(Empiezo a publicar aquí por capítulos una pequeña historia de la literatura manchega del XIX que tenía escrita hace tiempo)
La literatura del siglo XIX en Castilla-La
Mancha. Ensayo de un canon (I).
Ángel Romera Valero
A la hora de
reseñar cuanto se ha escrito con algún valor estético o cultural en el siglo
XIX en la meseta sur, asaltan al investigador algunas cuestiones metodológicas,
una de las cuales, y no la menor, pese a la angostura de estas pocas páginas, es
la de los límites cronológicos y geográficos que habría que dar a lo que se
sitúa en las vagas regiones de lo cultural. Muchos escritores manchegos hallaron
manida en otros lugares de España en busca de sustento, y algunos incluso, por
motivos políticos los más, marcharon a otros países y continentes (Ignacio
López Merjeliza, Félix Mejía, Juan Calderón, José Aguilar); unos pocos nacieron
manchegos, pero los cambios geográfico-políticos los incorporaron a otras
comunidades (Rafael Pérez, José María Huici); bastantes vinieron de fuera y se
naturalizaron manchegos (León de Arroyal, Faustina Sáez de Melgar, Pedro
Antonio Marcos, José Rogerio Sánchez); los hubo que nacieron en La Mancha por casualidad (José
Estrañi, Miguel Echegaray) o manchegos que nacieron fuera por casualidad
(Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones y cacique de Guadalajara) y, en
fin, no pocos viajeros españoles (Francisco de Paula Mellado, Amós de Escalante,
Sinesio Delgado) o hispanófilos extranjeros (Jean-Charles Davillier, Théopile
Gautier, August F. Jaccacci, Richard Ford, George Borrow, Edmundo de Amicis, Karol
Dembowski,[1] Sergéi
Sobolevski etc…) escribieron sobre estas tierras, sus libros y sus hombres con
más amor o curiosidad que bastantes de sus mismos naturales. El mismo
Cervantes, cuya obra repercute también en este siglo, o la región de Madrid, no
están horros de tales consideraciones. La cronología también se ve afectada:
ciertos títulos publicados a fines del XVIII pertenecen por su contenido al XIX
y viceversa, y lo mismo ocurre en el quicio del siglo XX. Por otra parte,
surgen de inmediato algunas preguntas que no cumple ignorar. ¿Está lo
suficientemente estudiada la literatura castellano-manchega del siglo XIX? ¿Poseen,
realmente, algo en común quienes escribieron bajo la denominación territorial de
Castilla La Nueva
(o Manchas Alta y Baja) y la comarcal de La Alcarria ?[2] ¿Con
qué criterios debemos valorar sus escritos? ¿Tuvo importancia para el conjunto
de la literatura española? ¿Cuáles serían sus autores canónicos?
Por fortuna,
la situación bibliográfica está ahora mejor que en 1963, cuando, al mirar el Manual de bibliografía Española de don José Simón Díaz, se extraía
la penosa conclusión de que el único manchego que escribió en el XIX y pasó al
canon nacional fue don Mariano Roca de Togores; disponemos ya de algunos
estudios de conjunto sobre la producción literaria en la región, en especial
los de Gómez Porro, aunque falta muchísimo aún para una historia de la
literatura castellano-manchega, porque se echan de menos no ya tesis y
monografías, sino humildes investigadores que revisen, recojan y editen lo
mucho que anda disperso por periódicos y revistas, cauces primarios en que se vertió
la escritura del XIX, aunque no son tampoco menos necesarios las editoriales, las
universidades, las diputaciones, los ayuntamientos y los mecenas que quieran
editar estos trabajos, bastante más difíciles que los consagrados a figuras
menos oscuras, como puede ejemplificar el hecho frecuente, que he notado y del
que es preciso advertir aquí, de que se suele minusvalorar y despreciar a las
figuras regionales para que ello exima del esfuerzo de buscar sus obras,
estudiarlas y analizarlas. Parte de este ensayo, pues, descubrirá autores
inéditos o desconocidos y abrirá horizontes cerrados hasta ahora para el
público en general.
