JULIO LLAMAZARES
I
Julio Llamazares, "La partida", en El País, 1 de agosto de 2015:
El camino comienza en la cripta del convento madrileño de las Trinitarias
La del alba sería cuando el viajero salió de su casa…
Si no fuera una obviedad, este relato comenzaría así, remedando una de las frases más célebres del libro que le hará de guía, que no es otro que la más grande novela que, junto con la Ilíada y la Odisea y alguna otra que el lector quiera añadir de su parte, se ha escrito en la historia del mundo, la de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de don Miguel de Cervantes Saavedra. Como a Azorín le ocurriera hace más de un siglo, al que escribe le llamaron del periódico (a él de EL PAÍS, a Azorín de El Imparcial) y le propusieron hacer el viaje de don Quijote para celebrar los cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de sus aventuras (a Azorín el encargo se lo hicieron para conmemorar los trescientos de la primera parte, que se cumplieron en 1905), así que lo comienza, como debe ser, encomendándose a los dos autores: a Cervantes por razones evidentes y a Azorín porque su recorrido será el que haga en primer lugar antes de dilatarlo por su cuenta al resto de los territorios que don Quijote también recorrió y que el escritor del 98 declinó imitar ante la precariedad de los medios de locomoción entonces: aparte del tren que le trasladó a La Mancha, el resto de su viaje lo hizo en un carro acompañado por un lugareño. El título de este primer capítulo: La partida, el mismo con que Azorín comienza su narración, es un homenaje a él y a su célebre viaje por La Mancha de hace cien años.
Antes de empezar el suyo, el que escribe se dirige, sin embargo, antes de dejar Madrid, a los lugares que en la ciudad conservan la memoria de Cervantes para encomendarse a él, siquiera sea con la imaginación. Falta le hará, como a los que en estos días remueven los huesos de las sepulturas de la cripta de las Trinitarias, el convento en el que el autor de El Quijote reposa (el año que viene hará cuatrocientos años) intentando diferenciar los suyos de los de otros difuntos. Ardua tarea a la que se enfrentan empujados por intereses políticos más que culturales y que tiene al barrio de las Letras, el cantón madrileño así conocido por haber vivido en él los principales autores del Siglo de Oro español, desde Lope de Vega a Quevedo y desde Cervantes a Luis de Góngora (que llegó a ser inquilino de Quevedo antes de enemistarse a muerte con él), en una época en la que la capital, recién nombrada tal por el rey Felipe II, terminaba aquí, entre la curiosidad y la indiferencia de los vecinos y la incomodidad de las monjas, que han visto su retiro monacal interrumpido. Como dice María José, la actual demandadera del convento, oficio que heredó de su marido al quedarse viuda, para ellas todo esto está siendo “un alboroto”. Son sólo trece las monjas — la mitad de ellas peruanas— las que habitan este casón de ladrillo viejo encastrado en el corazón del Madrid antiguo ajenas al ajetreo que las rodea y al trabajo de los arqueólogos que buscan bajo su iglesia al padre de don Quijote.
—Eran más, pero entre las que se han ido a reforzar otros conventos que se habían quedado sin monjas y las que se llevó el anterior capellán al cielo al morir se han quedado casi en cuadro —dice la demandadera mientras barre el fresco zaguán de entrada al convento.
—¿Cómo que se las llevó al cielo?
—Es una forma de hablar… El hombre había estado 33 años de capellán y, a raíz de morirse él, se murieron también nueve monjas prácticamente seguidas. Casi acaba con la comunidad.
En la calle de Cervantes, esquina a la del León, a pocos pasos de allí, la casa de la que Cervantes salió para no volver y en la que se supone escribiría la segunda parte de la novela, recuerda con varias placas a su inquilino (la mejor es una que aconseja: “Sé moderado con tus sueños, que el que no madruga con el sol no goza del día”) y lo mismo hace otra también muy próxima, en el edificio que ocupa el solar en el que estuviera la legendaria imprenta de Juan de la Cuesta, en la que se imprimió un día del año 1605 la primera parte de una novela cuya memoria nos sobrevivirá a todos. Desde el sótano que alberga la réplica de la original imprenta, mientras miro en las paredes ilustraciones de las escenas y personajes correspondientes a diferentes ediciones de las miles que del Quijote se han hecho en el mundo, echo a volar con la imaginación en dirección al territorio en el que suceden antes de subirme al coche para poner rumbo a él cruzando Madrid.
II
Julio Llamazares, "Las ventas de Puerto Lápice", en El País, 2 de agosto de 2015:
En el pueblo, los vecinos dan por hecho que don Quijote pasó por él, incluso que allí fue armado caballero el genial loco en su primera salida en solitario.
A Puerto Lápice llego en poco más de una hora tras cruzar el extrarradio de Madrid y la meseta que une el verde valle del Tajo con los montes de Toledo, en los que se asienta el pueblo. Como escribiera Azorín, que hizo ese trayecto en tren (él hacia Alcázar de San Juan y Cinco Casas, la estación de Argamasilla de Alba, donde se apeó), “¿dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas?”.
La moderna autovía bordea el pueblo, que queda a la derecha, entre los campos, pero la carretera antigua sigue haciéndole de calle principal, no en vano Puerto Lápice surgió por ella y para servirla, al principio como ventas para arrieros y para entretenimiento y descanso de las diligencias que iban de Madrid al sur y aquí cambiaban sus tiros y luego ya como un pueblo hecho y derecho, que es lo que es en la actualidad. Aunque no por ello haya perdido el aire de lugar de paso que a don Quijote tanto le atrajo hasta el punto de que hacia él se dirigió las dos primeras veces que salió en busca de aventuras, pues suponía, y así se lo dijo a su escudero Sancho, que, al ser Puerto Lápice “lugar muy pasajero”, en él podrían “meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras”.
Si las halló o no Cervantes no lo aclara mucho (y la legión de los cervantistas tampoco, a pesar de sus disquisiciones e hipótesis innumerables), pero en el pueblo los vecinos dan por hecho que don Quijote pasó por él, incluso que en una venta que aún sigue abierta para el turismo y de la que luego me enteraré que fue una carpintería hasta hace unas décadas fue armado caballero el genial loco en su primera salida en solitario por La Mancha.
Azorín, en 1905, cuenta que el médico del lugar le acompañó a ver el solar en el que, según sus investigaciones, se habría alzado la venta en la que don Quijote veló sus armas bajo la luna toda la noche antes de ser armado caballero por un ventero asombrado, teniendo por testigos a un criado y a dos mozas del partido, la Tolosa y la Molinera, que le ciñeron la espada y le calzaron la espuela conteniendo con dificultad las risas. Los turistas, sin embargo, se conforman con visitar la que la remeda hoy, un decorado perfecto y de desorbitados precios frente a la que los autobuses los deposita como si fueran una mercancía más.
Si se dieran una vuelta por el pueblo y hablaran con los vecinos, descubrirían que al lado mismo de la bautizada como la Venta de don Quijote, tras la pared que la continúa en dirección al Ayuntamiento y la plaza mayor, sigue tal como estaba cuando Azorín se alojó en ella la posada de la Dorotea, la mujer del Higinio Mascaraque al que se refiere aquél, y en la que continúa viviendo una nieta, Pilar, que a sus 82 años recuerda todavía los tiempos en que los arrieros paraban aquí para descansar en sus idas y venidas por los caminos que en Puerto Lápice se cruzaban. No sólo ella, la casa entera recuerda aquella época de ajetreo, de latigazos y voces de los arrieros, de relinchos de las caballerías, con su enorme corralón enjalbegado, su pozo, su abrevadero, su portalón de gruesas columnas pintadas de añil y blanco y sus cuadras hoy vacías pero con los pesebres y las tarimas en las que dormían sobre sacos de paja los arrieros igual que cuando Azorín pasó por aquí hace un siglo. Pilar, que no había nacido aún, sí recuerda oír a su madre de él aunque nunca ha leído el libro que yo le muestro y en el que sus abuelos y su posada quedaron inmortalizados. “Se lo mandaré”, le digo.
