lunes, 22 de diciembre de 2008

La salud, esa puta, o la puta salud.

La salud es una puta; o mejor dicho, es la metáfora de una puta. Me explico: todo el mundo abusa de ella, hacen lo que quieren con ella, aunque les cueste un precio, y ella se deja hacer todo y todo lo tolera. Pero llega el caso en que de repente uno llega a enamorarse de ella, se envicia, le toma cariño y, de repente, esa puta desaparece y ya no sabes dónde está, y a ver qué haces. Descubres que se ha ido al camposanto, pero no a visitar a sus muertos. Lamentas no haberla tratado mejor. Y poco después te mueres de sida o algo peor.

Y uno, que no es putero y que simpatiza con esas pobres obreras del amor, descubre que sin embargo ha tratado a su salud como a una puta, o como los anoréxicos santos la suelen tratar, pero por la vía de la privación. Y he aquí que llevo tres días con ganas de vomitar. Eso de las ganas de vomitar es muy literario, pero en este caso es verdad. Tengo ganas de vomitar. Ayer casi me ahogo al comer un vulgar e inofensivo trozo de lechuga, con el susto subsiguiente de mi mujer, de mis hijas, de mi suegra. De todos menos de mí mismo, por eso de que la salud es una puta de la que siempre se puede abusar. Pero el hecho es que yo no soy un putero, aunque trate a mi salud como a una puta. Recuerdo a mi tío Pedro Romera, uno de los que no se me han suicidado, haciendo en mi casa esfuerzos por tragar, dos meses después en la UVI, con cáncer, y una semana después, en el camposanto, con acompañamiento floral. He tenido cáncer de vejiga y ya se me supone curado. Esas cosas no me asustan, pero me las tomo en serio. Y voy a ir al médico hoy mismo.

Esto de morirse es una lata. Descubres que eres el pilar de tu familia y que tienes que dejarles algo para que no se venga abajo el tinglado económico que hay montado para pagar a todos los deudores que tienen rostro en el Banco. Tienes que resolver un montón de papeleo: hacer última voluntad para que el estado no se te lleve lo que corresponde en buena ley a tus hijos, dejar testamento vital, comprarte un lugar donde caerte muerto, cuidarte de pagar la hipoteca, consolar al pobrecillo banco que te esclaviza y para el cual trabajas (uno creía que trabajaba para la sociedad, pero para quien trabaja en realidad es para el banco) y hacerse la pregunta de qué coño has hecho en esta vida que tenga precio para pagar al barquero y de cuánto tiempo dispones para terminar lo que tienes a medio hacer, incluidas las ilusiones siempre postergadas. Pero al final, las ganas de vomitar, igual, son sólo eso, ganas de vomitar, nada más, y resulta que, a lo mejor, es decir, a lo menos malo, te vas a morir acaso, pero más tarde de lo que imaginas y de otra cosa.

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