Martin Gayford publica una ambiciosa biografía del artista más grande de la Historia 450 años después de su muerte. «Ha habido muchos reyes, pero un solo Miguel Ángel». Llevaba razón Aretino, uno de los grandes intelectuales del Renacimiento. Buonarroti dio buena cuenta, a lo largo de 89 años, de por qué fue bautizado como «el Divino». No por su fe inquebrantable, que la tuvo, sino por los prodigios que salieron de su privilegiada mente y sus virtuosas manos. Sin embargo, tras esa divinidad se esconde un hombre de carne y hueso, con su grandeza, pero también con sus miserias. Es el retrato que esboza Martin Gayford –responsable europeo de la crítica de arte de Bloomberg y autor de libros como «Constable in Love» y «The Yellow House»– en «Miguel Ángel. Una vida épica» (Taurus), tildada como la biografía definitiva del genio italiano, de quien se acaba de conmemorar el 450 aniversario de su muerte.
«El conocimiento de una personalidad tan importante y estudiada tan intensamente como la suya tiende a crecer como un arrecife de coral –subraya el autor en conversación vía mail con ABC–, pero ha aparecido nueva información en las últimas décadas, por ejemplo sobre detalles de su cuenta bancaria. Mi libro propone nuevas teorías sobre su familia, su nodriza, su relación con Leonardo y Rafael, sus conexiones con Savonarola, sus sentimientos por sus asistentes...» Gayford ha llevado a cabo una investigación rigurosa, buceando en su abundante correspondencia y sus tres centenares de poemas. Cual Dorian Gray, no sale Miguel Ángel muy bien parado en su retrato: asocial, arisco, violento, sobrio (siempre vestía de negro), impetuoso, furioso, huraño, irascible, tosco, burdo, solitario, avaro, usurero, codicioso, con un gran ego, arrogante, capaz de enfadar a los siete Papas con los que, con mayor o menor fortuna, trabajó. «¿Cuándo terminará la Capilla Sixtina?», le preguntó Julio II. «Cuando pueda», le respondió. Genio y figura. «He querido abordar a Miguel Ángel como un ser humano extremadamente complejo. En el pasado, sobre todo en las biografías románticas, se le trataba como una especie de superhombre. Fue un hombre difícil, neurótico, irritable y hasta deshonesto, pero también podía ser generoso, tierno y valiente». Todas estas aristas aparecen reflejadas en las 700 páginas del libro. Gayford le quita el halo de santidad y lo baja a la tierra.
Esta biografía relata la angustia de un hombre atormentado por la ansiedad, agotado por el estrés de tantos encargos, cada vez más faraónicos, muchos de los cuales nunca llegó a terminar. Su ambición no tenía límites: quería esculpir una montaña con forma de coloso. El autor lo retrata como un maniaco del control: tenía que supervisar hasta el más mínimo detalle todo el proceso creativo y no sabía delegar. Ello le pasó factura. Pese a tener en su haber logros milagrosos como «La Piedad», el «David», los frescos del techo de la Capilla Sixtina o «El Juicio Final», no faltaron proyectos que supusieron para él mucho desgaste y, en cierta medida, un fracaso. Fue el caso de la tumba de Julio II (una tarea inconmensurable en la que estuvo enfrascado más de 40 años y completó solo parcialmente, aunque incluyendo, eso sí, el soberbio «Moisés») y la cúpula de San Pedro del Vaticano (no sobrevivió como él la concibió).
Tuvo una vida de novela: peleas y pleitos familiares, intrigas papales y palaciegas, envidias entre colegas, que llegaban a espiarse para robar sus ideas; engaños a los mecenas (estafó a un cardenal envejeciendo un «Cupido» para venderlo como una antigüedad)... Fueron tantos sus enemigos como sus admiradores y fue considerado traidor en Florencia, donde llegó a ser fue gobernador y procurador general de las fortificaciones de la ciudad. Tuvo que huir y exiliarse. No se casó ni tuvo hijos. Su madre murió cuando él tenía 6 años y solo hubo una mujer importante en su vida, la poeta Vittoria Colonna, con quien mantuvo una relación intelectual y espiritual.