Cae la tarde en Puerto Lápice. Los turistas ya se han ido y los vecinos del pueblo, apenas unos mil dedicados a la agricultura y al turismo (“La autovía nos ha hecho mucho daño”, se lamenta el dueño del Hotel El Puerto, donde dormiré esta noche) o empleados en las dos pequeñas fábricas que posee, una de muebles y otra de somieres, pasean o conversan en corrillos en las callejas del pueblo o en las terrazas de la Plaza Mayor, una reconstrucción de lo que debió de ser tiempo atrás pero que ahora parece un trampantojo arquitectónico. Es domingo y frente a la plaza, en la carretera, varias personas esperan al autobús de Madrid, que está a punto de llegar. Por las ganas yo me iría también, pero no he hecho más que empezar mi viaje, un viaje que me llevará por medio país y que, como don Quijote, haré de tres veces, y mientras la noche llega salgo del pueblo y subo a los tres molinos que desde una colina dominan el antiguo puerto y, a un lado y a otro de él, la ondulada tierra de Toledo y la llanura inmensa de La Mancha, por la que caminaré mañana.
III
Julio Llamazares, "Meditación de la llanura", en El País, 2 de agosto de 2015:
Atravesando esta planicie amarilla y lisa se comprende que Alonso Quijano el Bueno no solo viviera aquí, sino que enloqueciera mirando estos horizontes.
“La jaca corre desesperada, impetuosa; las anchurosas piezas se suceden iguales, monótonas; todo el campo es un llano uniforme, gris, sin un altozano, sin la más leve ondulación (…) Por este camino, a través de estos llanos, a estas horas precisamente, caminaba una mañana ardorosa de julio el caballero de la triste figura; sólo recorriendo estas llanuras, empapándose de este silencio, gozando de la austeridad de este paisaje, es como se acaba de amar del todo íntimamente, profundamente esta figura dolorosa ¿En qué pensaba don Alonso Quijano, el Bueno, cuando iba por estos campos a horcajadas de Rocinante, dejadas las riendas de la mano, caída la noble, la pensativa, la ensoñadora cabeza sobre el pecho?”…
En mitad de estos campos yermos uno se siente fuera del mundo
En qué pensaba Alonso Quijano el Bueno yo no lo sé, pero lo que sí sé es en lo que pienso yo mientras recorro el mismo camino que él hizo y, siguiendo sus pasos, Azorín siglos después, sólo que en dirección contraria a la de ellos. De hecho, he dejado ya atrás Villarta de San Juan, “el pueblo blanco, de un blanco intenso, de un blanco mate, con las puertas azules” que Azorín cruzó camino de Puerto Lápice, con su impresionante puente de piedra de más de 300 metros sobre el río Cigüela, que desaparece debajo de él entre taráis, sauces y carrizos, y su ermita de la Virgen de la Paz, ante la que cada 24 de enero los villartinos tiran 2.000 docenas de cohetes, nada más y nada menos, según me contó un vecino (José Antonio Rodríguez Archidona, un jubilado de una almazara de aceite al que me encontré en el puente), y ahora avanzo a campo abierto hacia el levante, hacia el difuso horizonte tras el que ha de estar Cinco Casas, la estación del tren de Argamasilla de Alba a la que Azorín llegó.
El Cinco Casas antiguo tiene un aire de poblado del Oeste
Y en lo que yo voy pensando es en lo mismo que éste: que, atravesando esta llanura grandiosa, esta planicie amarilla y lisa como una tabla de planchar, desesperante y aburrida al mismo tiempo, bajo un cielo combado como una cuerda en la que el sol arde en vez de brillar, es como se comprende que Alonso Quijano el Bueno no sólo viviera aquí, sino que enloqueciera mirando estos horizontes que él convertiría en quimeras y en ensoñaciones de su imaginación febril. En medio de esta llanura, en mitad de estos campos yermos o cubiertos de cereal y de placas de termoenergía (auténticos sembrados futuristas delimitados por alambradas de kilómetros de longitud), uno se siente fuera del mundo, abandonado a su suerte por sus semejantes, que apenas circulan en coche por la carretera. Hasta Cinco Casas no encontraré a uno de verdad.
Cinco Casas, a mitad de camino entre Villarta de San Juan y Argamasilla de Alba, es un pueblo doble, el antiguo, surgido en torno a la estación del tren y prácticamente deshabitado a lo que parece (salvo un almacén de vino y un par de casas con macetas, todos los edificios están cerrados), y el nuevo, un poblado de colonización creado frente al antiguo hace varias décadas para el aprovechamiento agrícola de los regadíos que proporcionó la explotación a través de pozos del famoso acuífero 23 del Guadiana. Tanto uno como otro tienen algo artificial, el Cinco Casas antiguo con su aire de poblado del Oeste, apenas una avenida que arranca enfrente de la estación, y el nuevo con su trazado rectangular y anodino típico de los de su especie. Solamente, entre los dos, el restaurante de la carretera (El Rincón de Don Quijote, cómo no), lleno a la hora de comer de trabajadores (sus tractores y sus coches permanecen alineados a la puerta), parece algo más real, aunque tampoco como para confiarse. Desde los ventanales del comedor, poniendo fondo al ruido de los cubiertos y a las conversaciones de los comensales, la llanura reverbera sin límites hacia el horizonte.
La primera salida de don Quijote
Como es sabido, don Quijote salió tres veces de su aldea y las tres regresó a ella. La primera, que fue también la más corta, la hizo solo y duró dos días, los que transcurrieron entre su partida un amanecer (“una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio”, escribe Cervantes) y su regreso a casa al siguiente día, convencido por el socarrón ventero que lo armó caballero después de una noche en vela de que necesitaba, para ser un caballero andante de verdad, dinero, camisa blanca, ungüento para curar las heridas y un escudero. En total, no andaría más de cincuenta kilómetros y, si es verdad lo que dicen de que Argamasilla de Alba fue el lugar de La Mancha que tanta tinta ha hecho correr por la indefinición en que lo dejó Cervantes, debió de ser por esta llanura que se extiende alrededor de él.
Pero Argamasilla de Alba está ya muy cerca. A diez minutos en coche por la misma carretera rectilínea que me ha traído desde Villarta y que no es otra que el camino que don Quijote hubo de recorrer (suponiendo que, en efecto, Argamasilla de Alba fuese su patria chica, como Azorín dio también por cierto) en su primera salida del pueblo en busca de aventuras de verdad. No cuesta mucho imaginarlo entrecerrando un poco los ojos a esta hora en la que el sol los ciega y en la llanura sólo se ve el polvo que levantan las cosechadoras del cereal y algunos tractores y el perfil de alguna alquería pintada de añil y blanco, los dos colores de La Mancha y del cielo en este momento. Con el paso de las horas, las nubes han aumentado convirtiéndolo en un cuadro de Zurbarán
IV
Julio Llamazares, "Los académicos de Argamasilla", El País, 4 de agosto de 2015:
La cárcel de Medrano es una cueva, antigua bodega de una casona, que está conservada como si Cervantes fuera a volver en cualquier momento.
En Argamasilla de Alba Azorín se alojó en una fonda que ya no existe, la de la Xantipa (“La Xantipa tiene unos ojos grandes, unos labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda; la Xantipa va toda vestida de negro y se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta”), frecuentó el Casino del pueblo, que se conserva prácticamente igual que él lo describió (“El Casino está en la misma plaza del pueblo; traspasáis los umbrales de un vetusto caserón; ascendéis por la escalerilla empinada; torcéis después a la derecha y entráis al cabo en un salón ancho, con las paredes pintadas de azul claro y el piso de madera. En este ancho salón hay cuatro o seis personas, silenciosas, inmóviles, sentadas en torno de una estufa”) y asistió a la tertulia de una botica que también se conserva como era entonces, pero convertida ya en museo. En su trasera se reunían, según contó el autor de Castilla, los modernos académicos argamasillanos descendientes de aquellos a los que Cervantes atribuyó burlonamente la autoría de los poemas, seis en total, con los que cierra la primera parte del Quijote(que, recordemos, iba a ser única) y que son los que hicieron afirmar a Avellaneda en su secuela que el ingenioso hidalgo era de Argamasilla sin duda ninguna.
