Estuve ordenando mis libracos, algo que me relaja, porque uno va repasando así los buenos momentos vividos en el interior de los volúmenes, les da la mano o se la pasa por el lomo; y además advierte cuánto queda por vivir, en el papel o fuera, en la bola del mundo; cada libro tiene atado un buen fajo de recuerdos.
Pero ya son demasiados y, si comento a alguno la fatiga que me endilgan y el espacio vital que me roba tanto ladrillo de hoja, la respuesta que suele volver, no poco incrédula o grosera, es: "¿Y te los has leído todos?" Es la frase del típico sansocarrasco manchegote, bachiller de un libro (por ejemplo, Don Quijote, o, en el caso del paleto estadounidense, la Biblia) o menos. Estudiar esta frase daría para disquisiciones muy cervantinas, incluso para un ensayo que ya escribí; es el caso que ya hay demasiados libros en el mundo y, como dice el Eclesiastés, "escribir libros es tarea mucha y sin fin". Este sinfín supera lo interminable de la historia interminable, pero el texto quiere decir (también) "sin propósito". Escribir usurpa una vida sin cometido con otra imaginaria a la que queremos dárselo y hasta puede reemplazarla, algo ni sano ni quijotesco y ni siquiera manriqueño, pues la vida eterna era para este prerrenacentista algo separado de lo humano y desprovisto de memoria, puesto que para Manrique existía una tercera vía o vida, la eternal. Eso si no se experimenta la siempre aciaga suerte de segundas partes, apócrifas o no, que no sé si serán malas, pero agotan y desfiguran que no veas. Yo mismo tendría que reescribir mi artículo por esto u (como dirían a fines del siglo XVIII) lo otro. Un tomellosero como Francisco García Pavón puede escribir para burlarse de los manchegos y, por tanto, de sí mismo, como el propio Cervantes, un libro como El jardín de las boinas (1980), pero el destinatario del ¿y te los has leído todos? debe recibir la contestación que su corto entendimiento reclama y pide: claro que no, so zote; un apilador de tomos y lomos es solo un ignorante prodigiosamente bien informado, el mártir de una curiosidad enfermiza y obsesiva que no ha renunciado a saber y los necesita para investigar y verificar. Es lo que se llama una biblioteca de consulta; para la sed común basta un diccionario o una enciclopedia de baratillo; pero los especialistas en inseguras ciencias humanas necesitamos algo más.
Como decía Unamuno, "el saber no ocupa lugar, sino tiempo, y mucho". El mismo rector de Salamanca, que acumuló una erudición no despreciable en varias lenguas, solo llegó a leerse dos mil libros a lo largo de su vida, eso sí, bien leídos y anotados, como cualquiera puede comprobar en su propia casa museo. Don Quijote, según cálculos del amigo Eisenberg (este sin hache), eminente cervantista que ha salido ya de la cárcel, como el propio alcalaíno, y trabaja ahora como coach of life, se leyó unos seiscientos, y aun le sobraron para perder la chaveta, como el propio Unamuno, y el manchego Fernando de Rojas tenía unos quinientos, entre ellos uno solo de su Celestina. Por demás, quienes nos dedicamos a la investigación solemos terminar librotauros de una casa de hojas o laberinto de celulosa, una "biblioteca de consulta".
En la república literaria no hay nadie tan vanidoso que se haya entretenido en contar los libros que ha leído desde la cartilla a la actualidad. Solo un torrero como Montaigne, al que sobraba tanto ocio como villas y criados, podría haber dedicado tiempo a tan estúpida tarea, y no lo hizo, lo cual demuestra que, a fin de cuentas, no era un gilipollas, o no tanto como esos profes obsesionados por las bibliografías de los que, cuando consultas sus referencias, te das cuenta de que la mitad se las han inventado y la otra mitad no dice lo que pone que dicen. De hecho es la única figura visible de lejos en la historia de la literatura francesa, y mi vituperio le viene solo por haberse nacido tan francés; el ombligo de los franceses debería ser tan profundo que les saliera por la espalda y les entrara por el pito, como el uróboro, pero sin boca. Como son el corazón de Europa, no precisamente el páncreas, como Chekia, se han hecho una cultura cacadémica de retales sin identidad (suponiendo que algo tan utópico exista, incluso en Cataluña), y no han tenido cumbres de la literatura universal, aunque sí algunos ochomiles: Rabelais, Diderot, Molière, Voltaire, Víctor Hugo, Balzac, Proust... Cualquiera puede añadir los que quiera à son avis; yo, por ejemplo, añadiría a Casanova, aunque italiano, por escribir en francés, como Beckett, al jodío Céline, tal vez, y quitaría a Molière, que encoge mucho con la traducción.
