jueves, 7 de junio de 2012
Ha muerto Ray Bradbury
He leído bastante a Ray Bradbury de joven, cuando tenía el carnet 508 de la biblioteca de C. Real, y aprendí no poco de él; comulgaba con sus textos porque adivinaba en ellos alguien tan cercano a la pasión literaria como yo. También él fue un lector compulsivo de biblioteca pública. Constituye, junto con William Saroyan, una de los autores primeros que me orientaron en el mundo de la escritura. Ambos poseían mucho en común, pero lo que yo realmente apreciaba y aprecio en ellos es cómo lograban concretar en palabras la difícil abstracción llamada "humanidad"; en ese sentido, Saroyan era más cervantino, porque Ray Bradbury era más lírico: sabía encontrar los elementos bellos e impresionantes de las cosas más humildes. Un ejemplo: cuando te describía -en el recuerdo, esa es la clave- el indescriptible "sonido plateado" de un timbre de bicicleta, o reconstruía el asfixiante ambiente local de un pueblo mexicano desde el punto de vista de una turista anglosajona asustada, en uno de los cuentos que leí de él. Sus novelas me defraudaban más: estaba hecho para las distancias cortas, como Carver. Y es que se puede narrar de dos maneras: una ascética y humilde, y otra lírica y pomposa. Combinar bien ambas es privativo de muy pocos escritores, que saben pasar de una a la otra cuando conviene, o gotearlas de forma que el conjunto gane con ello. Por ejemplo, F. S. Fitzgerald sabía hacerlo. Pero Bradbury contaba también con otra preciosa virtud: la de descarnar a sus personajes de cualquier artificialidad, de cualquier elemento moderno o temporal; no era, como decía Asimov de él, un siesnoes envidioso, un escritor de social-ficción. Cada nombre de personaje, en su caso, podía sustituirse por un arquetipo: padre, madre, hijo, hermano, adolescente, viejo... Modelos de las formas invariables que toma la humanidad en que todos podemos reconocer a un cercano, o a nosotros mismos en algún momento de la evolución vital. Por demás, se nota que redactaba en una máquina de escribir de alquiler: eso le dio la peculiar intensidad, la pureza y ascetismo de sus mejores pasajes. Está de más colgarle el sambenito de ser un carcamal retrógrado: la gente más lúcida y moral siempre lo es, porque ha tomado la suficiente distancia de su siglo como para entenderlo y conoce las medidas humildes de lo imperecedero; véase si no al soldadesco Kipling o al gordo Chesterton, unos carcas que se pasaron toda la vida huyendo (en el caso de Chesterton, fatigosamente) de sus fantasmas. De ahí, por ejemplo, el valor de la distopía Fahrenheit 451, que tan bien supo reflejar François Truffaut en imágenes inquietantes (recuerdo especialmente a la bibliotecaria en su pira a lo Juana de Arco y las perturbadoras imágenes que siguen al estallido de la cerilla y su inmolación). En ese momento el cine se volvió Arte con mayúsculas. Como muchos poetas -es un sello natural de fábrica que viene con ellos- nunca quiso sacarse el carnet de conducir. Escribió un cuento, "El peatón", que va precisamente de eso, y fue el germen de Fahrenheit 451. En Estados Unidos, ser poeta, viandante o peatón y no consumir es algo intrínsecamente reaccionario, anticuado y hasta subversivo. Los poetas van despacio por la vida, no se apresuran, porque allá hacia donde van es a sí mismos. O como el pájaro de los leñadores canadienses de que habla Borges, que vuela siempre al revés, porque no le importa adónde va, sino de dónde viene.
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