Y el forastero tampoco debe tenerla si no quiere problemas con la vecindad. A Azorín se le ocurrió insinuarlas y el efecto en la tertulia del Casino fue inmediato: “Señor Azorín, yo respeto todas las opiniones, pero sentiría en el alma, sentiría profundamente que a Argamasilla se le quisiera arrebatar esa gloria. Eso creo que es una broma de usted”, le espetó uno de los académicos, manifestándole la contrariedad de todos.
Yo, por si acaso, doy por hecha la residencia de don Quijote en este lugar
Yo, por si acaso, doy por hecha la residencia de don Quijote en este lugar que, en la época en la que él vivió, tenía la cuarta parte de las viviendas que ahora posee, agrupadas ya alrededor de la iglesia de San Juan Bautista, de estilo gótico y sin acabar, a la sombra del pósito del grano y muy cerca del cauce del Guadiana. La iglesia y el pósito siguen en pie, pero el Guadiana apenas es un reguero que desaparece justo al llegar al pueblo. A éste, sin embargo, se le ve animado. Al contrario que el que describe Azorín aplastado por el peso de su historia (una historia atribulada y pesarosa, por culpa de las epidemias), se ve que Argamasilla de Alba hoy es un pueblo próspero gracias a la agricultura, los que explica la presencia de numerosos inmigrantes jóvenes. José Olmedo, jubilado que mira pasar la tarde en la plaza ajardinada de la iglesia, dice que hay “una nube de ellos” y que se necesitan porque el campo de Argamasilla cada vez produce más cosas. “Melones, trigo, tomates, maíz, pimientos, de todo”, dice con indisimulado orgullo. Eso sí, de toponimia sabe ya menos, pues, según él, el nombre de Argamasilla viene de que a un antiguo vecino lo mataron sentado en una silla al amanecer, exclamando antes de morir: “¡Amarga silla al alba!”. Su compañero de banco, de nombre Aurelio, afirma por su parte que al que metieron preso en la cárcel de Medrano, cerca de donde ellos están, no fue a Cervantes, como se dice, sino al mismísimo don Quijote. “Por piropear a la hija del alcalde”, dice, convencido.
Don Rodrigo de Pacheco
Entre los candidatos a haber inspirado el personaje de don Quijote ocupa lugar preferente uno, marqués de Torre Pacheco y de nombre Rodrigo de Pacheco, vecino de Argamasilla de Alba y del que consta en un cuadro exvoto de autor anónimo que se conserva en la iglesia parroquial del pueblo y que muestra la imagen de él y la de su esposa que “se curó por intersección de Nuestra Señora de la Caridad de Illescas de un gran dolor que tenía en el celebro (sic) de una gran frialdad que se le cuajó dentro”. El cuadro está fechado el año 1601, esto es, cuatro años antes de que Cervantes publicara la primera parte del Quijote, y el parecido del personaje con la iconografía habitual de éste es de destacar.
La cárcel de Medrano es una cueva, antigua bodega de una casona pudiente, que me enseña la chica de la Oficina de Información, que la ocupa ahora; la cueva está conservada como si Cervantes fuera volver en cualquier momento. Pedro Padilla, biznieto de Juan Alfonso, uno de los académicos que conoció Azorín y técnico municipal de Turismo, me acompaña desde allí hasta la botica en la que éstos se reunían y que conserva todo el aroma y muchos de los objetos de aquella época. El técnico de Turismo, con los pies en el suelo, me confiesa que no hay datos documentales que prueben que Argamasilla es la patria de don Quijote pero que el pueblo hace bien en aprovechar esa tradición. “Si no, ¿quién iba a venir aquí?”, se pregunta. Por si acaso, un tal Cayetano Hilario, un argamasillés escultor hijo del que fuera alcalde de Argamasilla de Alba en la guerra, se ha encargado de llenar todo el pueblo de esculturas que reafirman el quijotismo de este lugar: está la de Don Quijote, la de Sancho Panza, la de Dulcinea, la de un segador anónimo… Como dice Vicente Hilario, su sobrino, que me aborda al verme mirarlas, en Argamasilla hay gran nivel cultural. Lástima, añade, que algunos no estén a la altura y “se hayan hecho barbaridades en la época de bonanza”.
—Como en todos los sitios —le digo.
—Ya. Pero aquí tenemos más responsabilidad que en otros.
—¿Más responsabilidad por qué?
—Porque aquí vivió don Quijote.
V
Julio Llamazares, "Las lagunas de Ruidera", en El País, 5 de agosto de 2015:
El camino empieza a enriscarse. Al fondo, el Guadiana, que excava su caz entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya.
Después del de Puerto Lápice, Azorín hizo un segundo viaje antes del que lo devolvió a Madrid después de pasar por Criptana y El Toboso, la patria de Dulcinea, desde la estación de ferrocarril de Alcázar de San Juan. Fue el que hizo a las lagunas de Ruidera y a la famosa cueva de Montesinos, como en el viaje de Puerto Lápice en el carro de Miguel, el carretero de Argamasilla de Alba al que haría pasar a la posteridad.
El viaje, que yo repito también, llevó a ambos hacia el sur, hacia el famoso campo de Montiel por el que, según Cervantes, caminaba Don Quijote al salir de su lugar las tres veces que lo hizo. “Y era la verdad que por él caminaba”, repite. Azorín, por su parte, tras describir la llanura parda y yerma — “la misma que se atraviesa para ir a los altos de Puerto Lápiche”— que rodea Argamasilla también por el mediodía dice que “por esta misma parte por donde yo acabo de partir de la villa, hacía sus salidas el Caballero de la Triste Figura”.
El pueblo aparece entre dos montes, como un refugio de bandoleros
Pronto, no obstante, el camino empieza a enriscarse, al fondo aparecen los primeros montes y el Guadiana, que corre a la derecha del camino (o se supone que corre, pues el cauce verdea abajo, entre los juncos), excava su caz ahora entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya y al castillo que le dio su nombre. Cervantes no habla de él, pero Azorín le dedica un par de párrafos para decir que el castillo “se haya asentado en un eminente terraplén de la montaña” y que aún perduran de él “un torreón cuadrado, sólido, fornido, indestructible, y las recias murallas —con sus barbacanas, con sus saeteras— que la cercaban”. Hoy todo continúa igual, sólo que reflejado sobre el pantano que surte de agua a Argamasilla y a Tomelloso y que se considera ya, aunque artificial, la primera de las lagunas de Ruidera. Así, al menos, lo dicen los dos obreros que reparan un trozo de la muralla que se desmoronó este invierno (“Por dentro es de tierra vegetal”, me muestran) y el santero de la ermita y el vigilante de la presa, que toman una cerveza en el chiscón del primero, ajenos a cualquier preocupación.
—Si el rey supiera cómo vivimos —dice el guarda, sonriendo—, nos cambiaba el puesto sin dudarlo.
—Ya, pero yo no se lo cambiaba a él —dice el santero, cuya única ocupación es tener limpia la ermita que ocupa un antiguo salón del castillo y en la que se venera a la Virgen de Peñarroya, cuyo culto se disputan Argamasilla y el vecino pueblo de La Solana. Un año la procesiona uno y al año siguiente otro.
Los vecinos son gente abierta y hospitalaria que vive del turismo.
Hasta Ruidera, la carretera se convierte ya en un camino de monte, rodeado por doquier de lentiscos y carrascas. Pronto aparece, sin embargo, a la derecha de la carretera, la primera de las lagunas que el Guadiana ha formado en su descenso y que le han dado fama al pueblo. Este aparece también al cabo de unos kilómetros escondido entre dos montes como un refugio de bandoleros. Quizá fue en él en el que pensó Manuel Ortega Munilla cuando le entregó a Azorín el revólver. Pero no se necesita. Los vecinos de la Ruidera de hoy son gente abierta y hospitalaria y como viven, además, del turismo acogen al forastero como se debe, esto es, con restaurantes y hoteles por todas partes. Ya nada queda de la época en que en Ruidera estaba la fábrica de pólvora del reino, salvo un par de caserones, pero la aldea tiene el encanto de los lugares perdidos y más en el mes de junio, que es cuando yo la visito. Todavía no se ha llenado de forasteros. Las lagunas, además, tienen bastante caudal aún y en los bares y merenderos de sus orillas aún es posible sentarse a mirar el agua o jugar al parchís como hacen unas monjitas (“de Guadalajara. De la orden de los Ancianos Desamparados”, me dice una, la única que no juega, que mira el lago con melancolía). El dueño del hotel, que es amigo de ellas, les permite que pasen aquí el día, el único del que disponen, sin cobrarles más que la comida.
