Se dice que fue Unamuno el primero que vio en la envidia el defecto nacional de los españoles y en el cainismo la raíz moral de los males del país. Félix Mejía era un poco más objetivo y habló llanamente de injusticia. No hablaré de otros reyes extranjeros que salieron o muertos o por piernas de aquí, como Felipe I y José I, que en el palote tienen puesto lo poco que pudieron hacer. Copio de un artículo de hoy en Abc este pasaje significativo sobre Amadeo I, alguien que ya tenía la opinión de Unamuno, pero informada desde lo alto:
[...] Mientras Amadeo desembarcaba en Cartagena, procedente de Italia, para ser proclamado Rey, en Madrid moría su principal valedor, el general Prim, como consecuencia de las heridas sufridas tres días antes en un atentado. Lo primero que hizo fue visitar la Basílica de Nuestra Señora de Atocha para rezar ante los restos mortales de Prim y, desde allí, se trasladó a las Cortes para prestar juramento en una de las ceremonias de proclamación más tristes de la historia.
El Reinado de Amadeo empezó ese 2 de enero de 1871, aunque los libros empiezan a contar desde el 16 de noviembre de 1870, cuando se le votó en la Cortes. Cada vez más solo y sin apoyos en aquella España desgarrada por «las sangrientas y estériles luchas», Amadeo presentó el 11 de febrero de 1873 su renuncia a «gobernar un país tan hondamente perturbado». Lo hizo a través de una carta dirigida a la Nación en la que se quejaba amargamente de los enfrentamientos de los partidos políticos y de las manifiestaciones tan opuestas de la opinión pública. «Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles».
Me parece conveniente que todo el mundo conozca el texto completo de la carta, casi nunca expuesta a la opinión pública. Es un documento sagrado que atestigua nuestro fracaso como nación:
Grande fue la honra que merecí a la nación española digiéndome para ocupar un trono, honra tanto más por mí apreciada cuanto que se me ofrecía rodeada de las dificultades y peligros que llevaba consigo la empresa de gobernar un país hondamente perturbado.
Alentado, sin embargo, por la resolución propia de mi raza que antes busca que esquiva el peligro; decidido a inspirarme únicamente en el bien del país y a colocarme por cima de todos los partidos; resuelto a cumplir religiosamente el juramento por mí prestado ante las Cortes Constituyentes, y pronto a hacer todo linaje de sacrificios por dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le dan derecho, creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar sería sufrida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa ayuda para conjugar los peligros y vencer las dificultades, que no se ocultaban a mi vista; en las simpatías de todos los españoles amantes de su patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas.
Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos largos años hace que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos, pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetran los males de la nación, son españoles, todos invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.
Lo he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla. Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No había peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para el bien de los españoles, ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta como yo el vivo deseo de que en su día se indulte a los autores de aquel atentado. Pero tengo hoy la firmísima convicción que serían estériles mis esfuerzos e irremediables mis propósitos.
Estas son, señores diputados, las razones que me mueven a devolver a la nación, y en su nombre a vosotros, la Corona que me ofreció el voto nacional, haciendo renuncia de ella por mí, por mis hijos y sucesores.
Estad seguros de que, al desprenderme de la Corona, no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle que mi leal corazón para ella apetecía.
Amadeo de Saboya. 11 de Febrero de 1873.
Los napolitanos decían que los Borbones "no aprenden y no olvidan nunca". Y nunca se verá a un Borbón renunciar a mandar, algo tan noble que solo lo podría hacer un noble de veras como un Saboya; no va con sus genes; los Borbones siempre han sido unos cobardes que se han alejando cuanto han podido de los campos de batalla y se han acercado, por el contrario, con mucho gusto a las bailaoras, sean flamencas o como Bárbara Rey o un par de Palomas, una de ellas San Basilio. A Juan Carlos le atribuyen amoríos con "La Chunga", según se dice, o con Sandra Mazarowski, aquella jovencísima y prometedora actriz que quedó embarazada soltera y como no quería abortar de repente "se cayó" por una ventana de su casa; si hay alguien que lo entienda, que lo diga, que yo no. Por no hablar de cosillas por el estilo... que un reportaje de la televisión francesa nunca emitido aquí ha dicho. Ahora le buscan una paternidad... paternal sí lo es, claro está; tiene rentas fuera de España para mantener a todos sus hijos atribuidos, nietos incluidos, que ya es decir; lo malo es que, siendo tan tacaño como es, tendremos que pagarlas nosotros.
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