domingo, 23 de junio de 2013

Peleas de arañas

Entre las aficiones raras, la que más me ha sorprendido por su coherencia intrínseca es la del ilustre filósofo Baruc, Benito o Benedicto Spinoza o Espinosa, de origen hispanojudaico o sefardí o como quieran ustedes, aguerridos lectores, llamarlo. El ilustre e ilustrado ateo, que vivía de pulir lentes para los microscopios de Huygens, los telescopios de Galileo, los catalejos de los navíos de la Compañía de las Indias Occidentales y las gafas de pinza (quevedos las llamaban también) de los lectores de vista cansada, se divertía haciendo pelear a las arañas. Un filosófico gallego, Atilano Domínguez Basalo, profesador de ultrafísicas varias en esa desuniversidad llamada UCLM, (que suena a UCLA -Universidad de California en Los Ángeles-, valga el símil) lo cuenta en una de sus monumentales ediciones del autor para Alianza Editorial. Cuando lo leí, me sumí en cavilaciones de pasmarote. ¿Así que "las translúcidas manos del judío", Borges dixit, usaban las lentes también para disfrutar, en realidad aumentada, de algo tan amodernecedor como un combate de transformers en vivo? Pues sí, y entonces me acordaba de lo que se escribía en Antonio Azorín y me santiguaba más que un cura loco pensando en que todas la simétricas razones del filósofo se hallaban embutidas en esa afición, desde su trágico concepto de la existencia  hasta el de Dios o Naturaleza. Pero copio (me gusta antologar literaturas en mis escritos; así hago de ellos un centón o capisayo de deleites verbales y conceptuales para compartir) lo que escribe el señor Martínez Ruiz para que ustedes lo diseccionen o alfiloteen (y perdón por los morfemas libres). En estos tiempos en que nos deleitamos viendo autopsias y contemplando películas de zombis y demás casquería y telediarios de corrupción política, no estarán de más estas repugnancias. Por demás, este texto azoriniano viene en homenaje a otro gran escritor de fábulas o parábolas con animales, desgraciadamente fallecido ayer tras largo combate con las complicaciones de una diabetes, Javier Tomeo; que en paz descanse.

Las sociedades animales son tan interesantes como las sociedades humanas. Los sociólogos las estudian con gran cuidado. Las hormigas y las abejas se agrupan en urbes regimentadas sabiamente; son metódicas unas y otras, son laboriosas, son sagaces, son perseverantes, son humildes, son industriosas. Las arañas, en cambio, no se agrupan en sociedad jerarquizada; son los más fuertes de todos los insectos. Los naturalistas se plañen de su insociabilidad. Y no hay animal más difundido sobre el planeta.

Viven bajo las aguas, como la argironeta; corren sobre la superficie de los lagos, como el dolomelo orlado; fabrican su morada so las piedras, como la segestria; se agazapan en un pozo guateado de blanca seda, como la teniza minera; se columpian en aéreas redes, como la tejenaria. Corren, nadan, saltan, vuelan, minan, trepan, tejen, patinan. Y en su insociabilidad hosca tienen como mira capital, como sentido esencialísimo, el amor a la raza. El amor a la raza está en las arañas sobrepuesto a todo interés peculiarísimo. La raza ha de ser fuerte, recia, audaz, incontrastable. La hembra, a este fin, devora despiadadamente al macho débil que se le acerca a cortejarla. Y de este modo sólo los machos fuertes triunfan y legan a las nuevas generaciones su audacia y fortaleza.

¿Es un animal nietzschano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas hay un orden que más que ningún otro profesa en el reino animal esta novísima filosofía que ahora nos obsesiona a los hombres. Tres de estos arácnidos—Ron, King y Pic—ha estudiado Azorín pacientemente. A continuación doy, en forma amena, algunas de sus observaciones. Excúseme el lector si las encuentra deficientes, y vea sólo en estas líneas un modesto intento de contribuir al estudio de la sociología comparada.

** *

Ron es un varón fuerte, a quien los naturalistas llaman saltador escénico, y dicen que es de la clase de los aracnoides, y aseguran que pertenece al orden de los atidos. Los saltadores son los más intelectuales y elegantes de los arácnidos. No son metódicos, no son extáticos. Corren, brincan, se mueven prestamente. No fabrican urdimbres donde permanecer hastiados; no labran agujeros donde esperar aburridos. Son mundanos, son errabundos. Vagan ligeros por las puertas y por las paredes soleadas. Persiguen las moscas; las atrapan saltando. Y de este modo han sabido unir a la utilidad la belleza, puesto que su caza es un deporte airoso.