Y como ordenar los libros me relajaba hasta que empecé a tener demasiados, tuve que volverme inquisidor de anaqueles. A esto se le llama en bibloteconomía expurgo, a entresacar por razones de espacio los libros ya leídos, no pedidos ni seleccionados, los menos útiles y prescindibles, y donarlos o regalarlos para hacer sitio a los nuevos o sacar a tomar el aire a los que se esconden en segunda y tercera fila. El tópico clásico afirmaba que iban a hacer camisas a las caballas, esto es, que se usarían como papel de envolver. Ya llevo dos diezmas, pero la librería sigue creciendo como un monstruo pulposo y metastásico y tuve que comprarme una casa más grande para acogerlos, endeudándome hasta las pestañas con la estafoconomía de hoy. Debía uno ser usuario de su propia librería más que un sirviente de ella o un coleccionista que piensa ya en sus herederos más que en su propio gusto; mis nietos quizá la vendan, ya que mis hijos no quieren que la done a la Universidad o a la Biblioteca pública. Poca obra nueva entra ya en mi casa; solo compro por catálogos de Internet de usado o viejo, obras anteriores a 1900; el resto es accesible pirateado en Internet. Ya solo reemplazo, si merece la pena, las ediciones en rústica y letra mínima de mi juventud por versiones perdurables y resistentes en tapa dura y letra más legible, salvo aquellos volúmenes que conservan valor sentimental. Porque algunos libros en rama, comprados cuando uno carecía de emolumento digno, se deshacen entre las manos, se les rompe el espinazo o se les corre la tinta si les pasas el pulgar por la maldad de la impresión; así ocurre con las roñosas ediciones de la fenecida casa Bruguera, no en vano catacaña: su papel, salvo excepciones como los Cuentos de Voltaire, se amarilleaba quemado por el ácido de la lignina, volviéndose tan quebradizo y fungible como el papel de periódico; son las momias de la edición. El papel antiguo, de pasta de trapo, es mejor que el moderno, comido por la obsolescencia programada: dura quinientos años o más, aunque se lo coman los xilófagos y dejen esos enternecedores tunelillos en los márgenes de la mancha de impresión, posibles porque la manduca no está envenenada, como en los modernos. En ellos se aposenta la vida incluso literalmente: deja su huella. Pero hagan la prueba de masticar papel moderno: el ácido les hará echar los hígados. Algo semejante a lo que ocurre cuando masticas hoja de tabaco, lo que hacían los marineros para acostumbrarse al mareo y el estómago revuelto.
Además, los libros de viejo tienen su propio aroma; no es que sean flores, aunque a veces las contienen, como esa "violeta, monumento de una tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada" que aparece entre los sonetos de Borges ese autor al que hemos leído con avaricia y cuyos oxímoros (así se forma el plural en castellano de la palabra griega) tanto aprecia nuestro cultísimo José Rivero. Huele a queratina, la sustancia que forma la cola libraria y que se extrae de la pezuña de los animales y de algunas pieles. Junto a eso, tienen heridas, cosidos, manchas como la piel de las personas; es más, subrayados, notas, cartas, cuentas, recordatorios, facturas, hojas de calendario o de árbol, sellos, billetes de autobús o metro, recortes, dibujos, programas de cine, dedicatorias, poemas, fotografías, postales, moscas pilladas in fraganti, toda cosa que uno pueda esperar y más. Tantas como el Herodoto de El paciente inglés o podría retener la selección natural y mental del abate Faria en el castillo de If, porque los libros muy a menudo se usaban para ocultar o esconder culpas anónimas, incluso condones.
Yo ya solo compro libros de viejo, porque ya lo soy, aunque de mala gana en algunos aspectos. Me recorro los lugares dedicados a este particular comercio en la capital y la provincia, pero quienes los atienden no son profesionales, no saben tasar. Hay un francés de Nîmes al que a veces le dan cosas interesantes en Bethel, cerca de mi casa, y una anticuaria que ya no compra, porque no le merece la pena. También hay un almacén de caridad en las afueras que recibe libros de Toledo y al que a veces van algunos profes de universidad. También hay otro en el polígono de Larache, pero su dueño es coleccionista de prensa y por eso no cabe esperar sacar algo de allí; además hay que buscar en su trastienda, porque tasa tan alto que no vende. Si hay profesionales en Almagro y en Puertollano, para ya de contar. Uno sube la cuesta de Moyano hasta llegar al Cerbero del Retiro, que es la estatua de Baroja, gran bibliófilo especializado en temas de brujería, que dejó a su sobrino Julio toda su enorme biblioteca de Itzea. Tras ella aparece otra efigie, la del Ángel caído. Quizá hablaremos de este último algún día. Antes iba a las ferias del libro y de ocasión, pero como ya tengo casi todo lo que necesito me conformo con subir la calle Huertas, echando un ojo a la costanilla de los desamparados donde el ciudarrealeño Félix Mejía predijo que moriría, como así ocurrió; me repaso las dos últimas plantas de la FNAC, el sótano de la Casa del Libro y en casa me leo con pena de pobretón los catálogos que me mandan, recorro por internet los electrónicos de Vialibri, Marelibri, Uniliber, Iberlibro y qué se yo cuántos más, y, si no hallo nada, algo que he ahorrado.
