viernes, 19 de octubre de 2012

Sueños

Los sueños constituyen la cara oculta de la vida. En ellos ejerzo una existencia más oscura que el propio cuarto donde dormito. Y, aunque el protagonista de esas vivencias entrecortadas y miserables y yo tenemos bastante en común, somos también distintos: entre otras cosas, él ha sufrido más desgracias que yo y le sucede más raro; los cielos son como los de una radiografía y lo que le ocurre se mueve en el indeciso campo de la inseguridad y lo alérgico a la rutina. Es una versión en negativo de mí mismo: su forma, su punto de mira es igual, pero el contenido es opuesto. En mis sueños me ocurre siempre lo que nunca llegó a pasarme, pero estuvo a punto; los pueblan mis túes alternativos, me revelan los senderos no trillados, las inminencias que no llegaron a brotar, qué me habría ocurrido si no hubiera habido Razón, Providencia o Ángel de la Guarda que custodiase mi pobre alma descarriada y la llevase por los senderos que llevan a las hierbas frescas y a las fuentes tranquilas, reparando mis fuerzas y alejándome de los valles tenebrosos, universos paralelos y degradados, puro Fringe. Mi convicción en ellos se ha ratificado por eso. ¿Es que no tiene sueños positivos, sólo pesadillas? diréis; pues si los he tenido, apenas los recuerdo; sólo uno, cuando era niño, suscitado por un deseo vehemente de que algo me demostrara afecto; como no ocurrió, la irrealidad se me volvió negativa en ese instante. Y, los sueños, ya desde entonces, más negativos todavía, quizá para compensar y equilibrar el navío de la realidad, tan desagradable, y hacerla más hermosa, o menos fea. Miserias afectivas. En general, los sueños se recuerdan muy mal, porque la mayoría consiste en represiones de fondo de barco o sótano sin ventilación de lo que no queremos volver a ver o ecos de lo que alguna vez nos desilusionó. Acceder a ellos es, pues, tortuoso y tropezón, y no compensa. Por eso muchas veces altero los sueños: me siento en ellos como un director de cine que rehace la historia para convertirla en algo más comercial, en algo más soportable, podríase decir. Hago lo mismo que hago aquí, en la realidad, crear una modesta literatura que me envuelva con su manta igual que a un gusano con su capullo, hilado por un renglón interminable. O sea, actúo más como un dictador que impone la censura que como un artista que disfruta transgrediéndola. Me castro con insistencia y ya no es doloroso, sino lo mejor para los demás, esos túes que ya son yo mismo.

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