miércoles, 21 de abril de 2010

Alucinaciones

Esta noche he tenido una gran pesadilla, pero me ha hecho pensar. Resulta que padecía unas grandes alucinaciones que me hacían confundir a una persona con otra hasta el punto de ver el rostro de alguien conocido e interpelarlo como si fuese esa persona, pero sabiendo que debajo de ella había otra que no había manera de averiguar, ya que si me contestaba yo podía oír cualquier cosa en vez de la verdad desfigurando lo que decía. Como un médico me había hecho desconfiar de la realidad, empezaba a hacer preguntas capciosas y me dirigía a otras personas para preguntarles qué veían en el rostro de un conocido, etcétera... Algo así como lo que hacían los escépticos del XVI, con Montaigne y su pariente Sánchez a la cabeza, o Shakespeare, lector del primero, en su Hamlet, cuando su dudoso protagonista hace representar el crimen ante los culpables y duda incluso sobre si es hijo de su padre o de su tío. Terrible. No en vano las peores pesadillas son las pesadillas dentro de otras pesadillas o, como escribió Poe, los sueños dentro de un sueño, ya que resultan tan confusos que no hay modo de distinguirlos de la verdad: cosas de la metaficción. Los criterios, puntos de vista y facetas se multiplican hasta transformar todo en un lío y un laberinto para el suspicaz. Era como el caso de Martín Guerra que tanto desconcertaba a Montaigne. Supongo que la edición de Juan Calderón que me atormenta y el hecho de que se convirtiera en un pirrónico o escéptico ha debido influir en este Efialtes.

En el fondo todo error es una alucinación: una errata, por ejemplo, una palabra imprecisa en vez de un también imperfecto y falaz sinónimo. Incluso puede haber alucinaciones voluntarias, que son las de los artistas y los escritores; todo el arte es una alucinación, y hasta el mismo pensamiento y lenguaje lo es: una sombra que copia imprecisamente una nube llamada universo con un lenguaje que es también una sombra. "El hombre es el sueño de una sombra", escribió Píndaro, volviéndose elegíaco por una sola vez. ¿No es el espíritu la sombra de un cuerpo proyectada sobre el cielo, no sobre la tierra? En el Libro tibetano de los muertos, tan superior al ingenuamente supersticioso de los egipcios, envueltos en todo un vendaje/formulario de devociones para evitar a Apofis, el alma debe atravesar por paisajes de Paraíso y de Infierno sucesivamente, pero ambos son una ilusión; sólo cuando se atraviesan esos paisajes el alma está lista para reencarnarse otra vez. Considerar a la muerte una ilusión, considerar que el fin no tiene fin, que el mundo es eterno o todo lo más es continuamente reciclable, es algo muy propio del pensamiento oriental: la muerte es imposible, pero el cambio no lo es. La conciencia puede ser otra, pero no la misma. Puede volverse ajena, pero no propia.

Debo estudiar un poco de demonología. En el fondo es sólo un catálogo de miedos humanos.

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