sábado, 22 de enero de 2011

Qué tejen las redes sociales

Cuando estaba en Madrid me fijé en que habían instalado nuevas máquinas para servir billetes de cercanías. Ya había visto algo así en el Metro de Barcelona, y nunca me gustó; había, de hecho, un funcionario que me separó de la cola ante el cajero humano y me enseñó (mejor sin duda que una máquina) a manecjar ese trasto, aunque yo ya sabía cómo hacerlo; me dio apuro decirle que se fuera a tomar por culo, porque era un ser humano; si hubiera sido una máquina habría tenido menos reparos en señalar mi disgusto. Me desagradan las máquinas tanto como las conductas repetitivas y maquinales. Tengo un temperamento ludita, aunque no soy neófobo, como las ratas. No aborrezco a las máquinas, sino, más bien, a las que no hacen cosas de máquinas o usurpan las funciones de lo humano. Isaac Asimov llamaba a eso complejo de Frankenstein, pero yo no estoy en absoluto en contra de la tecnología (¿por qué, si no, escribiría un blog?), sino en contra de la inhumanidad de cierta tecnología. No me gustan los teléfonos, ni siquiera los móviles, artefactos que usa Naomí Campbell para achichonar a sus asistentes y que tunea de pedrería preciosa gente tan pija como ella. No simpatizo con los cajeros automáticos, porque me parece que eso de que un cajero sea automático es un robo, aunque no de dinero, sino de humanidad; a un cajero de metal no se le pueden dar los buenos días ni pedirle explicaciones ni nada: él va a su rollo, que es solamente sacarte el dinero o dar excusas para no dártelo. Esto último se les da en especial muy bien; además, si hay problemas, el teléfono de ayuda no ayuda nada y lo único que hace es ponerte musiquita de fondo mientras te descuenta lo que vale la llamada. Eso son los cajeros, eso son las tarjetas, eso son todas las cosas mecánicas y asépticas que sirven para desconectarnos, deshumanizarnos y esclavizarnos.
Prefiero un cajero humano, aunque sea como lo era mi malogrado amigo Federico, un conductor suicida que terminó estrellándose contra el automóvil de una pobre familia, a la que causó una muerte injustificable. Conocía a mi amigo y sé que esas muertes provenían en realidad de otra parte, de su superior. Un director de Banco que le arruinaba la vida. La máquina que era el jefe de Federico era unidireccional. Pero eso no aparece en ese tipo noticias, eso nunca aparecerá, siendo como es lo que más interesa a la gente. Interesa ver ese mecanismo, el coche, estropeado por el choque, y el insulto al conductor y la incomprensión que delata. En esta sociedad hay gente que no es gente, son cosas; hay gente que en sí misma es basura. Si los matrimonios no duran es por eso, porque a veces usamos a nuestra pareja como un producto, como un bien de cosnumo de usar y tirar. Si no me sirves, te abandono y compro otro. Las relaciones humanas han sido sustituidas por relaciones de consumo. Del cajero humano al cajero automático. Las mujeres son ahora como los condones, pero más caras. Ese enorme respeto que se tiene al cuerpo en la actualidad es propio de ese materialismo consumista.

Yo quiero un cajero o cajera sindicado, con familia, con contrato fijo, de mal o buen humor ocasional y con ojos en la cara, no con una cámara. Los seres humanos son multidireccionales, son como el chicle, se pegan a todo; las máquinas no: son duras y cumplen su único cometido mientras no les falte sustento eléctrico; no se declaran en huelga ni rebeldía, sino que mueren o fallan. Federico se declaró en rebeldía, una mala rebeldía, pero su fallo era una enfermedad y murió también. Quien usa una máquina es alienado por ella. Algunos chicos de hoy están alienados por el móvil , la telebasura, los juegos de ordenador; ellos creen que los utilizan, pero pienso que muchas veces son ellos los utilizados. No se dan cuenta del tamaño monstruoso de su libertad, y restringiéndosela a esos adminículos a veces parecen reducidos a ser un mero apéndice o terminal de los mismos. Y el carácter inauténtico de las relaciones que sostienen por ese medio no deja de mosquearme: he observado que los críos de hoy en día son más disimulones y mentirosos de lo que lo éramos nosotros; a veces no saben ni siquiera cuál entre las mentiras que usan es la verdadera, y andan en una auténtica confusión respecto a lo que es su yo; o se creen más de lo que son o menos. Y eso da siempre problemas para ser felices.
Uso demasiado el ordenador, pero para mí es sólo un instrumento de trabajo y de comunicación. Prefiero el correo electrónico al viciado, sucio y público messenger, donde todo se hace en comunión, como una orgía. Los chicos de hoy están demasiado socializados; de vez en cuando recibo un aviso de que tengo a varios invitados, algunos indeseados y escogidos con criterios que no he preseleccionado, a mis redes sociales. Me doy cuenta, tarde, de que no quiero estar en ninguna red social que sea una colección de caras y caretas, de fantasmas sin cuerpo ni espíritu. Veo las fichas de todas esas personas, y la intención oculta y subyacente de la mayoría de todas ellas, y me diento entristecido y cansado por toda esa fachada ostentosa y repetitiva. Y sin embargo hay algo de humano en toda esa fila de manos tendidas. Una voz puede cruzar el Atlántico y saludarte graciosamente; es más, algunos de mis mejores amigos los he hecho mediante Internet, y nunca los he visto personalmente, aunque es como si los tuviera presentes ahora mismo. También hay humanidad en Internet, y eso es lo que me gusta, precisamente, de cierta tecnología: que sirve para unir a la gente, y no para separarla, como es el caso de los cajeros automáticos.

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