron calle arriba acto continuo.
-¡Aventura tenemos!- dije entonces-
yo tengo mucha suerte, soy un pillo,
¡hasta en La Mancha atraigo corazones!
¡Y luego me dirán que no conquisto!
Y seguí la pareja de mujeres
pensando dar remate a mis designios
creyendo amor naciente las sonrisas
y las miradas transformando en guiños,
como el buen don Quijote en esta tierra
tomaba por gigantes los molinos.
Ella, volviendo el rostro a cada paso,
yo, haciéndome ilusiones como un chivo,
dimos en las afueras de allí a poco
y… se quedó la historia en el principio.
Llegó un joven. El novio. ¡Era una cita!
Ella le dijo… Ignoro lo que dijo,
el caso es que el futuro matrimonio
se me rio en las barbas de lo lindo.
He caído en la cuenta. ¡Me tomaban
por un recaudador, los angelitos!
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