El resto de las lagunas, hasta 16, encajonadas entre los montes y rodeadas de vegetación (sauces, cipreses, alisos, álamos, pinos) entre la que se ven algunos bañistas y grupos de jubilados llegados en autobuses, se suceden una tras otra hasta la más alta —la laguna Blanca es su nombre— unidas por cascadas y torrentes que en tiempos se aprovecharon para moler. Mirándolas al atardecer, con los reflejos del sol sobre su superficie y las aves sobrevolándolas, no es difícil comprender a Don Quijote, quien en la cueva de Montesinos soñó que las lagunas eran mujeres que habían sido encantadas por el sabio mago Merlín.
La aventura de los batanes
Entre las aventuras más conocidas de Don Quijote está la que éste y su escudero Sancho vivieron una noche al oír el ruido de unos batanes sin saber a qué correspondía. Por fortuna, la aurora llegó antes de que Don Quijote arremetiera contra el origen de aquel fragor, aunque ello causara en él cierta pesadumbre: “Mirole Sancho —escribe Cervantes— y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido”.
Aunque Agostini y Astrana, dos de los más reputados estudiosos del Quijote, sitúan la escena en el arroyo de la Batanera, cerca de Fuencaliente, en Sierra Morena, otros lo hacen en la laguna Batana de Ruidera y así lo recogió Azorín
V
Julio Llamazares, "Las lagunas de Ruidera", en El País, 5 de agosto de 2015:
El camino empieza a enriscarse. Al fondo, el Guadiana, que excava su caz entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya.
Después del de Puerto Lápice, Azorín hizo un segundo viaje antes del que lo devolvió a Madrid después de pasar por Criptana y El Toboso, la patria de Dulcinea, desde la estación de ferrocarril de Alcázar de San Juan. Fue el que hizo a las lagunas de Ruidera y a la famosa cueva de Montesinos, como en el viaje de Puerto Lápice en el carro de Miguel, el carretero de Argamasilla de Alba al que haría pasar a la posteridad.
El viaje, que yo repito también, llevó a ambos hacia el sur, hacia el famoso campo de Montiel por el que, según Cervantes, caminaba Don Quijote al salir de su lugar las tres veces que lo hizo. “Y era la verdad que por él caminaba”, repite. Azorín, por su parte, tras describir la llanura parda y yerma — “la misma que se atraviesa para ir a los altos de Puerto Lápiche”— que rodea Argamasilla también por el mediodía dice que “por esta misma parte por donde yo acabo de partir de la villa, hacía sus salidas el Caballero de la Triste Figura”.
El pueblo aparece entre dos montes, como un refugio de bandoleros
Pronto, no obstante, el camino empieza a enriscarse, al fondo aparecen los primeros montes y el Guadiana, que corre a la derecha del camino (o se supone que corre, pues el cauce verdea abajo, entre los juncos), excava su caz ahora entre unas paredes pétreas que servirán en seguida de contrafuertes al pantano de Peñarroya y al castillo que le dio su nombre. Cervantes no habla de él, pero Azorín le dedica un par de párrafos para decir que el castillo “se haya asentado en un eminente terraplén de la montaña” y que aún perduran de él “un torreón cuadrado, sólido, fornido, indestructible, y las recias murallas —con sus barbacanas, con sus saeteras— que la cercaban”. Hoy todo continúa igual, sólo que reflejado sobre el pantano que surte de agua a Argamasilla y a Tomelloso y que se considera ya, aunque artificial, la primera de las lagunas de Ruidera. Así, al menos, lo dicen los dos obreros que reparan un trozo de la muralla que se desmoronó este invierno (“Por dentro es de tierra vegetal”, me muestran) y el santero de la ermita y el vigilante de la presa, que toman una cerveza en el chiscón del primero, ajenos a cualquier preocupación.
—Si el rey supiera cómo vivimos —dice el guarda, sonriendo—, nos cambiaba el puesto sin dudarlo.
—Ya, pero yo no se lo cambiaba a él —dice el santero, cuya única ocupación es tener limpia la ermita que ocupa un antiguo salón del castillo y en la que se venera a la Virgen de Peñarroya, cuyo culto se disputan Argamasilla y el vecino pueblo de La Solana. Un año la procesiona uno y al año siguiente otro.
Los vecinos son gente abierta y hospitalaria que vive del turismo.
Hasta Ruidera, la carretera se convierte ya en un camino de monte, rodeado por doquier de lentiscos y carrascas. Pronto aparece, sin embargo, a la derecha de la carretera, la primera de las lagunas que el Guadiana ha formado en su descenso y que le han dado fama al pueblo. Este aparece también al cabo de unos kilómetros escondido entre dos montes como un refugio de bandoleros. Quizá fue en él en el que pensó Manuel Ortega Munilla cuando le entregó a Azorín el revólver. Pero no se necesita. Los vecinos de la Ruidera de hoy son gente abierta y hospitalaria y como viven, además, del turismo acogen al forastero como se debe, esto es, con restaurantes y hoteles por todas partes. Ya nada queda de la época en que en Ruidera estaba la fábrica de pólvora del reino, salvo un par de caserones, pero la aldea tiene el encanto de los lugares perdidos y más en el mes de junio, que es cuando yo la visito. Todavía no se ha llenado de forasteros. Las lagunas, además, tienen bastante caudal aún y en los bares y merenderos de sus orillas aún es posible sentarse a mirar el agua o jugar al parchís como hacen unas monjitas (“de Guadalajara. De la orden de los Ancianos Desamparados”, me dice una, la única que no juega, que mira el lago con melancolía). El dueño del hotel, que es amigo de ellas, les permite que pasen aquí el día, el único del que disponen, sin cobrarles más que la comida.
El resto de las lagunas, hasta 16, encajonadas entre los montes y rodeadas de vegetación (sauces, cipreses, alisos, álamos, pinos) entre la que se ven algunos bañistas y grupos de jubilados llegados en autobuses, se suceden una tras otra hasta la más alta —la laguna Blanca es su nombre— unidas por cascadas y torrentes que en tiempos se aprovecharon para moler. Mirándolas al atardecer, con los reflejos del sol sobre su superficie y las aves sobrevolándolas, no es difícil comprender a Don Quijote, quien en la cueva de Montesinos soñó que las lagunas eran mujeres que habían sido encantadas por el sabio mago Merlín.
La aventura de los batanes
Entre las aventuras más conocidas de Don Quijote está la que éste y su escudero Sancho vivieron una noche al oír el ruido de unos batanes sin saber a qué correspondía. Por fortuna, la aurora llegó antes de que Don Quijote arremetiera contra el origen de aquel fragor, aunque ello causara en él cierta pesadumbre: “Mirole Sancho —escribe Cervantes— y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido”.
Aunque Agostini y Astrana, dos de los más reputados estudiosos del Quijote, sitúan la escena en el arroyo de la Batanera, cerca de Fuencaliente, en Sierra Morena, otros lo hacen en la laguna Batana de Ruidera y así lo recogió Azorín
VI
Julio Llamazares, "El castillo de Rochafrida y la famosa cueva de Montesinos", en El País, 5 de agosto de 2015:
El viajero se desvía por un camino de tierra en cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del monumento.
