jueves, 2 de febrero de 2012

Alumnos

Lo que voy a decir sonará quizá extraño a unos pocos, espero, profesores. Y es que hay que querer a los alumnos, esto es, apreciarlos por lo que son y lo que tienen, no por lo que uno quiera hacer de ellos. Por supuesto, nuestro trabajo consiste en mejorarlos, también en el sentido en que lo hacen los sacerdotes, y a veces incluso hasta edificarlos; pero eso sólo es posible hacerlo mirando y depurando lo mejor de los alumnos. Y a veces, lo único que puede hacer un profesor por un alumno es darle ejemplo, mejor bueno que malo, pero en todo caso útil como referencia; eso que no hacen los padres divorciados, los políticos corruptos o los periodistas vendidos: estar ahí, evangelizando, apoyando, auxiliando, dando ánimos, corrigiendo, enderezando a los torcidos con cuidado para que no se duelan. A algunos se les da bien y a otros peor; pero sin duda a todos les iría mejor si no hubiese gente esparciendo maldades, prejuicios e infundios por ahí, lo que Cristo llamaba cizañas, siempre más fértiles que el grano que sofocan. Muchos no se dan cuenta del poder de la palabra; deberían leerse la Epístola de Santiago o, si son más perezosos y menos místicos, 1280 almas de Jim Thompson

Pero vayamos al grano. Decía que lo que hay que hacer es dar ejemplo; más preciso sería si dijese que hay que dar ánimos, fuerza, fortaleza, confianza en uno mismo, sobre todo al angustiado por la desesperación de no saber ni por dónde se anda, algo bastante común en la adolescencia, cuando no se tiene un pasado para poderse agarrar ante lo nuevo y cuando lo nuevo angustia porque lo ignoras. Y, a veces, más de las que se cree, exigir mucho y lograr que superen las barreras cada vez más altas que les ponemos algunos profesores tiene un coste lamentable. El de la esterilidad. He visto muchísimos alumnos brillantes que, tras conquistar su objetivo, el de una nómina, desperdiciaban sus habilidades sentándose en una poltrona. Para ellos el conocimiento era un medio, no un fin. Una vez usado, lo despreciaban, porque el sacrificio y la recompensa para ellos no eran una misma cosa. Otros, por el contrario, eran tan inteligentes que se aburrían y fracasaban. El alumno que aprende a esforzarse demasiado, acaba cogiendo odio a lo que hace, asimilará como propio de la materia el dolor y la frustración que le han costado: sí, aprenderá la historia de la literatura, pero la olvidará tan deprisa como la aprendió, porque lo que aprendió realmente es el dolor que le costó aprenderla: ese alumno no escribirá nunca nada, no se esforzará nunca en escribir ni hablar bien, no acudirá al diccionario cuando oiga una palabra que no conozca, no leerá nunca literatura clásica ni de la otra; si aprende idiomas, no leerá ningún libro en ellas, ni verá ninguna película subtitulada ni en lengua original, no leerá prensa extranjera ni verá televisión extranjera; no traducirá nunca un poema en ese idioma, no lo usará sino para decir "My tailor is rich". Si las matemáticas le entran con sangre, jamás intentará resolver un problema matemático y confiará ciegamente en las calculadoras, nunca se pondrá a inventar nada, a sacar estadísticas, a mejorar los rendimientos económicos de un negocio. No pasará de las cuatro cuentas, olvidará las potencias, las raíces, las integrales, las derivadas, las fórmulas, las ecuaciones. Hasta la regla de tres y dividir por dos cifras. Y así por el estilo. Eso suele ocurrir con profesores que nunca ponen un diez, sino que lo reservan para sí mismos: son unos engreídos que creen ser superiores a un pobre muchachito; claro que lo son, pero cuando eran simples muchachitos seguramente eran más palurdos y peores que estos, al menos en algunas materias ¿o no? Y seguro que echaban la culpa a algún profesor demasiado exigente "que les hizo perder todo entusiasmo por la materia" o "no sabía explicar" o "era aburrido". Pierden la curiosidad y, con ella, la inquietud y el pedacito que podían aportar al conocimiento. Por supuesto, un profesor no es un showman, no tiene que hacerle un striptease a la materia; la materia no es una puta, es una señorita educada a la que hay que tratar con amor, entusiasmo y deferencia, cortejándola hasta que decida ser amiga tuya. Pero algunos profes se tienen por generales, soldados, militantes, luchadores, peleones, matones o gallitos ridículos, si hemos de seguir la famosa gradatio minorativa  de Sancho el Bravo a Sancho el Fuerte y de Sancho el Fuerte a Sancho Panza. La verdad es que los profesores sólo somos unos Prometeos que tienen que encender un fuego de saber provistos apenas con la miserable ayuda de un trozo de tiza y un montón de libros.

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