jueves, 27 de agosto de 2015

Superdotación intelectual y fracaso individual y colectivo

Una de las cosas más lamentables de la enseñanza en España es cómo se permite malgastar el talento de sus individuos más válidos. De los superdotados que conozco, hay cuatro que lo ejemplifican. Dos están en el paro porque no podían soportar el aburrimiento que les provocaban las clases y fueron incapaces de domeñar su ingénita indisciplina, otro trabaja en un supermercado como minusmileurista (ochocientos euros al mes) y otro todavía continúa escaqueándose de sus padres engañándoles diciéndoles que lo tiene todo aprobado (y ya lo ha hecho tres veces en tres carreras distintas, que empieza pero no acaba); es de esos que son como los olivos, que solo a palos dan fruto. No muy diferente es el caso de otros superdotados, a los que la lengua común denomina con el nombre de "listillos", y que consumen su excesiva inteligencia en consolidar su egoísmo a costa del bien que podrían hacer por los demás, de cuyos males, provocados más o menos indirectamente por ellos, no quieren saber nada, aislados tras costosos sistemas de seguridad, cámaras de vigilancia, leyes "ad hoc" y matones contratados. 

La inteligencia no basta para validar a un individuo haciéndolo productivo para la sociedad. Todos los estudios que se han hecho sobre este tema concluyen que solo la voluntad, y una serie de virtudes asociadas a ella como el sacrificio, el esfuerzo, la pasión y la motivación, es lo que hace terminar unos estudios conduciendo al individuo hacia el lugar que debe ocupar en la vida y en la sociedad, y lo que es más importante, hasta su propia felicidad. La inteligencia es lo más inconstante y cobarde que hay sobre la faz de la tierra; siempre pretende escaquearse y, por el contrario, la voluntad que se pone un objetivo y está dispuesto a echar toda la carne en el asador y todo el tiempo que haga falta, siempre consigue su objetivo. El famoso experimento de los caramelos lo confirma y mi propia experiencia también.

Pero ese paradigma no siempre se cumple en una sociedad corrupta e injusta, cuyo nihilismo admira el éxito y no la honestidad y facilita las conductas cobardes y egoístas del primer tipo al no recompensar nunca ni la voluntad, ni la honradez, ni la solidaridad. Tras pasarse treinta años luchando por estas cosas a una persona ya no le basta haber conseguido lo que quería; ha agotado su pasión y su motivación en esa lucha y consumido su capacidad de sacrificio; necesita otros incentivos, de esos que observa se dan gratis a los que carecen de méritos (que significa merecimientos). 

Hace falta reconocer la perversidad y el perenne desprecio de la justicia; más o menos "el insulto del opresor, la tardanza de la justicia y los agravios que sufre el mérito paciente" según Shakespeare un poco más abajo de su "ser o no ser". La injusticia o el desprecio hacia los que han pasado toda su vida luchando por el bien común debía ser considerada como un crimen contra toda la humanidad, y eso es lo que consiguen hombres humildes pero trabajadores que al final de su trayectoria consiguen pensiones de miseria y dejan a sus hijos parados sin apoyo y personajillos que roban de las huchas o bancos de sus padres o viven de ellos sin plantearse jamás la existencia de un futuro, porque para ellos nunca lo hubo o no se lo dejaron o no pudieron siquiera pelear por conseguirlo.

En la cultura de la comunicación colectiva por móvil, que lleva ya la red a todas partes, tiene mucho sentido lo que ha escrito Jorge Zepeda Patterson:

"Hay algo de Berlusconi en Trump. Muchos los desprecian, pero muchos más quisieran ser como ellos; hombres de éxito conspicuo que siempre parecen salirse con la suya. Nadie alaba su moralidad, pero al final terminan siendo más populares que los justos y correctos. Es el éxito y no la honestidad lo que nutre la admiración de la arena pública hoy en día. Visto así, no es de extrañar que Trump encabece las encuestas de popularidad entre los precandidatos republicanos a la presidencia".

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