Ron vive en una confortable casa; tiene catorce centímetros de larga y seis de ancha. Son de cartón sus muros, es de cristal su techumbre. El interior es blanco. Y en la blancura, Ron va y viene gallardo y se destaca intenso.

Ron es grande; mide más de un centímetro; tiene henchido el abdomen; su cuerpo parece afelpado de fina seda; sobre el fondo blanquecino resaltan caprichosos dibujos negros. Ron es ligero; tiene ocho patas cortas. Ron es polividente; tiene en la frente dos ojuelos negros, fúlgidos; y junto a éstos, a cada lado, otros dos más pequeños; y encima de éstos, sobre la testa, otros dos diminutos. Ron es nervioso; tiene dos palpos, como minúsculos abanicos de plumas blancas, que él mueve a intervalos con el movimiento rítmico de un nadador. Ron es voluble; corre por pequeños avances de dos o tres segundos; se detiene un momento; yergue la cabeza; da media vuelta; se pasa los palpos por la cara; torna a correr un poco...

Azorín cree que a Ron le ha parecido bien la nueva casa. El ha entrado tranquilo, indiferente, impasible; luego ha dado una vuelta con el discreto desdén de un hombre de mundo. Azorín lo observaba; esta frivolidad le ha molestado un poco. Y, sin embargo, esta frivolidad no era ficticia. He aquí la prueba: Ron, sin pensarlo, ha dado un topetazo con una mosca que se hallaba muy tranquila en medio de la caja. La mosca se ha sobresaltado un tanto. Entonces Ron, ya vuelto a la realidad, ha advertido su presencia.

«He hecho una tontería»—debe de haber pensado—; «tenía aquí a mi lado una mosca y yo estaba completamente distraído.» Inmediatamente ha retrocedido con cautela hasta separarse de la mosca cinco centímetros. Ha transcurrido un instante de espera. Ron se contrae, se repliega como un felino. Luego, lentamente, con suavidad, avanza un centímetro; luego, más lentamente, otro centímetro; luego se para, aplanado, encogido. La mosca está inmóvil; Ron no se mueve tampoco. Transcurren treinta segundos, solemnes, angustiosos, trágicos. La mosca hace un ligero movimiento. Ron salta de pronto sobre ella y la coge por la cabeza. Esta pobre mosca se mueve violentamente, patalea estremecida de terror. No, no se marchará; Ron la tiene bien cogida. «Las moscas—debe de pensar él, que, como hombre de grueso abdomen, será conservador, y como conservador, creerá en las causas finales—; las moscas se han hecho para los saltadores; yo soy saltador, luego esta mosca ha nacido y se ha criado para que yo me la coma.»

Y se la come, en efecto; pero como es un saltador afectuoso, le da de cuando en cuando golpecitos con los palpos sobre la espalda, como queriendo convencerla de su teleología. Azorín no sabe si la mosca quedará convencida; ello es que sus patas han cesado de moverse y que Ron se la lleva a un ángulo, donde permanece quieto con ella un gran rato.

Después de comer, Ron se pasa los palpos por la cara, como limpiándosela, con el mismo gesto que los gatos; a veces se lleva también su segunda pata izquierda a la boca, como si se estuviese hurgando los dientes. Una mosca cogida por Ron tarda en morir poco más de un minuto. En la succión del tórax emplea Ron veintiocho, treinta, treinta y tres minutos; en la del abdomen, uno o dos. Cuando el hambre no aprieta, suele desdeñar el abdomen; esto es plausible.

Ron pasea por la caja, camina boca arriba por el cristal, se deja caer y cae de pie con suave movimiento elástico. De cuando en cuando se frota los ojos con los palpos, con gesto inteligentísimo. A las moscas las percibe a 12 centímetros de distancia. Entonces se yergue gallardo como un león; alza la cabeza; pone las dos patas delanteras en el aire; las observa atento; se vuelve rápido cuando ellas se vuelven... La Naturaleza es maravillosa; estos saltadores diriase que son felinos diminutos.

Ron es audaz y feroz. Azorín ha soltado en la caja un moscardón fuerte y voluminoso. Es grisáceo; tiene cerca de dos centímetros; salta e intenta volar, y cuando cae de espaldas hace sobre el cartón un ruido sonoro de tambor. Ron, al principio, se ha azorado un poco de este estrépito. Corría velozmente; no me atrevo a decir que huía. «Este bicho—pensaría él—es demasiado grande para mí.» Luego, cuando el moscardón se ha amansado, Ron, que estaba a su derecha, ha descrito un perfecto medio círculo y se ha colocado frente a frente de su adversario. Entonces el moscardón se ha movido, y Ron ha desandado el camino recorrido. Después ha tornado a describir el medio círculo, y como el moscardón se estuviese quedo, se ha lanzado contra él audazmente.