Y, sin
embargo, es cierto que no hubo núcleos importantes que articularan una
respuesta cultural colectiva a los retos históricos y sociales, ni un mercado
librario suficiente en una región de alto analfabetismo, muy ruralizada, con
escasa burguesía y apenas ciudades importantes. Toledo o Albacete podrían haberlos
constituido, pero su división ideológica (en que institucionalmente el
tradicionalismo tuvo la mejor protección, financiación y cohesión) y su papel a
menudo subsidiario respecto a núcleos más poderosos de atracción cultural como
Madrid, Zaragoza o Valencia, sobre todo, sofocaron y desdibujaron, aunque no
impidieron, el afloramiento de una respuesta cultural identitaria que, siempre
que se constituía en forma de empresa colectiva, duraba poco tiempo sin
disgregarse. Faltos de público ilustrado y de alientos, sus miembros terminaban
por emigrar o abandonar una actividad literaria que a nuestros ojos aparece por
ello como breve, fragmentaria o discontinua, pero real y existente, a pesar de
su dispersión y atomización. Con frecuencia esta actividad era ancilar, formada
por círculos de amigos en torno a algunas figuras notables. Hubo estos círculos
en Toledo, en torno a personajes no manchegos: Julián Sanz del Río, Zeferino (sic) González, Bartolomé José Gallardo o
Benito Pérez Galdós; los hubo también en Madrid -más que en Albacete- en torno
a Mariano Roca de Togores o Bonifacio Sotos Ochando, cuya Sociedad de la Lengua Universal , articulada y
con alguna vitalidad, y que publicó un Boletín,
es la excepción que confirma la regla.
Si bien
existieron Sociedades Económicas ilustradas que desarrollaron alguna actividad
cuando consiguieron constituirse y vencer la oposición de las oligarquías
locales (por ejemplo, León de Arroyal no lo logró en San Clemente, ni tampoco
lo lograron los ilustrados en Ciudad Real), e incluso Sociedades Patrióticas
(en el Trienio Liberal 1820-1823), muchas no rebasaron la fase nominal de creación y tuvieron con
frecuencia que ser refundadas tras el parón que supuso para la evolución social
y cultural de España el reinado de Fernando VII; aun así, en general, se tenía sólo
por una especie de mérito pertenecer
a ellas, no hacer algo con ellas,
porque los munícipes recelaban de su papel fiscalizador.
Por otra parte
se desarrolló una débil prensa casi siempre movida por ambiciones políticas efímeras,
aunque hubo antes de 1868 algunos intentos de desligarse de esta esclavitud y
consagrarse exclusivamente a materias literarias, pese a lo cual cabe decir que
es la prensa manchega del XIX, de la que sólo nos quedan colecciones
incompletas y estragadas, el principal apoyo y fuente que tuvo la literatura
regional en la época, sobre todo a partir de la ley de imprenta de 1883; el
periodismo se desarrolló principalmente en Albacete y en Toledo, y tuvo una
fuerza y persistencia mucho menor en otras provincias; fuera de las capitales,
cundió la publicación de periódicos en poblaciones como Valdepeñas, Talavera de
la Reina ,
Alcázar de San Juan y Hellín, por ese orden. Almadén, Puertollano, Tarancón,
Tomelloso y Sigüenza tuvieron también alguna actividad periodística. Albacete poseyó
una tertulia literaria durante la
Guerra de la
Independencia en torno al Conde de Pinohermoso que no pasó de
unos años, a semejanza de la
Academia de ese mismo lugar fundada en 1862. La Academia de Manzanares,
en torno al farmacéutico y doctor en letras Pedro José Carrascosa, futuro
obispo de Ávila, también se diluyó sin dejar apenas rastro escrito. Solamente tras
la revolución de 1868 fructificaron algunas empresas culturales, como los ateneos,
con frecuencia embebidos en o confundidos con los casinos, que organizaban
concursos florales de poesía o ensayo y luego publicaban los premios; los hubo
particularmente activos en Albacete y Cuenca; el Caracense, en particular, impulsó
una curiosa rama de la
Lingüística que tuvo en la Mancha un gran predicamento: las lenguas
artificiales.[3] Es más, se constituyeron sociedades
arqueológicas y correspondientes de la Real
Academia de la Historia. Pero el pragmatismo desarrolló una
cierta “desviación pintoresquista” de la cultura manchega que primaba lo turístico
sobre la pura y esencial necesidad de expresión. La no superada falta de una
burguesía fuerte enfrentó a reaccionarios fanáticos (Agustín de Castro, Fermín
de Alcaraz, Basilio Antonio Carrasco Hernando, fray Atilano Melguizo, León
Carbonero y Sol), carlistas (Benigno Bolaños y Sanz, Manuel Polo y Peyrolón), conservadores
(Diego Medrano y Treviño) y neos o neocatólicos (Carlos María Perier) contra
los liberales del Krausismo que irradiaba desde Illescas, donde Julián Sanz del
Río tuvo por discípulos a manchegos como Tomás Tapia, Nicolás Ramírez de Losada,
Manuel de Llano y Persi o Manuel Sanz Benito; contra los librepensadores masones
como Fernando Lozano Montes y Antonio Rodríguez García-Vao, contra demócratas
como Alfonso García Tejero y Francisco Javier de Moya, contra liberales como
Félix Mejía o Francisco Córdova y López, contra protestantes como Juan Calderón
o escritores anarquistas como Anselmo Lorenzo. Por otra parte, los dispersos
conatos de escritura regeneracionista no llegaron a tener trascendencia
práctica (Rivas Moreno, por ejemplo, no logró crear una Caja de Ahorros en
Ciudad Real, pero sí en los demás lugares de España).
