Entre un momento y el siguiente hay un terrible punto de indistinción; un abismo que resiste al cálculo, como quiere Bécquer. A los griegos les aterrorizaba su irracionalidad. Porque del hecho se sigue que es imposible conocer todos los aspectos, todo el sentido de la existencia. El principio de indeterminación no hizo sino confirmarlo a comienzos del siglo XX: somos imprecisos e inciertos más allá de toda duda, valga la paradoja. Resulta que hay un enigma que es imposible descifrar: el enigma de por qué hay enigmas. Los hay porque está fuera de nuestra capacidad resolverlos y, con ello, resolver el enigma de nuestra propia existencia. Somos un mero deseo que no encuentra cumplimiento; el deseo todo lo aleja y hace inalcanzable: mayor que el amor es el deseo de amor, mayor que la vida es el deseo de vivir. De repente todo queda entre paréntesis, sometido a una interdicción fenomenológica y descubrimos que esa reducción deja lo esencial fuera mismo de la pregunta, que la pregunta es errónea. El terremoto de la insuficiencia humana, de su inválido papel en la existencia abre unas grietas enormes entre los números primos, certificando que el desorden es el elemento más abundante del universo y que, además, crece, inflado por el paso del tiempo y el segundo principio de la termodinámica, la entropía. La perfección en que quieren creer las religiones, las ideologías, las utopías, el amor mismo, desfallece, enflaquece y se trasforma en mera necedad; las líneas rectas se alejan, se pierden, se vuelven borrosas e indefinidas y terminan por no dibujar nada; todo es más complejo de lo que podemos pensar e incluso de lo que podemos sospechar y nuestra ignorancia se vuelve una carga tan insufrible como la vida misma. En ese vacío inicuo, infame, incluso el mejor científico se vuelve solo un ignorante prodigiosamente bien informado; cuanto más sabe, más ignora y mayores fórmulas, instrumentos y ayudantes necesita para saber.
Y lo único que hemos llegado a saber es que nunca podremos saber sino solo una minúscula parte de lo real. Nuestra visión de la realidad es incompleta, parcial: la materia y la energía que hacen la vida visible son solo un porcentaje ínfimo del todo; hay otra materia y energía oscuras que abundan más y por tanto son más reales y existentes que nosotros mismos, quienes solo podemos percibir un exiguo porcentaje de sus efectos y a escala gigantesca, macroscópica; pues esa macrorrealidad incluso se permite el lujo de ignorarnos y apenas interactúa con nosotros, meros fantasmas de partículas tan impalpables como los neutrinos. El universo es solo el universo observable. Y para la verdadera realidad solo somos eso, fantasmas escritos sobre la superficie del mundo, un haz de informaciones que la muerte dispersará como una pompa en el océano de espuma cuántica; ya lo afirmaba el Budismo y lo han certificado la ciencia y la filosofía.
En esta desolación solo nos tenemos unos a otros y por ello hemos podido rebajar como especie el volumen de nuestra ignorancia; incluso nuestra relación permite compartir o ampliar la información formando parejas, familias, grupos, sociedades, naciones, culturas; pero, aunque creemos que podemos producir o destruir la información que nos hace, en realidad solo podemos aumentarla o reducirla en una escasísima escala. La cada vez más alta marea de datos que es el ciberespacio es engañosa; solo una parte mínima es cierta y aunque podemos enviar nuestra poco esencial información al futuro con el arte, la ciencia o el amor, ahí se acaba todo; la maraña disolverá nuestro estúpido ego hasta hacerlo irreconocible y fundirlo con la materia caótica a niveles incomprensibles.
Aunque nos hagamos una idea o simulación de la realidad grande que nos margina o contiene como la forma contiene a la materia, el destino que espera a nuestro pobre ego y a la pobre imagen que ofrecen por ejemplo estas palabras es el de tal fusión con el desorden: seremos reducidos todo lo más a un recuerdo, una sombra, un sueño incierto en mitad de la noche, la silueta recortada en una fotografía amarillenta, incolora, arrugada; a un fotograma en movimiento o a las palabras malinterpretadas y confusas que forman el personaje de un libro o un drama de marionetas que penden torpemente de los cordajes de arterias del corazón movido por el sentimiento o de los nervios que mueve el cerebro; ni siquiera podemos esperar que los elementos que nos forman reconfiguren un Heráclito en el río o un Leopardi que mire al infinito. La vanidad más insolente terminará por ser tan ridícula como todo lo demás y solo seremos nada de nada, como en la famosa canción de Cecilia, esa Cecilia que, sin embargo, todavía recordamos.
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