El quid divinum puede encontrarse en algunas obras de arte, lugares, animales u objetos, pero muy pocas veces se encuentra en personas; no se adquiere, no se deja imitar: quienes lo encarnan nacen con ello y se vuelve fatal si se prodiga demasiado, porque consume y extingue a quien lo posee; por eso los que lo tienen, que son poquísimos (en cada generación los que salen a la luz pública se cuentan con los dedos de una mano y acaban indefectiblemente mal), asoman muy poco o nada y huyen de mostrarlo; saben lo que les puede pasar y no abusan, de modo que la mayoría no llega a ser conocido porque saben que su don puede ser un problema y solo son percibidos por los que han caído rendidos a su lado como por un rayo. Esos personajes ocultos se reconocen en que sus funerales suelen ser concurridísimos y en que es imposible olvidarse de ellos: impresionan la memoria más distraída con una fuerza increíble y tienen el poder de unir a la gente.
Pero, cuando el quid divinum asoma, no deslumbra: ciega y apabulla y conmociona y al marcharse todo el mundo recordará mientras viva y cuando muera, porque deja sello en carne viva, como la espada de fuego de un ángel. Puede tenerlo también un grupo de personas y es más común en las obras de arte; un jarrón, un árbol, una casa o una piedra pueden estar hechizados con él: yo lo he sentido alguna vez en ellos, lo siento todavía. De la condición líquida y sin forma del mismo ya habló en alguna ocasión Antonio Gala, llamándolo palmariamente "poesía". Es inconmensurable y terrible y deja señalado no solo al pobre despojo humano que lo encarna, sino a quien lo contempla. Se desconoce por qué se tiene o se carece de él. Y se envidia ferozmente (se envidia hasta incluso lo malo): Salieri no lo tenía. No está asociado a la belleza, que es muy común; es algo sacro y ultraterreno, inefable, indefinible, inextinguible en sí aunque no en el cuerpo que consume. Esas personas son en sí mismas obras de arte, algo que trasciende, que va más allá del espacio y el tiempo y el encanto y pueden obsesionar o enloquecer perdurable y definitivamente hasta la muerte a los que carecen siquiera de una chispa de ese don que se concede solo íntegro a ellos, en especial a los que ni siquiera lo pueden simular: porque casi toda la belleza del mundo es mera simulación de ese quid divinum, del que por cierto con tanto tino habló Edmund Burke bajo la denominación de "lo sublime". Una persona con él podría incluso fundar una religión nueva, porque cualquiera se tiraría a un pozo por él. Es un milagro que solo se da a conocer por sus efectos: paraliza y petrifica como la Gorgona y hace llorar. Reduce a la gente a peleles, los deja con la boca abierta, como los muertos, porque arroba, enajena, aliena. Platón lo intentó expresar en su Íon. Suscita adhesiones o pasiones inquebrantables hasta la muerte, porque la vida no tiene sentido después de que se ha mostrado; el quid divinum se lo lleva todo y no deja ni las migajas; arrebata las miradas, los sentimientos y los recuerdos detrás y a cambio aporta vacío, tristeza y muerte. Es como el duende de Lorca (este poeta lo tenía y, milagrosamente, logró un ensayito sobre él: Teoría y juego del duende). Señala algunas de sus características: no se repite nunca y causa cohesión social. Algunos son incapaces de reconocerlo, quizá porque carecen absolutamente de empatía; o lo reconocen a posteriori, cuando se dan cuenta de que lo entrevieron y no han podido olvidarlo de ninguna manera cuando otros sí fueron devastados a la primera; ellos no lo percibieron porque el miedo les puso delante la ilusión de que era una forma de belleza más, hasta que se dieron cuenta de que no se puede prescindir de eso así como así: es imposible e indeleble.
Los bebés lo tienen; todas las mujeres tienen una chispa de él y es más frecuente entre ellas; Paco de Lucía, los Beatles, Bach, Marilyn Monroe o las pianistas Khatia Buniatishvili y Nina Simone tienen ese poder de obsesionar, las últimas no porque fuesen bellas, nada de eso; actrices como Michelle Pfeiffer, Sean Young o Ashley Judd eran bellas y, aunque lo simulaban, carecían de él; conjuntos como el Colegium vocal de Gante o pianistas como Martha Argerich han tenido momentos en que casi parecían encarnarlo, pero no era así: se acercaban, intentaban imitarlo burdamente pero no llegaban; el quid divinum no se puede simular, no es un fantasma, es más duro, asesino y persistente que todo eso y es como dice la primera Elegía de Duino de Rilke: "El grado de lo terrible que soportamos todavía cuando, con su ser más potente, desprecia destruirnos". En España lo tuvo una cantante como Cecilia, que no era demasiado bella. Entre los hombres es menos frecuente; lo tuvo el comentarista deportivo Andrés Montes; no lo tuvo, por ejemplo, Anthony Hopkins, aunque es tan buen actor que en alguna ocasión casi puede fingirlo, por ejemplo, en su película Magic, donde ya hacía de psicópata mejor que en El silencio de los corderos.