Dejo a don Quijote y Sancho lamentándose de su condición miedosa —humana, al fin y a la postre—, corridos al descubrir el origen del ruido que los aterrorizó en la noche y que no era otro que el de las palas de unos batanes molineros al golpear el agua que las movía, y por la carretera que lleva a Ossa de Montiel, que ya es provincia de Albacete, subo, imitando a Azorín, hacia uno de los lugares más emblemáticos de la mayor novela de la historia: la famosa cueva de Montesinos, en la que don Quijote durmió durante tres días mientras afuera pasaba sólo una hora. Lo cuenta Cervantes en el capítulo XXIII de la segunda parte del libro:
—¿Cuánto ha que bajé? —preguntó don Quijote. —Poco más de una hora —respondió Sancho. —Eso no puede ser —replicó don Quijote—, porque allá me anocheció y amaneció, y tornó a anochecer y a amanecer tres veces; así que, a mi cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la vista nuestra.
El campo de Montiel
Aunque su patronímico fue el de La Mancha, la patria chica de don Quijote fue propiamente el campo de Montiel, pues en él vivía según Cervantes insiste al narrar sus salidas de la aldea. Así que los montieleños se arrogan el privilegio de su paisanaje, incluso Villanueva de los Infantes, la capital del histórico territorio con permiso del diminuto Montiel, presume abiertamente de ser el lugar de La Mancha del que Cervantes no quiso acordarse para disgusto de Argamasilla de Alba y de los restantes pueblos (Alcázar de San Juan, Esquivias…) que también pretenden lo mismo.
Ondulado y más pobre que La Mancha, el campo de Montiel, que se extiende por el sureste de la provincia de Ciudad Real y por el extremo oeste de la de Albacete, protagoniza, en cualquier caso, muchas de sus correrías.
Antes de llegar, no obstante, me desvío por un camino de tierra en cuya intersección con la carretera un cartel indica la dirección del castillo de Rochafrida. Se trata de la fortaleza, hoy ya un montón de ruinas, de construcción musulmana conquistada por los cristianos tras la batalla de las Navas de Tolosa y abandonada en el siglo XIV, pero cuya memoria poética permanece en el imaginario español gracias a la literatura. El Romance de Rochafrida, que habla de los amores de la princesa Rosaflorida con el conde Montesinos (“En Castilla está un castillo/ que se llama Rocafrida;/ al castillo llaman Roca/ y a la fonte llaman Frida…”) le inspiró a Cervantes, según parece, el encantamiento de Durandarte y Belerda que don Quijote le cuenta a Sancho al salir de la cueva de Montesinos, entre otras muchas maravillas. Encantamiento que no es de extrañar habida cuenta de la vegetación y la paz que envuelve tanto la fonte frida del nombre, que continúa manando al pie de la fortaleza, como a ésta, erguida a pesar de su ruina entre la arboleda que el sol dora suavemente en este atardecer de primavera largo como su propia historia.
A la cueva de Montesinos llego ya al anochecer. Como la caseta de información está cerrada y no hay nadie a quien preguntar, tardo en encontrar la sima, que está a cien metros de aquella, escondida entre las encinas carrascas que cubren toda la vista hasta donde el horizonte del campo de Montiel se extiende; un campo ondulado y pardo y dorado también en algunos puntos por los últimos rayos del sol, que aquí ya se ha puesto hace rato. Aún así, alcanzo a ver claramente “la boca espaciosa y ancha, pero llena de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas y intrincadas, que de todo en todo la encubren”, que don Quijote y Sancho Panza avistaron tras varias horas de camino y a la que el hidalgo no dudó en bajar atado con una soga a pesar de las advertencias de su escudero. Yo ni siquiera tengo esa duda. La cueva está cerrada con una reja que impide acceder a ella, lo que, dada la hora y mi claustrofobia, agradezco, aunque no tenga a quien hacerlo. Estoy solo en el lugar, sin nadie posiblemente en varios kilómetros a la redonda. Animado por esa soledad o atacado de un brote de quijotismo (después de tres días siguiendo su caminar quizá ya empiece a desvariar también), busco el capítulo correspondiente de la novela y me pongo a leer en voz alta, para los pájaros y las perdices que de cuando en cuando pasan entre las sombras de las encinas cerca de mí: “Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse, ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas, y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y excusara de encerrarse en lugar semejante…”.
—¿Esta es la cueva de Montesinos?
El hombre, vestido de cicloturista, está parado a mi lado. No le había oído llegar. Y me ha escuchado leer en voz alta solo, lo que hace que me mire con recelo. No debe de estar muy cuerdo, debe de pensar de mí.
—Sí— le respondo.
—¿Y aquí qué pasó? —me pregunta él, acercándose a mirar la cueva— ¿Algo de la guerra?
—No. Aquí estuvo don Quijote.
—¡¿Don Quijote?!— exclama el cicloturista con extrañeza antes de seguir camino, ya en medio de la oscuridad ¿No sería el mago Merlín, que ha salido de la sima al escucharme?, pienso mientras busco el coche
VI
Julio Llamazares, "El vino de Tomelloso", en El País, 6 de agosto de 2015:
En la población se nota ese olor acre y dulzón que despide y sobre el perfil de los edificios se vislumbran las antiguas chimeneas de las fábricas de alcohol.
Tomelloso no pretende ser la aldea de don Quijote, pues ni siquiera existía (era un grupo de alquerías desperdigadas por la llanura), cuando aquél cabalgaba por La Mancha, pero su situación e importancia actual hace que también se sume al negocio de la ruta quijotesca. No la que siguió Azorín, que ni siquiera pasó por él, pues desde Argamasilla viajó en tren, después de regresar de Ruidera, hasta Campo de Criptana, sino la que las instituciones políticas han dibujado a lo largo y ancho de la geografía manchega tratando de rentabilizar turísticamente la novela de Cervantes. ¡Pobres don Quijote y Sancho, tan pobres y despreciados por sus vecinos y ahora dándoles de comer! Así se escribe la historia.
La de Tomelloso, no obstante, no se circunscribe a ellos. El lugar de tomillos, que de ahí le viene el apelativo, que hoy es la segunda ciudad de Ciudad Real y la tercera en población de la región excluidas las capitales de provincia, debe su crecimiento a la agricultura y en particular al vino, del que es el máximo productor en cantidad de toda España. Basta acercarse a la población para empezar a notar ese olor acre y dulzón que despide toda ella y que subrayan sobre el perfil de los edificios las antiguas chimeneas de las fábricas de alcohol. Eso si uno no se ha fijado ya, que lo ha hecho, en los miles de hectáreas de viñedo que hoy ocupan lo que fueran tomillares y baldíos por los que seguramente pasaron don Quijote y Sancho sin dejar memoria de ellos. Y es que la población importante entonces de la comarca era Argamasilla, hoy casi un barrio de Tomelloso.
Tras la soledad de ayer, la actividad de la ciudad produce en uno cierto estupor, pues creía que en toda La Mancha los pueblos eran como los que había visto hasta ahora. Pero Tomelloso, al menos en su centro, tiene más que ver con una pequeña capital de provincia que con un pueblo, por más que todo el mundo se conozca. Tanto en la plaza del Ayuntamiento —la principal— como en las calles que parten de ella la gente se saluda y conversa en las aceras entreteniendo su actividad o pasando la mañana, los que están ya jubilados. Que son muchos, como se puede ver en los soportales de la llamada —por éstos —Posada de los Portales, una antigua casa de postas, con balconadas corridas, que hoy alberga la Oficina de Turismo y un museo, y en el Casino de San Fernando, al otro lado de la plaza, en el que permanece intacto el aire de los casinos manchegos que tan bien captó Azorín: “Hay algo en estos ambientes de los casinos de pueblo que os produce como una sensación de sopor e irrealidad. En el pueblo está todo en reposo; las calles se hayan oscuras, desiertas; las casas han dejado de irradiar su tenue vitalidad diurna. Y parece que todo este silencio, que todo este reposo, que toda esta estaticidad formidable se concentra, en estos momentos, en el salón del Casino, y pesa sobre las figuras fantásticas, quiméricas, que vienen y se tornan a marchar lentas y mudas”. Cuesta creer, leyendo esta descripción, que estas mismas personas protagonicen, llegado el 15 de agosto, el gran festejo hedonista y báquico, ininterrumpido durante varios días, que los tomelloseros celebran, según me cuentan y leo en las guías, para honrar a su patrona, la Virgen de la Asunción, más conocida como de las Viñas por residir en un santuario en medio de ellas y portar en las manos, tanto la Virgen como el Niño, sendos racimos de uvas.
