jueves, 28 de abril de 2011

Siestas

Nunca he sido siestero. Si puedo aprovechar o desperdiciar el tiempo de otra manera, lo hago. Pero los años no pasan en balde y me canso más, de forma que después de comer, incluso el puré de calabacín que corresponde a los diez kilos que llevo perdidos, me entra un sueño que me derrumbo. Si no lo duermo, permanezco en un estado letárgico, vegetativo y comatoso similar al de las discontinuas lagartijas o al de los habitantes de las noches sin duda intranquilizantes de George A. Romero. Voy a tener que dormir la siesta o me volveré un jocoso inválido. Mi problema es que, si duermo la siesta, no paro. Es el sueño atrasado, que se toma venganza cumplida de mí por las veces que le he cerrado mi puerta y lo mal que se lo he hecho pasar. Y no puedo cortarlo por lo sano con un despertador, porque entonces me despierto como un hombre lobo con muy malas y picadoras pulgas. No tengo remedio, maldita sea.

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