Pero, cuando el quid divinum asoma, no deslumbra: ciega y apabulla y conmociona y al marcharse todo el mundo recordará mientras viva y cuando muera, porque deja sello en carne viva, como la espada de fuego de un ángel. Puede tenerlo también un grupo de personas y es más común en las obras de arte; un jarrón, un árbol, una casa o una piedra pueden estar hechizados con él: yo lo he sentido alguna vez en ellos, lo siento todavía. De la condición líquida y sin forma del mismo ya habló en alguna ocasión Antonio Gala, llamándolo palmariamente "poesía". Es inconmensurable y terrible y deja señalado no solo al pobre despojo humano que lo encarna, sino a quien lo contempla. Se desconoce por qué se tiene o se carece de él. Y se envidia ferozmente (se envidia hasta incluso lo malo): Salieri no lo tenía. No está asociado a la belleza, que es muy común; es algo sacro y ultraterreno, inefable, indefinible, inextinguible en sí aunque no en el cuerpo que consume. Esas personas son en sí mismas obras de arte, algo que trasciende, que va más allá del espacio y el tiempo y el encanto y pueden obsesionar o enloquecer perdurable y definitivamente hasta la muerte a los que carecen siquiera de una chispa de ese don que se concede solo íntegro a ellos, en especial a los que ni siquiera lo pueden simular: porque casi toda la belleza del mundo es mera simulación de ese quid divinum, del que por cierto con tanto tino habló Edmund Burke bajo la denominación de "lo sublime". Una persona con él podría incluso fundar una religión nueva, porque cualquiera se tiraría a un pozo por él. Es un milagro que solo se da a conocer por sus efectos: paraliza y petrifica como la Gorgona y hace llorar. Reduce a la gente a peleles, los deja con la boca abierta, como los muertos, porque arroba, enajena, aliena. Platón lo intentó expresar en su Íon. Suscita adhesiones o pasiones inquebrantables hasta la muerte, porque la vida no tiene sentido después de que se ha mostrado; el quid divinum se lo lleva todo y no deja ni las migajas; arrebata las miradas, los sentimientos y los recuerdos detrás y a cambio aporta vacío, tristeza y muerte. Es como el duende de Lorca (este poeta lo tenía y, milagrosamente, logró un ensayito sobre él: Teoría y juego del duende). Señala algunas de sus características: no se repite nunca y causa cohesión social. Algunos son incapaces de reconocerlo, quizá porque carecen absolutamente de empatía; o lo reconocen a posteriori, cuando se dan cuenta de que lo entrevieron y no han podido olvidarlo de ninguna manera cuando otros sí fueron devastados a la primera; ellos no lo percibieron porque el miedo les puso delante la ilusión de que era una forma de belleza más, hasta que se dieron cuenta de que no se puede prescindir de eso así como así: es imposible e indeleble.
Los bebés lo tienen; todas las mujeres tienen una chispa de él y es más frecuente entre ellas; Paco de Lucía, los Beatles, Bach, Marilyn Monroe o las pianistas Khatia Buniatishvili y Nina Simone tienen ese poder de obsesionar, las últimas no porque fuesen bellas, nada de eso; actrices como Michelle Pfeiffer, Sean Young o Ashley Judd eran bellas y, aunque lo simulaban, carecían de él; conjuntos como el Colegium vocal de Gante o pianistas como Martha Argerich han tenido momentos en que casi parecían encarnarlo, pero no era así: se acercaban, intentaban imitarlo burdamente pero no llegaban; el quid divinum no se puede simular, no es un fantasma, es más duro, asesino y persistente que todo eso y es como dice la primera Elegía de Duino de Rilke: "El grado de lo terrible que soportamos todavía cuando, con su ser más potente, desprecia destruirnos". En España lo tuvo una cantante como Cecilia, que no era demasiado bella. Entre los hombres es menos frecuente; lo tuvo el comentarista deportivo Andrés Montes; no lo tuvo, por ejemplo, Anthony Hopkins, aunque es tan buen actor que en alguna ocasión casi puede fingirlo, por ejemplo, en su película Magic, donde ya hacía de psicópata mejor que en El silencio de los corderos.
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