Sin embargo, la
progresiva alfabetización, los periódicos, imprentas, casinos, liceos y
sociedades recreativas y culturales, la actividad teatral y musical, los nuevos
institutos de enseñanza, las nuevas bibliotecas y museos fueron cambiando este
panorama poco a poco, sobre todo a partir de la extensión del ferrocarril y la
revolución de 1868; se recuperó en este siglo a algunos clásicos manchegos: las
Obras de Doña Oliva Sabuco de Nantes
(Escritora del siglo XVI) por parte
de Octavio Cuartero (1888), el Siglo de
Oro en las selvas de Erifile editado por la Real Academia (1821) y las tres
del Bernardo del Carpio o La derrota de
Roncesvalles, (Madrid: Sancha, 1808, 3 vols., y Madrid: Rivadeneyra, 1851,
por Cayetano Rosell, reimpresa en 1866, sin contar la selección en 1833 de la Musa épica de Manuel José Quintana) obras
ambas del valdepeñero Bernardo de Balbuena,[4] y
Hartzenbusch, con ayuda del impresor Manuel Rivadeneyra, editó sus dos famosos Quijotes en Argamasilla de Alba, en el
que fuera tenido (hoy no se sostiene esta conjetura) como lugar de prisión de
Cervantes o Cueva de Medrano, que forma los volúmenes III-VI de las Obras completas editadas por Cayetano
Rosell, y el que precedió, a manera de ensayo y en octavo, un tamaño más
manejable.
¿Y los rasgos
de identidad de la literatura manchega? Bien es cierto que pueden columbrarse
provisionalmente, bajo las imposturas del Nacionalismo y Regionalismo del XIX y
del Autonomismo del XX, unas líneas más o menos continuas que señalan el fluir guadianesco
de una tradición cultural, incluso de una presunta identidad manchega, que no habría que confundir ni
mucho menos con un “carácter nacional” o volkgeist
decimonónico, de esos tan desacreditados por la historiografía moderna. Estas
líneas o hilos, que pueden servir para atar provisionalmente la mies de una
literatura con rasgos en apariencia muy heterogéneos y variopintos, no se deben
identificar, como tantas veces se ha querido hacer, con un paisaje, unas
costumbres o un libro, sino con una serie de rasgos temáticos bien definidos y
más que menos persistentes, transmitidos por una cultura.
Entre estos, y
en primer lugar, no poco paradójicamente, es preciso señalar el carácter universal
y trascendente de la literatura manchega, su exocentrismo o poder integrador y
vertebrador de otras tradiciones, que le hace sumarse a ellas y, al mismo
tiempo, asumirlas. La literatura manchega ha sido una de las pocas en España,
por no decir la única, capaz de producir mitos literarios trascendentes y
universales como la Celestina , el Lazarillo, el Quijote, hecho que incluso ha llegado a pesar demasiado a la hora
de definir los propios rasgos de una identidad más oscura y específica; porque estos
mitos se han alzado a costa de otras obras que merecían mejor trato, consideración
que podría extenderse también cronológicamente respecto a épocas que, como los
siglos XVIII y XIX, han quedado oscurecidas por el brillante Siglo de Oro
manchego.
