Aunque muchas cosas conspiran para afear la vida, la verdad es que la vida es tan terrible como hermosa; lo es cada mañana, cuando luce el sol y cada noche, cuando se pone y brota el goteo de las estrellas. El sentido del humor es algo fundamental: proporciona flotabilidad a la esperanza. Como afirma Juan Calderón, en la Biblia se lee que "Dios quiere que estemos en la tribulación gozosos", y es verdad. Es decir, que tengamos sentido del humor, y es un sabio consejo, aunque la mayoría de las cosas que andan en la Biblia sean cuando menos discutibles; bien lo sabía San Lorenzo, quien, cuando estaba en la parrilla cocíéndose en su martirio, dijo: "Dame la vuelta, que por este lado ya estoy hecho". San McDonalds, diríamos. También existen los consuelos del arte, del conocimiento, de los recuerdos y del juego. ¿Quién no se edifica o disfruta con una buena película, una buena ilustración, un buen libro, un buen plato de cocina, una buena música o arrancándole un secreto a la naturaleza o a la historia, o mirando la foto afortunada de un buen momento, o jugando a la literatura, al amor, al ajedrez o al baloncesto?; todo esto ya lo dijeron los filósofos y los poetas y mucho mejor.
Pero lo que perjudica al hombre contemporáneo es, sin duda, percatarse más que nunca de las dimensiones de su libertad a través de los gigantescos y nuevos horizontes que le dan el coche, los trenes, los aviones, la televisión, la radio, la prensa, los libros, el ordenador, las drogas, la educación superior, el sexo sobredimensionado etcétera. El hombre antiguo tenía a la vista el mundo donde podía ser feliz; el contemporáneo se lo ha escondido muy lejos, tanto que no puede llegar a él fácilmente. Porque es muy fácil ser muy feliz, pero el hombre se lo complica todo innecesariamente. Y lo que hay que hacer para ser feliz es, también, fácil; pero mucha gente no lo sabe ver, porque escoge el camino más largo. La flexibilidad de las leyes, la relatividad de todo ha desdibujado los contornos del hombre, lo ha dejado indefinido, sin atributos, vacío, negativo, nihilista, sin historia. La tarea, es, pues, recuperar el contorno, la figura, hacerse un valle en el horizonte, unas paredes donde poder vivir y conocerse, sin prescindir del misterio que da su motor a la vida.
Tomémosme a mí, por ejemplo. Hay unas pocas cosas cercanas que tienen la virtud de serenarme (y a la mayoría de la gente), y no sé por qué; no les busco explicación, y si la encuentro no es satisfactoria. El canto de un pájaro al que no puedo ver en su nido; el ruido del viento entre las hojas. Un plato de comida escogido y cocinado por quien sabe hacerlo bien. Un chiste contado con gracia, al estilo Manuel Machado; el contorno de una chica agraciada; un vaso de agua después de una larga caminata; ver pasar a las chicas guapas por el mercado los sábados; los días de lluvia; los callejones por donde hace tiempo que no paso... Son pequeñas cosas. Pero lo más importante es lo desconocido que descubro en todas esas cosas conocidas, su misterio. ¿Por qué todas las patatas que miro en una caja en el mercado me dejan patidifuso? No hay ni una sola igual, y todas tienen formas que parecen inventadas por el más ambicioso artista moderno.
Cuando voy a Madrid me pasa algo parecido: podría quedarme una hora mirando a una farola que no he visto nunca antes; pienso ¿cómo podría describir esto de forma graciosa y que guste? Y me entretengo tejiendo inspiraciones que quizá nunca desemboquen en una historia hecha de palabras. Con las personas me pasa igual: es como si las conociera de toda la vida y me hubiese olvidado casi completamente de ellas, pero quedara algo ahí, de fundamento, que sirviese para reconstruirlas enteras otra vez; como si formasen parte de mí mismo. Esa sensación es abrumadora, porque cuando la cada cosa del todo te da su hilo de inspiración, su numen, uno acaba por cerrar las puertas del todo para no sobrepasarse y sentir su cósmica inutilidad y su falta de energía ante lo gigantesco de la tarea que supone dar forma y palabras al mundo.
Pero lo que perjudica al hombre contemporáneo es, sin duda, percatarse más que nunca de las dimensiones de su libertad a través de los gigantescos y nuevos horizontes que le dan el coche, los trenes, los aviones, la televisión, la radio, la prensa, los libros, el ordenador, las drogas, la educación superior, el sexo sobredimensionado etcétera. El hombre antiguo tenía a la vista el mundo donde podía ser feliz; el contemporáneo se lo ha escondido muy lejos, tanto que no puede llegar a él fácilmente. Porque es muy fácil ser muy feliz, pero el hombre se lo complica todo innecesariamente. Y lo que hay que hacer para ser feliz es, también, fácil; pero mucha gente no lo sabe ver, porque escoge el camino más largo. La flexibilidad de las leyes, la relatividad de todo ha desdibujado los contornos del hombre, lo ha dejado indefinido, sin atributos, vacío, negativo, nihilista, sin historia. La tarea, es, pues, recuperar el contorno, la figura, hacerse un valle en el horizonte, unas paredes donde poder vivir y conocerse, sin prescindir del misterio que da su motor a la vida.
Tomémosme a mí, por ejemplo. Hay unas pocas cosas cercanas que tienen la virtud de serenarme (y a la mayoría de la gente), y no sé por qué; no les busco explicación, y si la encuentro no es satisfactoria. El canto de un pájaro al que no puedo ver en su nido; el ruido del viento entre las hojas. Un plato de comida escogido y cocinado por quien sabe hacerlo bien. Un chiste contado con gracia, al estilo Manuel Machado; el contorno de una chica agraciada; un vaso de agua después de una larga caminata; ver pasar a las chicas guapas por el mercado los sábados; los días de lluvia; los callejones por donde hace tiempo que no paso... Son pequeñas cosas. Pero lo más importante es lo desconocido que descubro en todas esas cosas conocidas, su misterio. ¿Por qué todas las patatas que miro en una caja en el mercado me dejan patidifuso? No hay ni una sola igual, y todas tienen formas que parecen inventadas por el más ambicioso artista moderno.
Cuando voy a Madrid me pasa algo parecido: podría quedarme una hora mirando a una farola que no he visto nunca antes; pienso ¿cómo podría describir esto de forma graciosa y que guste? Y me entretengo tejiendo inspiraciones que quizá nunca desemboquen en una historia hecha de palabras. Con las personas me pasa igual: es como si las conociera de toda la vida y me hubiese olvidado casi completamente de ellas, pero quedara algo ahí, de fundamento, que sirviese para reconstruirlas enteras otra vez; como si formasen parte de mí mismo. Esa sensación es abrumadora, porque cuando la cada cosa del todo te da su hilo de inspiración, su numen, uno acaba por cerrar las puertas del todo para no sobrepasarse y sentir su cósmica inutilidad y su falta de energía ante lo gigantesco de la tarea que supone dar forma y palabras al mundo.
Como dijo el cuántico
ResponderEliminarLos contrarios son complementarios, dejó escrito en su escudo de armas aquel físico al que hicieron sir.
Aceptando dicho postulado, la hermosura de la vida se complementa con su terribilidad, (sirva el palabro), pero también se excluye. Digo, que para reconocer la belleza es preciso que el terrible Moloch nos visite, solo de vez en cuando.
Dios es un concepto que mide nuestro dolor, dicho de otro modo, en la medida que el dolor nos lo permite, podemos disfrutar de la vida. O una tercera, nos reímos del dolor, poco después de encajar la lanzada.