He leído muchísimas novelas policiacas. Desde mi misma adolescencia, en que empecé por todas las novelas y relatos de Conan Doyle a la inverosímil edad de doce o trece años. Luego vinieron todos los clásicos del género de Inglaterra, Estados Unidos y Europa uno por uno. Puede decirse incluso que soy un experto o friki en el género (y en otros que también me apasionaron entonces: la ficción científica, la novela gótica, los clásicos), hasta que los abandoné por lo que ahora más me interesa: la poesía, el ensayo, el teatro, la autobiografía. La narrativa me cansa: tiene que ser muy buena o estar muy bien escrita para que no se me caiga de las manos; voy buscando belleza, ideas o sinceridad, y estas cosas se dan muy poco en ese género. Para quien piensa que cada día es el último, como es mi caso y el de otros, perder el tiempo no tiene excusa. Quizá por ello odio tanto a los pelmazos.
Y quizá por ello me ha extrañado ponerme a escribir una novela policiaca en estas cortas vacaciones de Semana Santa.
Qué friki, diréis. Sí. Siempre tuve en la cabeza diversos proyectos novelísticos, apenas indiscernibles de otros sistemas delirantes más íntimos, pero nunca acababan de cuajar. Me sentaba, escribía el principio y no terminaban de arrancar. Ahora es diferente.
Que fuera el primer proyecto de novela que tuve ha facilitado el parto. Toda esa anticipación ha tenido que estar trabajando en mi subsconsciente. Solo necesité un viaje al lugar de mi adolescencia, Puertollano, el lunes, y de repente el proyecto eclosionó sin qué ni para qué. Ya tengo veinte hojas.
Me suele ocurrir cuando abandono las rutinas y viajo fuera de mi casa y contexto: se me hincha la literatura y no puedo parar de escribir.
Que fuera el primer proyecto de novela que tuve ha facilitado el parto. Toda esa anticipación ha tenido que estar trabajando en mi subsconsciente. Solo necesité un viaje al lugar de mi adolescencia, Puertollano, el lunes, y de repente el proyecto eclosionó sin qué ni para qué. Ya tengo veinte hojas.
Me suele ocurrir cuando abandono las rutinas y viajo fuera de mi casa y contexto: se me hincha la literatura y no puedo parar de escribir.
Cuando sabes hacia dónde te encaminas es muy fácil. Tienes el argumento, los personajes, el concepto, el estilo, la estructura, los detalles, los ambientes... A treinta líneas de diez palabras al día, más el tiempo necesario de pulimento para lo ya escrito, calculas incluso la fecha en que acabarás. No creí que me resultara tan cómodo. Ni que se me dieran tan bien los diálogos. Escribir es una alienación: parece que es otro el que redacta y no yo. Incluso me resulta fácil aconsejarle a ese empleado hacer algunos cambios sobre la marcha que unas veces acepta y otras no. Creo que esta especie de desdoblamiento se debe al enorme desprecio que siento por el lenguaje y las estupìdeces que nos rodean. Sin ese desprecio me sería imposible escribir, porque no tomaría la suficiente distancia del mundo y de la realidad como para poder crear una paralela e intermedia.
Y esa realidad paralela ya está ahí: la estoy sacando de la otra y de mí mismo.
No sé qué haré con esta novela y la gente que tiene dentro, a la que puedo oír, ver y sentir dentro de mi cabeza.
Trata sobre un crimen cometido en Puertollano. No me preguntéis por su argumento: solo sé cómo acaba, la dirección que deben tomar las cosas. Las plantas dan flores, yo doy escritos. Y no le podemos preguntar a una planta por qué hace lo que hace. A mí tampoco me lo pueden preguntar. Si tuviera que responder, diría que me siento como Trigorin y Treplyov, los dos escritores que aparecen retratados en La gaviota de Chéjov; unas veces me siento el primero y otras veces el segundo. Y no sé si es bueno o es malo. Las dos cosas, tal vez.
Trata sobre un crimen cometido en Puertollano. No me preguntéis por su argumento: solo sé cómo acaba, la dirección que deben tomar las cosas. Las plantas dan flores, yo doy escritos. Y no le podemos preguntar a una planta por qué hace lo que hace. A mí tampoco me lo pueden preguntar. Si tuviera que responder, diría que me siento como Trigorin y Treplyov, los dos escritores que aparecen retratados en La gaviota de Chéjov; unas veces me siento el primero y otras veces el segundo. Y no sé si es bueno o es malo. Las dos cosas, tal vez.
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