Vivió en un mundo de hombres, junto a su padre, hermanos, sobrinos, ayudantes, mecenas, colegas... Sobre su supuesta homosexualidad, el autor no confirma ni desmiente, pero, «si se lee entre líneas, advierte, hallamos relaciones especiales con sus ayudantes». Hombre muy piadoso, se ha especulado con un celibato autoimpuesto como penitencia por sus «deseos pecaminosos». Al parecer, sus relaciones con otros hombres fueron meramente platónicas. La sodomía, aunque prohibida y penada, era habitual en la Florencia renacentista. El amor de su vida fue el aristócrata romano Tommaso de Cavalieri, 40 años más joven que él, a quien regalaba poemas y dibujos, y por el que sentía devoción.
No faltan curiosidades a lo largo de esta amena biografía. Como su macabra afición a desollar cadáveres y diseccionarlos, lo cual, según el autor, «le proporcionaba el mayor de los placeres». «Suena horrible, sobre todo si pensamos en las condiciones del XVI, sin refrigeración –explica Gayford–. Pero Miguel Ángel pensó que era la mejor forma de obtener información sobre el cuerpo humano para pintar los huesos, músculos y tendones de sus poderosas anatomías. Leonardo también hizo disecciones de cadáveres, incluso más obsesivamente que él». Otra curiosa costumbre: quemaba sus dibujos. Sospechaba que otros artistas le robaban sus ideas. Dijo de Rafael:«Todo lo que sabe de arte lo aprendió de mí». En un ataque de furia y frustración, la emprendió a mazazos con la «Piedad Rondanini». Vivía de forma muy austera, pero, tras su muerte, se halló en un baúl una fortuna para la época: 8.269 ducados y monedas de plata.
Fue tal el control que tenía de su imagen –hoy tan habitual en los artistas– que encargó a su ayudante Condivi que revisase, bajo su supervisión, su biografía escrita por Vasari. «Ningún artista antes –posiblemente solo con la excepción de Picasso– había alcanzado tal grado de fama y respeto a una edad tan joven. Antes de los 30 había esculpido “La Piedad” y a los 31 el Gobierno florentino le calificaba como el artista más grande de Italia y quizás del mundo. Vasari lo presentaba como un santo, un salvador enviado del cielo para rescatar a las artes de su imperfección». Llegó a tener dos entierros y dos funerales. Primero, en Roma. Después, su cuerpo fue sacado de la ciudad por mercaderes de contrabando, escondido en una bala de heno. Lo llevaron hasta Florencia. Una procesión escoltó sus restos hasta la Santa Croce. Cuentan que un mes después de su muerte su cuerpo seguía incorrupto.
Caprichos del destino, tres de los mayores genios de la Historia del Arte coincidieron en el tiempo y el espacio. Leonardo y Miguel Ángel mantuvieron, según Gayford, «la mayor batalla de egos en la Historia del Arte». Leonardo era afable, buen conversador, sofisticado, elegante, intelectual, le gustaba la ciencia y la música. Todo lo opuesto a Miguel Ángel. Discutieron sobre si reinaba la pintura o la escultura, compitieron por algún encargo (la batalla de Cascina contra la de Anghiari)... Leonardo criticó el «David» por desproporcionado e indecoroso y se burlaba de sus excesivas anatomía:«¡Oh, pintor anatómico! Ten cuidado, no vaya a ser la insinuación demasiado fuerte de los huesos, tendones y músculos lo que torne rígida a tu pintura». Pero, según Gayford, Miguel Ángel retomó ideas y técnicas de Leonardo y, tras 1504, fue al revés.
Con Rafael tampoco fue mejor la relación. «Fue una amenaza para él. Le pisaba los talones –advierte el autor–. Los dos fueron precoces, superdotados, ambiciosos. El arte de Rafael era maestría y elegancia; el de Miguel Ángel, pasión y heroicidad». Crearon dos maravillas a escasos metros: el primero, las Estancias Vaticanas; el segundo, la Capilla Sixtina. Miguel Ángel sostenía que un día Rafael se coló en ella y pudo copiarle sus ideas. ¿El mayor logro de Miguel Ángel? «Gracias a su ejemplo y su ambición sin límites transformó la noción de lo que puede llegar a ser un artista». Él rozó el cielo y es inmortal.