Faltan aún para el retrato completo del pueblo los bombos. Están fuera de él, desperdigados por la llanura imponente, entre las viñas y los cultivos modernos, y son las construcciones más rudimentarias y primitivas que uno pueda imaginar, pues se trata de chozos hechos con piedra seca, miles, millones de piedras de las que los arados sacaban al labrar la tierra (ahora los tractores, pero ya no se hacen bombos, pues la gente tiene coche para volver a sus casas y ya no duerme en el campo) y en los que los campesinos y los pastores se refugiaban cuando hacía frío, llovía o el sol pegaba de firme, como hoy en las calles de Tomelloso; estas calles anchas y luminosas, “en perfecta concordancia con los interiores de las casas”, al final de las cuales “la llanura se columbra inmensa, infinita” que describió Azorín hablando de estos pueblones manchegos y en las que huele a vino a todas las horas ¿Cómo extrañarse de que, si don Quijote no las transitó, pues no existían aún, sí lo hayan hecho otros muchos locos, aficionados a la pluma o al pincel, gentes como Antonio López Torres y su sobrino Antoñito López García, pintores, o los poetas y novelistas Francisco García Pavón, Eladio Cabañero, Félix Grande, Dionisio Cañas y un largo etcétera, que han hecho que a Tomelloso se la conozca, bien que con exageración, como la Atenas de La Mancha.
Plinio, el Sherlock Holmes manchego
Francisco García Pavón, un escritor muy popular en España hace algunos años, escribió en la segunda mitad del pasado siglo una serie de novelas ambientadas en Tomelloso, su pueblo natal, y protagonizadas por el jefe de la policía local, llamado Plinio. De corte policíaco, pero con toques costumbristas y de crítica social (hasta donde la censura franquista se lo permitió), las historias de Plinio, siempre ayudado por don Lotario, el veterinario de Tomelloso (un remedo del Watson de Sherlock Holmes, pero también del Sancho Panza de don Quijote, tanto por su lenguaje como por la campechanía) alcanzaron gran popularidad en España en los años setenta y ochenta del siglo XX a raíz de su adaptación por la televisión de la época y han merecido, como su protagonista, que un parque las recuerde en el pueblo en el que suceden. Se llama así: Jardín de las Historias de Plinio, y lo preside una estatua de éste con don Lotario.
Julio Llamazares, "Japoneses en Criptana", en El País, 7 de agosto de 2015:
Hasta doce molinos hay sobre la atalaya a la que se encarama el pueblo.
“Los molinitos de Criptana andan y andan”… Así comienza Azorín la descripción de las construcciones más conocidas de La Mancha gracias a la popularidad adquirida por la descripción que de ellas hace Cervantes en El Quijote y que, habiéndolas en más pueblos, todo el mundo las identifica con las de Campo de Criptana por ser donde se conservan en mayor número. Hasta doce molinos hay sobre la atalaya a la que se encarama el pueblo, nueve en perfecto estado y tres en ruinas, de los treinta y cuatro que había en 1752 según censo del Marqués de la Ensenada que concuerda con “los treinta o cuarenta molinos de viento” que vio don Quijote y contra los que libró su batalla más célebre.
“Desde la ventanilla del tren —prosigue Azorín— yo miraba la ciudad blanca, enorme, asentada en una ladera, iluminada por los resplandores rojos, sangrientos del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina, movían lentamente sus aspas…”, y yo lo hago desde la de mi coche mientras atravieso “la llanura bermeja, monótona, rasa” que se prolonga desde Tomelloso. Han cambiado los cultivos (al cereal y la vid que vería Azorín ahora se unen otros productos, como el maíz), pero, en esencia, el paisaje sigue siendo el de hace mil años: la misma extensa llanura que se prolonga durante kilómetros sin ningún accidente geográfico que la interrumpa hasta la sierra de Herencia, hacia el noroeste, y los montes de Ruidera, al sur. En medio, solo la colina de los molinos de Criptana rompe su monotonía.
Pero es suficiente para detenerse en ella. Es más, es uno de los lugares más visitados de toda La Mancha, como compruebo al entrar en el pueblo y, sobre todo, al subir a su atalaya, donde están los famosos molinos. Hay docenas de personas visitándolos o paseando por sus alrededores. También mirando el paisaje desde lo alto, desde donde se tiene una visión completa del caserío del pueblo y de la llanura que yo acabo de cruzar en coche.
En el primero de los molinos, de nombre Poyatos, está la Oficina de Turismo y en él se compra la entrada para visitar el de enfrente, llamado Infante, que se conserva con toda su maquinaria e incluso muele para los turistas un domingo al mes, y para otro apodado Culebro, convertido en museo de Sara Montiel, la actriz nacida en Criptana y que siempre presumió de su origen manchego pese a que de muy niña emigró a Alicante con su familia. Concha, la guía que enseña los molinos, o la que al menos me ha correspondido a mí, lo explica todo con gran detalle, pero del de la actriz se muestra menos entusiasta:
—Lo que tiene más interés —me confiesa al notar mi recelo— es el piano de El último cuplé.
—¿Puedo tocarlo?— le pregunto, amagando con levantar la tapa.
—Está cerrada— me dice, con una sonrisa.
Fuera de sus molinos, Criptana no ofrece muchos atractivos salvo la disposición del pueblo, que se escalona por la ladera de la colina formando barrios y rinconadas de gran belleza, como el llamado del Albaicín, como el granadino, seguramente porque lo construyeron moriscos que se instalaron aquí huyendo de aquellas tierras y, junto a la plaza principal del pueblo, cerca de la nueva iglesia construida al terminar la Guerra Civil para sustituir a la nueva, que fue quemada por los rojos (es la palabra que usa el hombre que me lo cuenta), el edificio del Pósito Real, contemporáneo de don Quijote y que en la actualidad alberga una muestra arqueológica de la zona y un par de salas de exposiciones, una de ellas dedicada con carácter permanente a las obras ganadoras del concurso anual de pintura que convoca el Ayuntamiento de Criptana, y otra que acoge estos días la obra de un pintor local, Andrés Escribano Sánchez-Mellado, quien durante años ha dibujado a los japoneses que continuamente llegan al pueblo a ver los molinos y que han pasado así, sin saberlo, de observadores a protagonistas. “Siempre tuve admiración por ellos. Desde niño observaba cómo llegaban desde la estación, con las zapatillas llenas de polvo, en busca de su particular aventura. Los vecinos se preguntaban por qué ese interés hacia los molinos, y otros respondían: vienen buscando a Don Quijote”, ha escrito en una cartela que reproduce el folleto de la exposición
Si lo encuentran o no, habría que preguntárselo a ellos, no sólo a los japoneses, sino a todos los turistas que continuamente llegan a Criptana y que, como Azorín y yo, suben a los molinos y luego se van tras contemplar el atardecer desde su atalaya, que es uno de los espectáculos más hermosos a los que uno puede asistir en el mundo entero.
— ¿Y usted qué piensa?— le pregunto a un vecino que pasea a su perrita entre los molinos que inmortalizó Cervantes.
—Nada. Yo no pienso nada— me responde él.
El pueblo de gigantes
“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos que había al final del campo…”, leía Azorín a la luz de una vela y continúo yo sentado al pie de uno de ellos mientras la noche cae sobre la llanura, que se ha llenado de luces: “…y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: —La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados gigantes (…)— ¿Qué gigantes?— dijo Sancho Panza—. Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos…”.
400 años después, lo que fuera una quijotada más, la más famosa, eso sí, de la novela que escribió Cervantes, se ha convertido para los habitantes de Criptana en un motivo de presunción, como se ve en los carteles que saludan al forastero que llega al pueblo: Criptana. Tierra de Gigantes.
Julio Llamazares, "Dulcinea y las monjas de Madagascar", en El País, 8 de agosto de 2015:
En el museo de la novela que está en El Toboso hay ediciones de ‘El Quijote‘ en 50 idiomas.
