Amigos, yazgo apoltronado contra mi mesa, levantada en ángulo frente a una librería atestada que me da miedo consultar/desordenar. Sobre el pálido tablón reúnen su discordia librotes de consulta, papelajos, dibujos, fotos, estampitas y una serie de elementos descolgados que no forman grupo: dos ladrillos de arcilla para modelar, una mariquita sacapuntas, una aventura gráfica ambientada en Malta, un botellón de pepsicola light, una menina pisapapeles, una reproducción de la piedra Rosetta, un loro que suelta su repertorio desde mi hombro y me engalana con una medalla, un sombrero mexicano, un calendario chino, pastillas, muchas pastillas, un horario escolar y un ovillo de cables que ni siquiera Alejandro Magno podría desenredar. Me entran ganas de irme paseando y escribir sobre una calle con viento fresco, como suelo hacer a veces cuando llueve, pero me gana la desgana y tengo mucho que corregir y escribir. Me viste un pijama y me calzan unas zapatillas; acabo de leer la prensa electrónica y de consultar mi correo; también he visto el penúltimo episodio de Dexter pirateado de una versión sudamericana; he escrito dos post y leído unos textos del nauseabundo Lamborghini; ayer un incógnito pájaro de los que albergo arrancó las dos plumas remeras de mi periquito Quico, que por eso no puede volar; ayer vi también un filme de terror que transcurría en el místico desierto de Kalahari, por lo menos curioso y entretenido. Siguen sin "echar", o "potar", diría un niñato de los que hoy tienen curso legal, La cinta blanca de Hanecke; en cambio proyectan o expulsan fuera del cuerpo Up in the air de un tal Jason Reitman, cuyo argumento aparenta ser muy interesable; mi suegra muestra su cabreado desconcierto por el hecho de no haberse enterado por nadie de la lesión del pajarroide; mi hija mayor me hace ver que ha encontrado una forma más resumida de resolver un problema matemático con el que estaba enrollada desde antes de que yo me levantara; y mi mujer anda por algún perdido rincón dando clases de Constitución y recibiendo elogios merecidos por las excelentes dotes pedagógicas que despliega, dotes que me hacen envidiarla sanamente y que yo soy cada vez menos capaz de sacar de mí. Mi hija menor, que se ha comprado un cuaderno gótico como es ella, y tal suele, atiende por teléfono a un centenar largo de amigotas que en el fondo desprecia y con las que también se enchufa por chat y twenty, y se cuelga del ordenador cuando no barre el salón, compone laboriosamente sus ejercicios escolares, atiende sus pájaros o trata muy mal de palabra a todo lo divino y humano, que es hembra antojadiza y con una mala leche que no sé yo de qué padre la ha sacado.
Las quiero a rabiar.
Las quiero a rabiar.
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