«Miguel Ángel. Una vida épica», de Martin Gayford. Taurus. 700 páginas. 26 euros.
No faltan curiosidades a lo largo de esta amena biografía. Como su macabra afición a desollar cadáveres y diseccionarlos, lo cual, según el autor, «le proporcionaba el mayor de los placeres». «Suena horrible, sobre todo si pensamos en las condiciones del XVI, sin refrigeración –explica Gayford–. Pero Miguel Ángel pensó que era la mejor forma de obtener información sobre el cuerpo humano para pintar los huesos, músculos y tendones de sus poderosas anatomías. Leonardo también hizo disecciones de cadáveres, incluso más obsesivamente que él». Otra curiosa costumbre: quemaba sus dibujos. Sospechaba que otros artistas le robaban sus ideas. Dijo de Rafael:«Todo lo que sabe de arte lo aprendió de mí». En un ataque de furia y frustración, la emprendió a mazazos con la «Piedad Rondanini». Vivía de forma muy austera, pero, tras su muerte, se halló en un baúl una fortuna para la época: 8.269 ducados y monedas de plata.
Fue tal el control que tenía de su imagen –hoy tan habitual en los artistas– que encargó a su ayudante Condivi que revisase, bajo su supervisión, su biografía escrita por Vasari. «Ningún artista antes –posiblemente solo con la excepción de Picasso– había alcanzado tal grado de fama y respeto a una edad tan joven. Antes de los 30 había esculpido “La Piedad” y a los 31 el Gobierno florentino le calificaba como el artista más grande de Italia y quizás del mundo. Vasari lo presentaba como un santo, un salvador enviado del cielo para rescatar a las artes de su imperfección». Llegó a tener dos entierros y dos funerales. Primero, en Roma. Después, su cuerpo fue sacado de la ciudad por mercaderes de contrabando, escondido en una bala de heno. Lo llevaron hasta Florencia. Una procesión escoltó sus restos hasta la Santa Croce. Cuentan que un mes después de su muerte su cuerpo seguía incorrupto.
Caprichos del destino, tres de los mayores genios de la Historia del Arte coincidieron en el tiempo y el espacio. Leonardo y Miguel Ángel mantuvieron, según Gayford, «la mayor batalla de egos en la Historia del Arte». Leonardo era afable, buen conversador, sofisticado, elegante, intelectual, le gustaba la ciencia y la música. Todo lo opuesto a Miguel Ángel. Discutieron sobre si reinaba la pintura o la escultura, compitieron por algún encargo (la batalla de Cascina contra la de Anghiari)... Leonardo criticó el «David» por desproporcionado e indecoroso y se burlaba de sus excesivas anatomía:«¡Oh, pintor anatómico! Ten cuidado, no vaya a ser la insinuación demasiado fuerte de los huesos, tendones y músculos lo que torne rígida a tu pintura». Pero, según Gayford, Miguel Ángel retomó ideas y técnicas de Leonardo y, tras 1504, fue al revés.
Con Rafael tampoco fue mejor la relación. «Fue una amenaza para él. Le pisaba los talones –advierte el autor–. Los dos fueron precoces, superdotados, ambiciosos. El arte de Rafael era maestría y elegancia; el de Miguel Ángel, pasión y heroicidad». Crearon dos maravillas a escasos metros: el primero, las Estancias Vaticanas; el segundo, la Capilla Sixtina. Miguel Ángel sostenía que un día Rafael se coló en ella y pudo copiarle sus ideas. ¿El mayor logro de Miguel Ángel? «Gracias a su ejemplo y su ambición sin límites transformó la noción de lo que puede llegar a ser un artista». Él rozó el cielo y es inmortal.
«Miguel Ángel. Una vida épica», de Martin Gayford. Taurus. 700 páginas. 26 euros.
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