domingo, 25 de abril de 2010

El rostro

La cara es el espejo del alma. Eso sólo lo diría alguien que no creyese en la existencia del alma, sino del cuerpo. Es imposible ser sin simetría, como bien sabía Narciso, que pereció ahogado en su propia imagen. El espejo puede estar tan deformado como el alma, ser cóncavo o convexo, o tener arrugas como la propia piel o el agua. Como dice Cela, "el espejo no tiene marco, ni comienza ni acaba"; los existencialistas sabían que el auténtico espejo donde nos miramos son los demás, y ese es un espejo muy deforme, nuy lleno de bultos y huecos. El del mundo es más plano. Mis hijas y mi mujer saben reconocer mi estado de ánimo con facilidad; no necesitan palabras ni actos para enjuiciarlo, les basta mirar lo que tengo escrito en la frente entre mis cejas (entrecejo o ceño): una raya vertical profunda que llega hasta donde termina la izquierda y otra paralela que desde la mitad de la otra baja a la ceja derecha les indican que me atribula un genio sombrío. Además, heridas en la frente, en las manos y en los tobillos que me hago yo mismo con las uñas cuando me presiona el estrés. La piel es el órgano más grande del cuerpo, no es extraño que él aparezcan escritos los caracteres no ya de nuestra identidad, sino de aquellos sentimientos que la ocupan y sobre las cuales camina la cartográfica araña de una razón.

Destaponar ese genio es fácil; basta con que no tome mis cápsulas de venlafaxina; entonces soy también yo mismo, pero en versión vehemente e irritable: entonces me cuesta dominar mis reacciones y mis impulsos ante el estrés; también hay una consecuencia buena al destaponamiento que provoca el despastillado: me vuelvo más creativo e inspirado. Nunca, con pastillas o sin ellas, soy violento, ni siquiera con la palabra: eso no va conmigo, no sólo soy pacífico, sino pacifista -salvo cuando me tocan los cigotos o ante la cabal falta de razones-; pero sí lo puedo ser con las ideas y mi sentido de la observación, que puede ser muy puñetero, sobre mí mismo más que sobre los demás (¿qué diferencia hay?). Puedo prescindir de las cápsulas cuando no trabajo, porque entonces sufro menos presión; pero cuando trabajo, debo tomarlas.

¿Y cuándo no tomo pastillas? Resulta curioso: si estoy deprimido. Entonces realimento mi depresión; supongo que otros pacientes deben hacer lo mismo proceso: si estoy deprimido cuando tomo pastillas es que estoy muy deprimido: la depre está, es real, pero permanece encubierta y se manifiesta con el descuido, con el olvido inconsciente de tomarse las pastillas, no porque no parezca importante, sino porque da igual, que es un paso por debajo de lo que tiene que ser. Y su manera de ser y emerger y empeorar es esa: que todo dé igual.

Resulta difícil conocerse a uno mismo cuando numerosos automatismos conspiran para obnubilar la conciencia; y mucho más cuando uno es fabulador y diestro en crear nubes de tinta llamadas textos para autoengañarse, pero la conciencia está hecha de historia, no es una abstracción, y deja rastro, un rastro que uno puede seguir e interpretar hasta la fuente si a ello se aplica con suficiente rigor y con, mucha más y sobre todo, desconfianza. Todos los escritos dejan una sombra de espacio en blanco que los genera y que sirven para taponar la botella. ¡Qué, mejor dicho, cuán tenebrosa es la identidad!

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