¿De dónde viene el error que todo el mundo repite, incluso algunos se empeñan en sostener no serlo de ningún modo, de decir “con la iglesia hemos topado” en lugar de “con la iglesia hemos dado”, que fue lo que le dijo don Quijote a Sancho Panza al descubrir en la oscuridad de la noche “el bulto” de la de El Toboso?
La pregunta me la hago parado enfrente de ella, tras llegar a la aldea en plena hora de la siesta después de recorrer los ocho kilómetros que separan Criptana de El Toboso por la misma carreterita que recorriera Azorín y posiblemente también, y más de una vez, Cervantes en sus andanzas de recaudador de impuestos; una carreterita recta en cuyo final de pronto aparece, al coronar una cuestecilla, el capitel puntiaguado de la iglesia (y sólo él durante bastante rato) frente a la que don Quijote pronunció su frase más repetida y, a la vez, más tergiversada: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”.
—Pues no lo sé— me dice Angelines, la vigilante de la oficina que, al lado de ella, hace de recepción de turistas y de museo de la novela en la que aparece: hay ediciones en más de cincuenta idiomas, de todos los estilos y tamaños (la mayor pesa más de cien kilos) y donadas o pertenecientes a personajes de lo más variado (Hitler y Mussolini, entre otros).
Su compañera en la iglesia tampoco tiene la respuesta, pero sí la llave de ella: un euro con cincuenta que cuesta la visita. La iglesia lo merece, pues, al margen de su protagonismo en El Quijote, es una fábrica de gran belleza, de estilo gótico isabelino, y extraordinarias dimensiones, tanto como para que la llamen la Catedral de La Mancha popularmente. La que no sé si lo merece tanto es la llamada Casa de Dulcinea, un caserón al final del pueblo en el que se intenta reproducir lo que sería la casa de una familia pudiente del tiempo en el que Cervantes sitúa viviendo en ella a la enamorada de su fantasioso hidalgo. Lo mejor son los palomares y la almazara para moler la aceituna que en la parte baja completan la visita a unas habitaciones en las que presuntamente vivió Ana de Zarcos, la mujer que al parecer inspiró el personaje de Dulcinea. Lo curioso es que en El Toboso, pueblo orgulloso de su importancia en la historia de don Quijote (es el sitio más citado con su nombre), sólo haya una mujer que lleve el de Dulcinea. Me lo dice en la barbería de Manolo, una auténtica pieza de museo también, la señora que espera junto a su hijo a que a éste le toque el turno.
—Y está estudiando en Madrid— apostilla.
En el pueblo solo hay una mujer que lleve el nombre de Dulcinea
Entre las monjas de los dos conventos, el de las trinitarias y el de las clarisas, junto con la iglesia los dos edificios de interés en El Toboso, tampoco hay ninguna Dulcinea, entre otras cosas porque la mayoría de ellas son forasteras. O navarras, en el caso de las clarisas (también hay una paraguaya), o de Madagascar, en el de las trinitarias. Vinieron hace poco para llenar el vacío de un edificio en el que sólo hay ya siete monjas. Con sus hábitos blanquísimos, el color de la piel de las africanas destaca aún más mientras participan, a un lado del altar, en el triduo en honor de no sé qué santo que se celebra estos días. Cerca de allí, en el convento de las clarisas, entre tanto, las únicas a las que encuentro es a las dos antiguas demandaderas, dos hermanas de 95 y 90 años, una viuda y otra soltera, que contemplan la tarde en el jardincillo que está pegado al convento y que ellas disfrutan casi en exclusiva, ya que la parte del edificio en la que residen da directamente a él.
—¿Y no se han jubilado?— les pregunto.
—No, si jubiladas estamos —me dice Josefa, que es la mayor, con una sonrisa—. Lo que pasa es que las monjas nos dejan seguir viviendo aquí.
—Llevamos desde que acabó la guerra— dice la hermana, que, aunque se fue cuando se casó, ha vuelto al quedarse viuda.
—¿Han leído el Quijote?— les pregunto.
—No— me confiesan a dúo.
—¿Quieren que les lea un poco?
— Si usted quiere… —aceptan con curiosidad.
—“Media noche era por filo, poco más o menos, cuando don Quijote y Sancho dejaron el monte y entraron en El Toboso. Estaba el pueblo en un sosegado silencio…” — leo en voz alta para las dos mujeres y para los pájaros que alegran el jardincillo con sus trinos y aleteos a esta hora en la que las campanas de los dos conventos, el de las trinitarias y el de las clarisas, llaman a vísperas como vienen haciendo día tras día desde los tiempos de Dulcinea y de don Quijote.
—¡Muy bonito!— dicen las dos hermanas cuando acabo de leer.
Cervantes y la orden de la Trinidad
Al monasterio de la Inmaculada y San José de El Toboso, que ocupa una superficie de 9.000 metros cuadrados y tiene una fachada de cien metros (en un pueblo de dos mil vecinos), se le conoce como El Escorial de La Mancha, no sólo por sus dimensiones, sino por recordar el estilo del monasterio herreriano. Fundado en 1660, las monjas trinitarias llevan en él prácticamente desde entonces. Y, aunque parezca anecdótico, no deja de ser curiosa la relación de esta orden religiosa con Cervantes, que no sólo fue rescatado de su prisión en Argel por frailes de ella, que pagaron 500 ducados de oro por su libertad, sino que reposa en otro convento de monjas trinitarias en Madrid ¿Casualidad o simpatía del genial manco por una orden que el seguidor de su obra se encuentra continuamente al estudiar su vida?
IX
Julio Llamazares, "La gloria de Cervantes", en El País, 9 de agosto de 2015:
Alcázar de San Juan guarda una partida de bautismo que se atribuye al autor del ‘Quijote’.
Alcázar de San Juan, la capital de La Mancha para Azorín, disputa a Alcalá de Henares y a otros lugares de España no el honor de ser la patria de don Quijote, sino la de Cervantes, que es más difícil. Mientras que en la biografía de don Quijote todo es ficción, en la de Cervantes hay documentos, alguno tan incontestable como el de la partida de su bautismo católico. Que está en Alcalá de Henares o por lo menos eso yo he oído y leído.
Pero el dueño del hotel en el que he dormido no está dispuesto a aceptar tal cosa. Para él no está nada claro dónde nació Cervantes y, como mucho, deja lugar a la duda, pero no para que cualquier lugar se apunte a la controversia (“¡Hasta Infantes quiere ahora, fíjese, ser la patria de Cervantes!”), sino para discutirlo únicamente entre Alcalá de Henares y Alcázar:
—Dicen que, cuando iba a morir —me cuenta, totalmente en serio—, a Cervantes le preguntaron de dónde era. Y él respondió que de Alca… y, antes de seguir, murió.
Para el sacristán, la redacción del documento no deja lugar a dudas
—¡Pues vaya!— le digo yo, divertido.
En la iglesia mayor del pueblo, de proporciones catedralicias y con trazas de haber sido una mezquita anteriormente (hay restos en sus paredes de yesos árabes), el sacristán, que está más versado, me explica las razones por las que, según él, el nacimiento de Cervantes en Alcalá de Henares no es tan evidente. Lo que sucede, me dice, es que la villa del Henares tiene el apoyo de Madrid —“que es mucho apoyo”— apostilla— y Alcázar tiene que defender su candidatura por sí sola. Las razones son diversas según el sacristán de Santa María (que, mientras las enumera, me va enseñando la iglesia, incluido el camarín de la Virgen, sobre el altar: una auténtica bombonera rococó llena de oros y otros adornos), pero la principal de todas es la partida de bautismo que se guarda en el archivo parroquial y cuya redacción no deja lugar a dudas para él: “En nuebe días del mes de nobiembre de mil quinientos y cincuenta y ocho baptizó el Rvdo. Señor alª díaz pajares un hijo de blas de Cervantes Sabedra y de Catalina López que le puso (de) nombre Miguel”. Para remachar el clavo, en el margen de la anotación alguien escribió más tarde (un párroco del siglo XVIII, según el sacristán, que lo sabe todo) una frase que dice textualmente: “Este fue el autor de la Historia de Don Quixote”.
