Como aficionado a la antropología cultural, siempre me han interesado los misántropos irreductibles o asesinos especialmente motivados. Los llamo así, aunque la denominación tópica y oficial es asesinos en serie; estos se deben distinguir de los homicidas accidentales o por dar coba, de los ocasionales por lucro, negocio o simple conveniencia, o también del asesino estatalizado y oficial conocido como de masas o asesino político/religioso, el vulgar genocida, en realidad terrorista público. La diferencia es meramente cuantitativa: si matas a uno, te llevan a la silla eléctrica; si matas a varios, te llaman asesino en serie y ruedan una película; si matas a cien mil, te invitan a Ginebra, a negociar. Puedo parecer un poco cínico, pero eso es lo que pasa, y nadie me podrá convencer de lo contrario ya que, entre los diversos modos de relacionarse que tenemos con desconocidos o relaciones internacionales, la guerra es la más antigua, según escribe la historia. Mientras no se tenga más respeto a la ética que a la política (que es una forma de hacer la guerra por otros medios) no cabe hablar de otra forma.
Pero querría tratar esta vez de la triste mitología actual, presente en leyendas urbanas, arquetipos televisivos y mitos cinematográficos. Si examinamos los modelos o perchas a las que hemos vestido en estos siglos los ropajes del mal, hay algunos estereotipos interesantes que pueden informarnos sobre la evolución espiritual que estamos sufriendo o, por qué no decirlo, gozando, si tan sadomasoqueros somos. En el orden de los filmes de terror son los más complejos el redentor ingeniero Jigsaw y el gastrónomo y psiquiatra Hannibal Lecter; algún interés ofrecen también el inocible y cosificado Chucky, el feo durmiente Freddy Krueger, la bellobestia matarife Catherine Tramell, el maniqueo Anton Chirurg y el incomparativamente vacío y mascariento Tom Ripley, por otros motivos. Ningún aliciente ofrecen, por demás, los grotescos Cara de cuero, Jason y Michael Myers, zafios pintores de brocha gorda roja.
Curioso resultará, sin embargo, comprobar que, por dura que sea la versión que aparece en pantallas y literatura, la realidad supera ampliamente a la pero que muy corta ficción. Asesinos de hilera los cría muy más la teología calvinista, para la cual no hay perdón, sino predestinación, y por eso abundan especialmente en el norte. Entre los asesinos reales también hay gente que hace pensar, como el matemático anarquista Theodore Kaczynsky, el pervertido sinólogo Ted Bundy o el intelectual con apetitos insanos Jeffrey Dahmer, a quien los muertos se le pudrían, por lo que perfeccionó un método para conservar los cuerpos más tiempo: inyectarles agua hirviendo en el cerebro para transformarlos en zombies. Algunos están predirigidos por la anomalía genómica XYY, otros son víctimas de su educación represora o de una mortal predisposición psicopática a lo desalmado, motivada por una selección natural que impulsa a la caza. Reveladora es la obsesión taxidermista de muchos de estos predadores desde la más temprana infancia: las personas son para ellos cosas, objetos; por esto son además increíblemente fríos y muy manipuladores. Según los psicólogos, todos los asesinos en serie comparten tres rasgos desde la infancia: torturar animales, piromanía y enuresis nocturna. Matan, cocinan y marcan el territorio. Les gustan los uniformes y respetan la autoridad y los modales, como gente más formal, al estilo de la Gestapo del Opus. Otros son los que tienen el muy temido y temible Complejo de Dios, habitualmente padecido por políticos, religiosos y médicos y enfermeras y cuya posición hace especialmente factible que se transformen en una plaga peor que las que combaten; es el caso del doctor Harold Shipman, autor de 270 muertes. La mayoría son sencillamente necrófilos o cosófilos que asumen reducir a la gente al estado de cosas (matar o cadavificar) para poderse excitar sexualmente o tener una simple relación social. Un capítulo especial entre los psicópatas o sociópatas son los monstruos a secas, casi siempre pederastas, como el colombiano Luis Alfredo Garavito, récordman mundial de asesinato de niños con el número de 170, y a quien podríamos llamar con justicia "El Coco", seguido a mucha distancia por Andrei Chikatilo y John Wayne Gacy. Entre otras deshonras para la raza humana, como Anatoli Onoprienko, o Gary Rigdway.
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