Uno hubiera querido ver a los jóvenes de la macrofiesta de Halloween en las trincheras del Palace muriendo por causa mayor y no por un consentido sinsentido, pero tampoco es tan asensible como para no llorar y protestar la caída de estas chicas en un simbólico vomitorio, estupendas personas al parecer y muy majas ellas, que bien pudieran dejarme mal y decirme, si todavía vivieran, que sí estuvieron allí o, si no haciendo bultos con sus pechos elegantes, pisoteados por la masa para desgracia común, a lo menos con el pensamiento, porque creo sinceramente que bien puede haber unos pocos jóvenes admirables que logren vivir mucho cuando veo a tantos viejos tan poco dignos de admiración pidiendo a gritos que los mueran a ladrillazo impío.
Porque, aunque hay pocas cosas que duelan tanto como el odio, aún duele más ese odio inútil, injustificado, ciego y estúpido que ejerce la naturaleza, o, en su delegación, el destino, la gana de dinero o unas leyes escritas por unos viejos que tal vez quieran confundirse con la naturaleza, el destino o su propia gana de dinero.
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