martes, 3 de febrero de 2009

La piedra negra y plana


Mis hijas son muy supersticiosas. Y eso que su padre es un descreído. Cierto día me vieron una piedra negra y plana, tan pulimentada que refleja algo la luz y que yo suelo llevar en mi bolsillo; me pidieron una pensando que era un amuleto. Yo les di una para cada una. "Nos dará suerte", dijeron. Yo les advertí que mi amuleto no daba suerte alguna, ni buena ni mala. ¿Y entonces para qué lo llevas? "Me ayuda a concentrarme", contesté.

Esa piedra no representa nada. Es decir, representa la persona que la lleva. La mía me representa a mí mismo, si es que soy un yo mismo. Es una piedra en el fondo del lecho de un río, pero seca por dentro y tallada por el paso del tiempo, y a su cabo no será más que polvo, sombra y nada. Será solamente tiempo.

No es maduro usar de amuletos. Cuando eres joven pueden darte algo de confianza. Pero uno sólo dispone de sí mismo y de las conexiones con los demás que le vuelven a sí mismo, aunque eso que llamamos identidad es sólo la parte de un todo, como enseña el budismo zen. El río, el agua, el frío, el calor que entra en la piedra cuando la abrigas en tu mano es la piedra también.


Y eso es lo que somos: el calor que penetra en la piedra no dura apenas, ni el agua, ni una misma temperatura, ni nada. Pero hay una pequeña forma más constante que otras en el tiempo, una duración un poco más larga, una persistencia un poco más densa, una apariencia un poco más sobresaliente sobre el fondo, una piedra en fin, una pequeña simetría que llamamos identidad que nos hace creer que lo podemos reflejar todo especularmente. Eso es el yo. O, más bien, la ilusión del yo. Esa piedra negra es tan negra como las piedras de mis hijas, con forma parecida, y formaban parte de otra piedra, y esa piedra de otra más grande, el planeta, y ese planeta de un remolino de polvo en la inmensidad.

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