No hay interés superior al de la propia especie humana. Pero somos capaces de lo mejor y lo peor; causamos genocidios y fundamos asociaciones como Cruz Roja, Cáritas, Alcohólicos Anónimos y Médicos sin Fronteras e instituciones como las Bibliotecas Gratuitas y las Academias de Ciencias. El Eclesiastés, libro de la Biblia, afirma lo mismo: el bien y el mal forman parte de nuestra naturaleza como las dos mitades de cualquier simetría; alternan como las caras de la moneda que arrojaba al aire el asesino de No es país para viejos, la novela de Cormac McCarty. Cualquier gobierno, en una crisis, provocada, como todas, por torpezas de gobiernos (no solo propios, sino extraños; de ahí lo necesario de integrarse en entes supranacionales), ha de escoger el bien para restablecer la simetría, lo que, en tal situación, quieren que sea solamente lo mejor de lo peor (en Islandia creen otra cosa); pero lo que nunca deja de ser legítimo, más legítimo que cualquier gobierno, porque es lo digno (la dignidad es un valor en la política española, porque no se encuentra) es que, cuando las cosas van mal, tengan que perder los débiles y los pobres más que los ricos, como si aquellos tuvieran más obligaciones que derechos y estos más derechos que obligaciones; guardar las proporciones macroeconómicas redunda en desgracias microeconómicas y en desgracias a secas, como los suicidios por desahucio o el abandono de programas como el que ha denunciado Cáritas; hechos realizados por personas ocultas tras alguien, pronombre indefinido que encierra siempre al miserable; en este caso, al que no quiere que los drogadictos se rehabiliten. Algo que rechazo con todas mis fuerzas.
Y así es, en primer lugar, porque los débiles y los pobres siempre son los primeros en sufrir los tan disculpables y disculpados errores de los poderosos. En segundo lugar, porque los poderosos pueden serlo solamente gracias al sostén de los débiles. En tercero, porque los débiles han dado el poder a los poderosos solo para que mejoren su situación, ya que ellos, en su postración, no pueden. En cuarto, porque el status del débil no se lo ha dado él mismo, sino un determinismo amasado casi siempre por una suerte desgraciada; una ignorancia regalada casi siempre por los dolosos medios de comunicación, y un tiempo que crea hábitos malsanos. Solo la creencia en que la suerte no se equivoca puede alimentar esa fe, tan pagana, en la legitimidad del poder: no se puede confundir el poder con el propio beneficio, ya que el poder lo han dado siempre los otros; si hay poderosos, es porque nosotros hemos dejado que lo sean. Hay que repartir el poder para aproximarlo al débil y al estropeado.
Vergonzoso es que el gobierno gaste en cosas que no sean ayudar a los que ayudan y se autoayudan: a Cáritas, a las ONG que presentan sus cuentas como es debido y no se dedican a vivir al estilo Amy Martin. Ayudemos a los que ayudan, tengan el pelaje que tengan, pero no a los que, en vez de ayudar, ayudan a que los demás se llenen los bolsillos. Y ayudémonos a nosotros mismos; puede que con el tiempo podamos llegar a merecer no tener gobiernos.
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