Dizque los japoneses mejoran lo que imitan; los chinos lo empeoran: replican sin controles de calidad y lo barato sale caro por ser inútil, bárbaro y mongol. Si compras una crema, te produce ronchas; si un transistor, se come las baterías y sólo se oye una emisora. Los chinos carecen del orden feudal que heredaron los japoneses y más bien han heredado la corrupción y dejadez comunista. Y así nos va. El Rastro madrileño parece ahora la Plaza de Oriente: ha sido tomado por los chinos, que imponen ahora su ley/rey/emperador/dictador/gran timonel en un Chinatown sin chotis. No me hablen de integración: por lenguaje, cultura y modales herméticos siempre habrá una gran muralla entre nosotros y ellos y entre ellos mismos, pues, aunque todos hablen más o menos mandarín, sus segundas lenguas son muy opuestas: wu, manchú, cantonés, tibetano y qué se yo. De Asia siempre nos vinieron buenos bárbaros como Talant Duiseváyev, pero ahora boliches y quincalleros que pierden el culo por hacer de esta Mancha una Manchurria. La integración sólo es esperable en terceras o cuartas generaciones, porque las primeras sólo esperan hacer pecado capital de codicia para llevarse la hucha chinito del Domund a su tierra.
Y China, cuya economía no crece, engorda a un monstruoso diez por ciento anual, como un forúnculo gigante en el culo de Asia, nos ha traído una mafilia típica de allí, las Tríadas, creadas en los tiempos del opio; por si no hubiera bastante con las de Adelson, con lo que pinchan. Y un capitalismo degenerado, sin lo mejor que podría ofrecer el régimen feudal, como en Japón. En esas circunstancias, qué terrible es añorar a Mao, el Marramao que caza algo más que ratones; lo que nos faltaba.
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