En segundo
lugar, hay un tema que se ha desarrollado más en la Mancha y con más fortuna
que en otros lares: el de la libertad conflictiva, dando lugar a una literatura
de humor también conflictivo muy específica y característica del modo de ser
manchego y que contrasta con la severa religiosidad ascético-mística de
Castilla-La Vieja; me apresuro a matizar que, si bien el elemento religioso fue,
ha sido y es un elemento muy importante –y conservador– en la literatura
manchega, los escritores ascéticos y místicos manchegos han sido por lo general
de menor altura que los de otras regiones y que los numerosos casos de
excepción y divergencia forman una categoría más visible en la cultura manchega
que en otras de su contorno; la figura misma de fray Luis de León, un ascético
víctima de esa libertad conflictiva de la que vengo hablando al lado de los
abundantes heterodoxos manchegos (erasmistas como los Vergara o los Valdés, protestantes
como Ponce de la Fuente ,
Juan Calderón o Alfonso Ropero, krausistas, librepensadores) de que hay constancia
y que la manifiestan. El humor y la crítica social, consecuencia de este
esencial conflicto interno, es el cuarto de los elementos constantes en la
literatura manchega y, por último, como último rasgo definidor, acaso el más
discutible, la literatura manchega posee en el sueño de Italia algo
misteriosamente permanente desde los Valdés y Garcilaso, pasando por Cervantes
y Balbuena, por Gómez Ortega, Hervás y Panduro, los Catalina y Roca de Togores,
hasta llegar a la obra de un Ángel Crespo o de un Francisco Nieva.
En el siglo
XIX, por otra parte, tenemos una serie de movimientos estéticos que contaron
con manchegos entre sus filas: un prolongado Neoclasicismo; el Prerromanticismo
y Romanticismo; el Realismo, el Postromanticismo, el Naturalismo, los comienzos
del Modernismo. También movimientos ideológicos: el Liberalismo, el Carlismo,
el Neocatolicismo o Catolicismo liberal, el
Krausismo, el Librepensamiento, el Regeneracionismo. Focos de cultura y
de discusión, como el de Toledo, a la vez reaccionario y liberal en torno a los
amigos toledanos de Galdós, los krausistas de Illescas y los protestantes de
Camuñas; en el siglo XIX, por ejemplo, se reeditan varias veces y se leen con
pasión algunas obras de manchegos del Siglo de Oro que ahora mismo no hay
manera de ver en las librerías. Por otra parte, la literatura manchega del XIX
plantea algunos problemas: ¿cómo debemos considerar a los manchegos que, como
Don Quijote, abandonaron su patria y volvieron para morir en ella, como Félix
Mejía? ¿Debemos incluir a los autores que han escrito obras esenciales sobre La Mancha , algunos de ellos
todavía desconocidos?
Con esto vengo
a abordar otro de los problemas reseñados: el de los criterios necesariamente
amplios que tiene que emplear la elaboración de un canon de literatura regional
del XIX. Así, habrá que contradecir a Menéndez Pelayo, o más bien a sus
seguidores, introduciendo heterodoxos, mujeres, liberales, autores de interés
más bien popular y escritores que destacaron en géneros no considerados muy
literarios entonces; inversamente, haremos caso a Menéndez Pelayo cuando
protesta que no se incluya la literatura en latín.
[1] El barón
Charles Dembowski hizo el habitual itinerario pasando por Ocaña, Tembleque,
Madridejos, Puerto Lápice y Santa Cruz de Mudela durante la primera guerra
carlista, lo que narró en Deux ans dans
en Espagne el en Portugal pendant la guerre civile 1838-1840. Paris:
Charles Gosselin, 1841. En cuanto a Sobolevski, acudió a comprar libros a
España y se quedó algún tiempo; se entrevistó con Gallardo en su finca de
Toledo, lo cual cuenta en “Lettres d’un bibliophile russe à un bibliophile
français” (1850), traducido como Bibliofilia
romántica española por Joaquín del Val, con notas de Antonio
Rodríguez-Moñino (Valencia: Castalia, 1951). Esta última obra no aparece en el
conocido repertorio de Raymond Foulché- Delbosc.
[3] La Mancha ha dado grandes
lingüistas, como Lorenzo Hervás y Panduro, Francisco Fernández y González o
Tomás Navarro Tomás. Fuera del Boletín de
la Sociedad
de la Lengua
Universal de Madrid, que intentaba desarrollar la lengua
universal de Bonifacio Sotos Ochando, existe una Revista del Ateneo Caracense y Centro Volapükista español (1888-)
publicada en Guadalajara y que puede consultarse en línea, fruto de la pasión
por el Volapük o lengua universal de Shleyer de Francisco Fernández Iparraguirre
(Guadalajara, 1852 – íd., 1889). Fernández Iparraguirre publicó una Gramática de Volapük, un Diccionario Volapük-Español y una
revista internacional titulada Volapük,
que se unió con la del Ateneo Caracense al fusionarse esta sociedad con el
Centro Volapükista Español fundado por éste con Nicolás de Ugarte en 1886.
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