Hoy llueve en la ciudad; siempre son estos los días que escojo para salir; Borges dixit que es algo que sin duda sucede en el pasado, pero la melancolía se padece desde el presente, como también la angustia por el futuro; supongo que ignoro la duda; en el desayuno no he tomado mis seis pastillas, que ahora son siete, así que llevo lúgubre el día y en estos momentos podría añadir oscuridad a las noches. Un tío que se toma, cuando se acuerda, siete pastillas, y que además duerme con un respirador no debería durar mucho; mis mujeres no reparan en ello, porque quieren verme vivo, pero yo sí, y cuando les digo que debo hacer testamento para evitar que Hacienda les robe o cuando menos un seguro se espantan y lo dejan para un mañana así cada vez más fatídico y cruel. No quieren ni pensar en ello, pero hace unos días que fuimos al cementerio a arreglar las tumbas y me sentí un poco más identificado con los de abajo que con los de arriba. Allí sólo permiten gatos, no perros; se ve que siempre ha sido muy necesario despoblar de ratones el lugar; de hecho, uno que estaba escondido en la copa de un ciprés se cayó cuando pasábamos, por supuesto que de pie, y nos dio un susto morrocotudo -decir de muerte no es encarecimiento a propósito-. No es una zapatería neoclásica al estilo de esos cementerios de ciudad que tanto espantaban a Bécquer; hay variedad en toda esa uniformidad; como siempre, la tumba del abuelo está cerca de La Muerta, esa hermosa escultura yacente de una mujer fallecida de puerperio. Reparo en un hermoso recinto vallado que es el cementerio privado de los prebostes de las Órdenes Militares; ahí está enterrado el historiador Delgado Merchán, rodeado de gordos canónigos, a los que cuesta trabajo imarginarse ahora en los huesos. Las monjas adoratrices comparten una sepultura común: ni un nombre, ni un recuerdo, ni una fecha. Las monjas teatinas, igual, pero más modesta; la pena que siento me obliga a rezarles una oración colectiva, aunque sólo sea porque estas pobres chicas se han pasado toda la vida rezando por los demás. Soy un descreído, pero eso no me impide sentir simpatía por quienes se esfuerzan en hacer algo por los demás. Veo también las tumbas de los libreros del XIX y del XX: los Rubisco, los Lérida... La poetisa Prado Lérida, muerta de cáncer en Chile, cuyos ojos cautivadores llegué a conocer y parece que la estoy viendo ahora, no se encuentra en el panteón familiar. Hay prosas, versos, epigramas, retratos, esculturas conmovedoras... Me quedo con las antorchas despenachadas por el viento y con las tumbitas abandonadas del cementerio infantil y civil. Casi siempre, mármol gris, con la excepción de una modesta y pequeña sepultura de mármol moreno veteado, que pone en muy mal lugar a sus vecinos con su buen gusto y sobriedad. Descubro a un pariente incógnito de mi mujer, su tío Paco, que se portó muy mal con su hermana y que está enterrado con su esposa millonaria... y con su sirvienta. No digo más, porque la historia es larga.
Acude mi hija mayor, que me pone la lora al hombro; insiste en hacerme un piercing en la oreja y se la tengo que devolver. Por la calle Refugio, donde está la sede de la CNT, llego a la Libertad; estas son las pintadas: "Comer carne perjudica la salud de los animales" y "Relájate: pega a un nazi". Entro en el Guridi, que está abarrotado de círculos tangentes, pero nada inclusivos, como pompas de jabón. Me cuelgo de la barra; como siempre, el moro camarero está en Babia y me cobra menos de lo que consumo, por lo cual le tengo que avisar de que me cobre la cifra exacta. Me siento tan estúpido como honesto, como cuando Jacinto el frutero me cobraba de más y de menos en el barrio del Perchel; soy incapaz de escatimarle plusvalía a los lugares que aprecio. Leo el suplemento cultural de El Mundo, que viene monográfico y dedicado a Miguel Hernández. También, la prensa regional, El Mundo, el Marca.
Hace unos días comimos los compañeros en el Asador San Huberto. Muy poca comida para los treinta y cinco eurazos que costaba el convite; soy abstemio y siempre aprovecho estas ocasiones para beber más de la cuenta, porque como me afecta poco me lo permito, aunque luego noto la resaca en mi sistema circulatorio; supongo que no debería jugar a la ruleta con mi tensión y mis arterias coronarias. Me tocó con Santiago y Atanasio, de Filosofía, y con Pilar, de Inglés. Yo, muy contento, porque casi siempre me toca en suerte comer con islamistas y creo que no los aburrí.
Tengo sobre la mesa ahora libros, muchos libros, cuadernos, chupetes usb, pastillas. Al alcance de la mano, las Vidas paralelas de Plutarco, que tengo el sueño de poder concluir; de momento, voy ya por la de Cayo Mario, todo un personaje. La traducción es la rancia y muy desigual de Ranz Romanillos, que tiene sin embargo su encanto en los andrajos de retórica marchita y los tropezones estilísticos. Causa un gran placer asistir a la rivalidad de este peronista del siglo II a. de C. con los nobles Metelo y Sila y extrapolarla a tiempos más recientes. Qué poco hemos cambiado. Otro encanto son las batallas en la niebla, las palizas a trabajar en las fortificaciones y los rifirrafes con los enemigos. Y, sobre todo, las menudas anécdotas, que se notan extraídas de la misma boca de legionarios envejecidos y melancólicos, por la siembra que padecen de hipérboles y supersticiones ridículas, pero con un buen gusto narrativo genial, por parte de Plutarco. Además, uno llega a enterarse del sentido profundo de las palabras del abate Marchena a Robespierre cuando lee una expresión similar dirigida a Mitrídates por el propio Mario. Estos revolucionarios burgueses del XIX se creían todos unos hombres como los de Plutarco; pero hombres como los de Plutarco sólo hubo uno entre los mejores, Lincoln, y otro entre los peores, Berlusconi, y pare usted de contar.
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