Con los libreros hay que tener mucho cuidado; aunque también los hay generosos, ten especial precaución con los catalanes; cuando los conozcas, te harán una pregunta con trampa: ¿busca algún libro en especial? Si uno les da pistas sobre lo que colecciona (ya lo averiguarán más tarde, viendo tu lista de pedidos) aumentarán el precio sobre esos temas en los catálogos que les mandes.
Como decía Unamuno, "el saber no ocupa lugar, sino tiempo, y mucho". El mismo rector de Salamanca, que acumuló una erudición no despreciable en varias lenguas, solo llegó a leerse dos mil libros a lo largo de su vida, eso sí, bien leídos y anotados, como cualquiera puede comprobar en su propia casa museo. Don Quijote, según cálculos del amigo Eisenberg (este sin hache), eminente cervantista que ha salido ya de la cárcel, como el propio alcalaíno, y trabaja ahora como coach of life, se leyó unos seiscientos, y aun le sobraron para perder la chaveta, como el propio Unamuno, y el manchego Fernando de Rojas tenía unos quinientos, entre ellos uno solo de su Celestina. Por demás, quienes nos dedicamos a la investigación solemos terminar librotauros de una casa de hojas o laberinto de celulosa, una "biblioteca de consulta".
En la república literaria no hay nadie tan vanidoso que se haya entretenido en contar los libros que ha leído desde la cartilla a la actualidad. Solo un torrero como Montaigne, al que sobraba tanto ocio como villas y criados, podría haber dedicado tiempo a tan estúpida tarea, y no lo hizo, lo cual demuestra que, a fin de cuentas, no era un gilipollas, o no tanto como esos profes obsesionados por las bibliografías de los que, cuando consultas sus referencias, te das cuenta de que la mitad se las han inventado y la otra mitad no dice lo que pone que dicen. De hecho es la única figura visible de lejos en la historia de la literatura francesa, y mi vituperio le viene solo por haberse nacido tan francés; el ombligo de los franceses debería ser tan profundo que les saliera por la espalda y les entrara por el pito, como el uróboro, pero sin boca. Como son el corazón de Europa, no precisamente el páncreas, como Chekia, se han hecho una cultura cacadémica de retales sin identidad (suponiendo que algo tan utópico exista, incluso en Cataluña), y no han tenido cumbres de la literatura universal, aunque sí algunos ochomiles: Rabelais, Diderot, Molière, Voltaire, Víctor Hugo, Balzac, Proust... Cualquiera puede añadir los que quiera à son avis; yo, por ejemplo, añadiría a Casanova, aunque italiano, por escribir en francés, como Beckett, al jodío Céline, tal vez, y quitaría a Molière, que encoge mucho con la traducción.