He dicho que Ron es feroz; añadiré que no tiene ni un átomo de piedad. Esto de la piedad es cosa para él totalmente desconocida. Azorín ha metido en la caja un saltador joven, casi un niño, a juzgar por su aspecto, puesto que caminaba lentamente y apenas sabía hacer nada. Pues bien; a la mañana siguiente, Azorín ha visto que los despojos de este saltador pendían de una de las paredes; lo cual indica que Ron lo había devorado durante la noche.

Ha soltado también Azorín en la caja una tejenaria, o sea una de esas arañas domésticas de largas patas. ¿Qué ha sucedido con esta tejenaria? Lo primero que ha hecho esta araña es fabricar una tela en medio de la caja, seguramente con la esperanza de que en ella caiga una mosca, cosa asaz absurda, porque las moscas son para Ron, según su filosofía teleológica. En su tela permanecía inmóvil la tejenaria; cuando se daba un golpecito sobre el cristal, se agitaba en un baile frenético. Así ha permanecido dos días, y al fin ha sucedido lo que había de suceder, es decir, que Ron ha devorado también a la tejenaria.

He de declarar que Ron tiene una cama. Esta cama es como una especie de hamaca, que él ha colgado en un rincón; en ella dormita algunos ratos después de haber comido.

Cuando se despierta vuelve a sus paseos. El suelo está sembrado de cadáveres. Al principio, Ron veía uno de estos cadáveres y los creía cuerpos vivos; esto era una desagradable sorpresa. Azorín ha observado que en una ocasión, para evitar decepciones, Ron se ha aproximado con discreción a un cadáver y ha alargado una pata y lo ha tocado ligeramente para averiguar si estaba muerto o vivo.

** *

King es más chico que Ron. Es delgado y negro; los palpos los tiene también negros y sin plumas, con una rayita blanca en la base. Vive en una casa más pequeña.

King ha probado a correr por el cristal y no podía. Luego se ha comido dos moscas y se deslizaba por él perfectamente. Sin duda, este saltador hacía tiempo que no encontraba moscas en su camino y estaba, por consiguiente, bastante débil.

King tarda en matar una mosca un minuto y cuarenta y cinco segundos. En sorber el tórax emplea treinta y un minutos; desdeña el abdomen. King, como todas las arañas, ama la noche. Aplacado su apetito, mira indiferente a las moscas que corren por la caja; pero a la mañana siguiente, todas, sean las que fueren, aparecerán muertas.

* *

Pic es el más pequeño de todos y el que más ancha casa habita. Pic mide medio centímetro; tiene también negros los palpos, y el cuerpo es a rayas pardas y blancas, que le cogen de arriba abajo, como esos bellos trajes del Renacimiento italiano.

Es indudablemente Pic un niño de estirpe principesca. Es gallardo, vivo; se yergue hasta poner en el aire las cuatro patas anteriores; sube por las paredes, y corre, seguro, por el cristal; da, de cuando en cuando, rápidos saltitos; se deja caer del techo, y permanece un instante balanceándose cogido a un hilo tenue.

Cuatro moscas le han sido puestas en la caja; cuando se encuentra con alguna, huye azorado. «Decididamente—ha pensado Azorín—, es muy niño aún este saltador para atreverse con una mosca.» Toda la tarde ha estado Pic sin tocarlas; a la mañana siguiente, cuando Azorín ha ido a ver qué tal había pasado Pic la noche, ha encontrado las cuatro moscas difuntas.

Porque Pic será pequeño, pero tiene arrestos. Una mosca yace patas arriba en medio de la caja; Pic se acerca, creyéndola sin duda muerta; la mosca suelta una patada; Pic se queda atónito. Después se vuelve a acercar y la torna a tocar en el ala; la mosca rebulle y se pone de pie. He aquí un terrible compromiso; pero Pic no se arredra. Al contrario, salta sobre ella tratando de cogerla; la mosca, como es natural, es esquiva. Al fin, Pic la coge por la cabeza, y entonces, como Pic es pequeñito y la mosca tiene mucha fuerza, arrastra la mosca a Pic y lo lleva un momento revolando por el aire. Pero Pic no la suelta y logra afianzarla en un rincón, donde la mosca permanece cuatro minutos pataleando, y al cabo sucumbe.

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