Si, yo también me considero ciudadano del mundo. Pero cuando afirmo eso ante los aduaneros, me miran como a una cucaracha. No me queda otra que enseñarles el pasaporte y lo escrutan como si buscasen a un prófugo universal. Me siento Gregorio Samsa o el capitán Nemo. Me gustaría cambiar de pasaporte en cada viaje, como un viejo anarquista que conocí en Barcelona, Liberto, que tuvo otros cuarenta nombres. Esta temporada quisiera un pasaporte kurdo. No existe, pero existen los kurdos. Kurdos de Iraq, kurdos de Siria, kurdos de Irán, kurdos de Turquía. Entre otras cosas, ser kurdo significa que te den palizas históricas por los cuatro costados. Eso si que es una identidad. Machacados, gaseados, siguen hablando su lengua aunque se la corten. Ahora resisten en Kobanë, dan un ejemplo al planeta, a la geo-estupidez de las grandes potencias. Sorprende ver mujeres jóvenes en primera línea, un país invisible y cívico, frenando ese siniestro depredador, el Estado Islámico, sospechosamente cebado y armado. Así que cada día soy más kurdo. No pertenezco a la ONU: 193 países. Se calcula que el alma, ese pasaporte milenario, pesa 21 gramos. Cuando alguien muere y el alma zafa por el tejado, ese es el peso que pierde el cuerpo según una báscula de Ohio. Por lo tanto, un humano, pongamos 70 kilos, puede albergar 333 almas. Sin permiso de la ONU, albergo un alma kurda. En la infancia, enfermo, me regalaron un primer libro: El último mohicano. Fui Uncas, el mohicano. Fui armenio con Saroyan. Judío, con Primo Levi. De Chile, con Violeta. Haitiano, con Jacques Roumain. Mi hermana mayor, siempre por delante, iba trayendo esas almas, esos pasaportes. Y la casa se llenaba de gente. Esta temporada también me siento aprendiz de maestro mexicano. Pero no sé ni lo que peso. Qué horror.
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