Vuelvo de Barcelona un poco más viejo y cascado. Viejo, porque por primera vez una amable hindú me ha dejado un asiento en el metro, como si lo fuese (será que lo soy); cascado, porque yo, que era quien solía tirar de los demás, he sido el carro del que tiran a remolque mis dos entusiastas hijas y mi esposa estos cinco fatigosos días.
El Ave es discretamente elegante y funcional, la programación de cine y música, incluso interesante, pero los asientos son tan insufribles como siempre. Llegamos a Sants y tomamos el metro (uno automatizado y modernísimo que incluso prescinde de taquilleros) para ir a nuestro hotel, el Alimara. Todo muy de lujo, pero la habitación familiar que alquilamos olía a pedo de tubería cuando la tomamos y seguía oliendo a pedo de tubería cuando la dejamos; eso sí, dos tv y cincuenta canales igual de estúpidos en todos los idiomas y un baño excesivo, enorme, olímpico. Está en las bien arboladas afueras de la ciudad, a un tiro de piedra del monte bajo y en las cercanías del parque Güell, en la estación de Mundet; el lugar está bien urbanizado, pero es algo escaso en servicios, porque parece una ciudad dormitorio.
Los catalanes son gente atenta, pendiente de los demás, amabilísima, inteligente, trabajadora; no tengo más que elogios para ellos en ese aspecto; ojalá todos los demás españoles fuesen como ellos. Eso sí, son tan devotos de la Virgen del Puño como de la de Montserrat: agarrados y tacaños que no veas; los precios son caros, pero todo lo que se compra caro es de calidad, no una filfa ni una estafa, como suele hacerse más al sur. Y yo diría que más que el dinero lo que aprecian es el trabajo y la dignidad humana de lo que cuesta ganarlo; no son orgullosos, aunque tienen motivos para serlo, sino un poco narcisistas; es cierto el refrán de que "los catalanes, de las piedras hacen panes". Eso sí, al castellano le extrañará la extraña solicitud de los encargados de los bares y cafés, que salen a las puertas de su negocio a interpelar al posible cliente y engatusarlo con pulida cortesía; en ningún otro lugar de España se adelantarán tanto a cualquier cosa que puedas necesitar; si no sabes dónde ir, ni siquiera tienes que preguntarlo porque ya lo ha adivinado alguien que estudiaba tus gestos sin saberlo y te ofrece una indicación precisa y exacta sin que siquiera lo preguntes; no es telepatía, es un sentido común o seny a prueba de bomba; es verdad, los catalanes poseen seny. No nos extrañe que una palabra catalana como manya signifique en ese idioma "costumbre". Hay tantos chorizos y descuideros como en Madrid; me ocurrió incluso algo gracioso; llevaba unos pantalones tipo saco que se cerraban con cordón y que se me iban cayendo, por lo que los sostenía metiéndome las manos en los bolsillos y me acerqué de noche a una señora que paseaba su perro, que se asustó al ver a un gigantón con cara de sospechoso y las manos ocultas; su temor desapareció cuando le di las buenas noches y le pregunté por un lugar para comer que estuviera abierto a esas horas; también se tranquilizó al ver venir en pos a mi familia. Se come muy bien en cualquier lugar, pero el mejor sin duda, económico, abundante y amplio de oferta es La Ginesta, en el número 3 de la Calle Jovellanos, próximo a la plaza de Cataluña.
Y ahora que he dicho lo positivo de los catalanes, que es pero que mucho más que lo negativo, viene una pequeña crítica a un cierto tipo de catalán burgués, por lo general mayor y feo; vi en el metro a una señora que, antes de sentarse en un asiento que acababa de dejar una negra, puso una bolsa de plástico como si temiera contagiarse no sé con qué gérmenes y luego al llegar a su estación se la llevó. Y en un restaurante, a una pareja de viejos cazurros catalanes pidiendo de postre un melón que estuviese maduro y con más requisitos que los que hubiera puesto Bocusse, cuando era un restaurante excelente al que no cabía reprocharse tal cosa. Estos catalanes pequeñoburgueses y maniáticos me dieron vergüenza ajena y empecé a sospechar que Cataluña tenía un lado oscuro. (Seguirá)
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