Y como ordenar los libros me relajaba hasta que empecé a tener demasiados, tuve que volverme inquisidor de anaqueles. A esto se le llama en bibloteconomía expurgo, a entresacar por razones de espacio los libros ya leídos, no pedidos ni seleccionados, los menos útiles y prescindibles, y donarlos o regalarlos para hacer sitio a los nuevos o sacar a tomar el aire a los que se esconden en segunda y tercera fila. El tópico clásico afirmaba que iban a hacer camisas a las caballas, esto es, que se usarían como papel de envolver. Ya llevo dos diezmas, pero la librería sigue creciendo como un monstruo pulposo y metastásico y tuve que comprarme una casa más grande para acogerlos, endeudándome hasta las pestañas con la estafoconomía de hoy. Debía uno ser usuario de su propia librería más que un sirviente de ella o un coleccionista que piensa ya en sus herederos más que en su propio gusto; mis nietos quizá la vendan, ya que mis hijos no quieren que la done a la Universidad o a la Biblioteca pública. Poca obra nueva entra ya en mi casa; solo compro por catálogos de Internet de usado o viejo, obras anteriores a 1900; el resto es accesible pirateado en Internet. Ya solo reemplazo, si merece la pena, las ediciones en rústica y letra mínima de mi juventud por versiones perdurables y resistentes en tapa dura y letra más legible, salvo aquellos volúmenes que conservan valor sentimental. Porque algunos libros en rama, comprados cuando uno carecía de emolumento digno, se deshacen entre las manos, se les rompe el espinazo o se les corre la tinta si les pasas el pulgar por la maldad de la impresión; así ocurre con las roñosas ediciones de la fenecida casa Bruguera, no en vano catacaña: su papel, salvo excepciones como los Cuentos de Voltaire, se amarilleaba quemado por el ácido de la lignina, volviéndose tan quebradizo y fungible como el papel de periódico; son las momias de la edición. El papel antiguo, de pasta de trapo, es mejor que el moderno, comido por la obsolescencia programada: dura quinientos años o más, aunque se lo coman los xilófagos y dejen esos enternecedores tunelillos en los márgenes de la mancha de impresión, posibles porque la manduca no está envenenada, como en los modernos. En ellos se aposenta la vida incluso literalmente: deja su huella. Pero hagan la prueba de masticar papel moderno: el ácido les hará echar los hígados. Algo semejante a lo que ocurre cuando masticas hoja de tabaco, lo que hacían los marineros para acostumbrarse al mareo y el estómago revuelto.
Además, los libros de viejo tienen su propio aroma; no es que sean flores, aunque a veces las contienen, como esa "violeta, monumento de una tarde / sin duda inolvidable y ya olvidada" que aparece entre los sonetos de Borges ese autor al que hemos leído con avaricia y cuyos oxímoros (así se forma el plural en castellano de la palabra griega) tanto aprecia nuestro cultísimo José Rivero. Huele a queratina, la sustancia que forma la cola libraria y que se extrae de la pezuña de los animales y de algunas pieles. Junto a eso, tienen heridas, cosidos, manchas como la piel de las personas; es más, subrayados, notas, cartas, cuentas, recordatorios, facturas, hojas de calendario o de árbol, sellos, billetes de autobús o metro, recortes, dibujos, programas de cine, dedicatorias, poemas, fotografías, postales, moscas pilladas in fraganti, toda cosa que uno pueda esperar y más. Tantas como el Herodoto de El paciente inglés o podría retener la selección natural y mental del abate Faria en el castillo de If, porque los libros muy a menudo se usaban para ocultar o esconder culpas anónimas, incluso condones.
Yo ya solo compro libros de viejo, porque ya lo soy, aunque de mala gana en algunos aspectos. Me recorro los lugares dedicados a este particular comercio en la capital y la provincia, pero quienes los atienden no son profesionales, no saben tasar. Hay un francés de Nîmes al que a veces le dan cosas interesantes en Bethel, cerca de mi casa, y una anticuaria que ya no compra, porque no le merece la pena. También hay un almacén de caridad en las afueras que recibe libros de Toledo y al que a veces van algunos profes de universidad. También hay otro en el polígono de Larache, pero su dueño es coleccionista de prensa y por eso no cabe esperar sacar algo de allí; además hay que buscar en su trastienda, porque tasa tan alto que no vende. Si hay profesionales en Almagro y en Puertollano, para ya de contar. Uno sube la cuesta de Moyano hasta llegar al Cerbero del Retiro, que es la estatua de Baroja, gran bibliófilo especializado en temas de brujería, que dejó a su sobrino Julio toda su enorme biblioteca de Itzea. Tras ella aparece otra efigie, la del Ángel caído. Quizá hablaremos de este último algún día. Antes iba a las ferias del libro y de ocasión, pero como ya tengo casi todo lo que necesito me conformo con subir la calle Huertas, echando un ojo a la costanilla de los desamparados donde el ciudarrealeño Félix Mejía predijo que moriría, como así ocurrió; me repaso las dos últimas plantas de la FNAC, el sótano de la Casa del Libro y en casa me leo con pena de pobretón los catálogos que me mandan, recorro por internet los electrónicos de Vialibri, Marelibri, Uniliber, Iberlibro y qué se yo cuántos más, y, si no hallo nada, algo que he ahorrado.
Con los libreros hay que tener mucho cuidado; aunque también los hay generosos, ten especial precaución con los catalanes; cuando los conozcas, te harán una pregunta con trampa: ¿busca algún libro en especial? Si uno les da pistas sobre lo que colecciona (ya lo averiguarán más tarde, viendo tu lista de pedidos) aumentarán el precio sobre esos temas en los catálogos que les mandes.
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