sábado, 8 de octubre de 2011

Dos semanas en otra ciudad, de Vincente Minnelli


En una de mis excursiones por los anaqueles de Ono, poblados a la vez de birrias, enormes sorpresas y saldos de baratillo, se me apareció este filme que no había videado. Minnelli siempre pareció a mi quijotera un director de celuloide rancio y antañón, pero a veces tenía destellos de auténtico genio, de "loco de pelo rojo", podría decirse, parodiando el título de un biopic suyo. Sólo hay que fijarse en cómo filmó el dantesco viaje en coche del final de esta película, rodada el año en que yo nacía, 1962. Sólo con ese pasaje este retro podía dejar en mantillas al más técnico y supervanguardista director de los últimos cuatro decenios, con todo su equipo y sus ordenadores al lado. Fue su canto del cisne, pero qué canto. Ya después no haría nada de nota.

Los maestros clásicos es lo que tienen; con una línea de guion o una secuencia inspirada hacen que te caigas de espaldas. Va su personaje secundario, el director Kruger, interpretado por ese actor de dibujo animado llamado E. G. Robinson, y te suelta el proverbio antiguo: "Son como los Borbones, que ni aprenden ni olvidan nada". Minnelli, hijo de siciliano y de canadiense francófona, ambos de la farándula, crecido entre las dos costas de los Estados Unidos y licenciado en no sé qué no sé cuándo, tiene a veces un algo de perdido, una miseria de bohemio y un punto de locura que me lo hacen muy simpático; lo peor, ay, son, sin embargo, las cursiladas, las ñoñerías. Pero, ¡ah! ¡Qué cursiladas! ¡Ah! ¡Qué ñoñeces! Cierto que el productor arruinó el montaje, pero se deja ver lo que habría podido ser un peliculazo. Uno agradece estar vivo para disfrutar de secuencias como estas, en las que convergen como todas las líneas sesgadas y dispersas y aparentemente sin sentido que antes andaban sueltas y desperdigadas por la película.

La conducción alocada de un coche por la noche de la vida.

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