El profesor de defensa contra las artes oscuras ha venido a clase y los alumnos y alumnas del Primero C de Hogwarts -ya será menos- parecen listos, majos, activos, entusiastas. Qué bien. A ver si esta impresión me dura hasta finales de curso, porque uno no anda ya para estos trotes, después de haber dado tantos esos problemáticos y jodidos. Se siente uno, por antítesis, tonto, desagradable, pasivo, deprimidor; vamos, a la defensiva, si no ayudara Epicuro con sus sabios consejos. Es mi deseo evitarles todo lo amargo con lo que se van a tropezar y ayudarles en todo lo posible, al menos a aquellos que se dejen ayudar, e incluso a los que no. El problema es el de siempre: la falta de entusiasmo que uno empieza a sentir, la caída inevitable de los pétalos de la flor, aunque, viendo esas jóvenes caras iluminadas por la vida, la inteligencia y la pasión no puedo evitar que las neuronas-espejo de mi sistema nervioso reaccionen y me siento también animado y joven, por empatía. Es algo de lo bueno que tiene la enseñanza. Y hay que aprovecharlo para recargar las pilas y trabajar.
Pero luego viene el profesional y los veinte y tantos pesados años de experiencia que llevo acumulados y pienso: ya estos jóvenes padawan me están estudiando para ver por dónde flaqueo, ya me están poniendo mote, ya me están preparando alguna zancadilla, ya...
Una sístole y una diástole. A eso se reduce la vida.
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