El resto de los argumentos, que van desde el gran conocimiento que Cervantes demuestra en su novela de la comarca de San Juan a que aún haya apellidos Cervantes y Saavedra en el pueblo o a que el famoso duque de Béjar, al que Cervantes dedicó su obra, fue prior de la Orden de San Juan, cuya capital era Alcázar, abundan en el origen alcazareño del autor del Quijote para el sacristán, que, pese a ello, se muestra posibilista y más abierto a otras opiniones que su vecino, el dueño del hotel:
—La gloria de Cervantes, de todos modos, fue su obra, no su vida, y ésa está claro que está íntimamente vinculada a Alcázar— concluye.
—En eso tienes razón— le digo.
Aparte de la iglesia de Santa María y del torreón que está enfrente de ella y que fue la sede del priorato de la Orden de San Juan, la defensora de Alcázar y su comarca durante siglos, el pueblo tiene otros puntos de interés (las iglesias de San Francisco y de Santa Quiteria, tan monumentales como la parroquial y, como ella, construidas con una piedra de color rojo que les da una calidez especial, y los conventos de la Trinidad —siempre la Trinidad unida a Cervantes— y de Santa Clara, éste convertido en hotel desde hace ya tiempo), pero el verdadero monumento del pueblo, al menos desde el siglo XIX, cuando se construyó, es la estación del ferrocarril, famosa en todo el país porque por ella pasaban todos los trenes que iban hacia el sur de España. En ella paraban muchos viajeros para comprar las famosas tortas de Alcázar, que todavía se venden a lo que veo, y cambiaban los equipos de maquinistas y ferroviarios por otros de refresco.
Y desde ella partió Azorín, después de recorrer La Mancha siguiendo a don Quijote, en dirección a Madrid un día del año 1905 dejando escritas estas palabras de despedida que uno comparte a pesar del tiempo transcurrido: “¿Habrá otro pueblo, aparte de éste, más castizo, más manchego, más típico, donde más íntimamente se comprenda y se sienta la alucinación de estas campiñas rasas, el vivir doloroso y resignado de estos buenos labriegos y la monotonía y la desesperación de las horas que pasan y pasan lentas, eternas, en un ambienta de soledad, de tristeza y de inacción? (…) Decidme, ¿no comprendéis en estas tierras los ensueños, los desvaríos, las imaginaciones desatadas del grande loco?”.
Las órdenes militares
La de San Juan de Malta fue una de las tres órdenes militares a las que el rey encargó la defensa de la Marca Media, como se llamaba en la Edad Media a la meseta que se extiende entre el río Tajo y Andalucía, cuando se reconquistó a los árabes.
En época de Miguel de Cervantes aún existían y mantenían un gran poder, tanto que, llegado un punto, la monarquía española se enfrentó a ellas para contrarrestarlo.
En La Mancha su memoria se conserva todavía en monumentos y en la toponimia histórica, especialmente en el nombre de los territorios a los que se extendía su influencia, como la comarca de San Juan o el Campo de Calatrava, en la provincia de Ciudad Real, o el de Santiago, mayoritario en las de Toledo y Cuenca.
X
Julio Llamazares, "El camino real de la Plata o de Sevilla", en El País, 12 de agosto de 2015:
Santa Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas en Malagón donde hoy quedan tan solo 14 monjas
De Málaga a Malagón dice el refrán popular sin que se conozca otra explicación para asociar las dos poblaciones que el parecido de sus nombres, puesto que están a cuatrocientos kilómetros una de la otra y no tienen nada en común. Una es una ciudad de mar y la otra un pueblón manchego rodeado de campos de cereal y de cultivos de regadío allí donde el río Guadiana lo permite.
A Malagón he llegado desde Fuente el Fresno por el histórico camino de la Plata, que nada tiene que ver con la vía romana de la Plata (la que une Astorga con Mérida), tras callejear un poco por la montaraz aldea que, como Puerto Lápice al otro lado de Villarrubia, surgió de las varias ventas que, aprovechando el puerto que allí se abre, se habían asentado a su vera. La aldea no tiene nada de particular (y, si lo tiene, yo no lo vi), por lo que mi parada en ella fue breve.
Los caminos en época de Cervantes
En la derrota de don Quijote hacia el sur, explica José Terrero, autor de una publicación titulada Las rutas de las tres salidas de don Quijote de la Mancha, Cervantes muestra tal vaguedad que es difícil determinar los sitios de sus aventuras. Sin embargo, la existencia ya en ese tiempo de repertorios de caminos, principalmente los de Villuga y Meneses, perfectamente señalizados y medidos permite hacer una aproximación de los pasos que seguirían el caballero andante y su escudero. Si tomamos, por ejemplo, el de la Plata, que iba desde Toledo a Sevilla, sabemos que pasaba por Ordaz, Los Yébenes, la venta de las Guadalerzas, Fuente el Fresno, Malagón, Peralvillo, Ciudad Real, Caracuel y, así, sucesivamente hasta llegar a Córdoba y a SevillIncluso los principales caminos eran penosos de andar, como Cervantes experimentó en sus carnes.
Malagón, en cambio, ya es otra cosa. Sin llegar a ser Alcázar o Tomelloso ni tener el encanto de Argamasilla o Campo de Criptana, merece una visita despaciosa siquiera sea porque aquí (en sus proximidades) sitúan algunos estudiosos del Quijote la famosa venta de Palomeque el Zurdo en la que trabajaba de criada Maritornes, la asturiana “ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana” que, junto con los venteros, curó al pobre don Quijote de las heridas del cuerpo que le habían producido unos arrieros yangüeses a los que se enfrentó ese día (y, ya ella sola, de noche, de las del alma, que eran mayores), y porque, por la misma época, unos años antes, Santa Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas, que todavía subsiste hoy. Lo leí apenas llegado al pueblo, mientras tomaba café en un bar, y me lo confirma el primer vecino al que le pregunto, que resulta ser, casualidades de la vida, hermano de dos monjas de clausura, una de ellas residente en el propio convento de Malagón. El hombre, que está sentado en un banco con su mujer, que sufre las consecuencias de un ictus, y con su cuidadora rumana (¡cuántos rumanos hay por todos estos pueblos!), en seguida se ofrece a acompañarme; se ve que se aburre con su mujer y la cuidadora.
El convento está cerca, en una calleja próxima, pero tardamos en llegar bastante tiempo, ya que Juan, que así se llama mi cicerone, un excartero de Fuente el Fresno y del barrio de Carabanchel de Madrid, anda con mucha dificultad, al final del cual divisamos el edificio, cuya fachada da a una plazoleta en la que están conversando dos mujeres.
—Tenemos suerte— me dice Juan— Está la monjera.
Se refiere a la más vieja de las dos, una señora gruesa y de andares torpes que, según Juan, es la que cuida de las monjas. Lo hará, no lo dudo, como él (“Cada poco vengo a verlas” me asegura), pero, mirando lo que le cuesta andar y no digamos ya encontrar la llave de la iglesia a Felipa, que así se llama la monjera, a uno se le hace difícil imaginarlo. Quizá le salve que las monjas son tan mayores como ella, según me dice Juan, cuya hermana, la que está aquí, tiene ya 82 años.
— ¿Y la otra?
— Igual: son mellizas. A la otra la veo menos; está en Daimiel, pero antes estuvo en Estella, en Navarra. Mi madre, la pobre, perdió los cuatro hijos que tuvo en el mismo año: las dos mellizas se metieron monjas, la otra hermana se casó y yo me fui a la mili a África ¡Cuánto lloró mi madre!— me cuenta Juan mientras me acompaña, después de santiguarse con el agua bendita de la pila, por la iglesia del convento, que la monjera acaba de abrir después de varios intentos, pues la llave pesa cerca de un kilo. La iglesia es rica y está muy limpia. Lo mejor es el retablo mayor, de estilo churrigueresco, y un Cristo crucificado al que le dicen el Cristo Verde por el color verdoso de la madera —El mantel del altar— me señala Juan al llegar a é— lo bordó una hija mía que hace bolillos.
Cae la tarde en Malagón. