domingo, 21 de julio de 2013

La televisión y Orisón

Nos quejamos de la teúve, pero es simple la cura: no verla. Mi suegra se ríe de los tontainas que sacan al ridículo, pero siempre la enciende a la hora del tontaina. Es el placer del sádico, el único que le queda al hombre al que hace común creerse superior al común, el hombre-masa o señorito de Ortega y Gasset. El linchamiento televisivo por pura e intraducible schadenfreude. Así llaman los alemanes al placer de ver a otro cagándola. O sea, lo contrario que nuestra también casi intraducible -lo es al alemán- spanish shame o "vergüenza ajena", que tanto caracterizó nuestra nobleza histórica, ya perdida ante la vulgaridad anglosajona. Por eso solo son noticias las malas noticias. O las guarras, tanto da, lo mismo da que da lo mismo, en eso no voy ni vengo, por eso no vamos a discutir y para ti la perra gorda.

Nadie (o solo la quinta parte, según el sociólogo Pareto) disfruta enterándose de lo rico, guapo y biennacido que es el vecino, porque identifica disfrutar con degradar. Incluso quien se queja sin orgullo de ser desgraciado es considerado un soplapollas, porque te arrebata el placer sádico de no verte y negarte como soplapollas, recordándote que lo eres como un espejito gracias al mecanismo neurológico de las neuronas especulares, que garantiza la empatía incluso para la abyección. Nada hay tan antisocial como tender sin lavar los trapos sucios por la ventana: manchan la vista. El otro día una madre bien trajeada que sacaba a su bebé en un elegante cochecito me pidió con voz quebrada y desesperada, pero educada y formalmente, que le diese de comer. Poco antes había dado toda mi calderilla a un mendigo sentado en una esquina que pedía "para vivir" con un cartón. A esto han llegado las cosas. Según las teorías de Vilfredo Pareto, que no tenía nada de paleto, toda comunidad de vecinos, todo país y toda sociedad se compone de un setenta por ciento de personas que se mueven sobre todo por emociones y son meros comparsas, un veinte por ciento de personas que se mueven sobre todo por razones, y que suelen encauzar a las demás, y un diez por ciento de personas que se mueven solo a patadas, palos y coces, y que constituyen una minoría delincuente. ¡Cuántos políticos fascistas y no fascistas se han servido de esta clasificación esencial! Según avizoran los sondeos, parecemos irremediablemente abocados a la paradoja de Arrow.

Según Kant no hay otra conducta moral que dar ejemplo; pues eso: ni ver la tele, ni ver fútbol, ni leer el hola, ni comer demasiado, ni fumar, ni criar culo en el sofá, ni dormir demasiado, ni leer artículos de soplapollas como un servidor, dar limosna a todo el mundo, aunque no se tenga suelto y trabajar para arreglar la sociedad. Pero Kant pertenecía a la quinta parte razonable de la sociedad y hoy en día sigue habiendo tomatinas en Buñol, blasfemas para el dios Hambre (no hay dios más antiguo que ese ni que más sacrificios haya recibido), colas en las hamburgueserías que hacen rebajas y congresos provinciales de memos como la Pandorga, cuyo origen, quién lo iba a decir, creo yo que es una remembranza de la famosa victoria del reyezuelo oretano Orisón sobre el famoso general cartaginés Amílcar, con su famosa estratagema de soltar toros con astas entorchadas para causar el incendio y el pánico en el campamento enemigo, hecho acaecido en La Mancha y que constituyó la única victoria que alcanzaron las tribus hispanas sobre los conquistadores púnicos en el siglo III antes de Cristo. Pero nada teníamos que hacer ante los terroríficos elefantes de Amílcar/Mérkel.

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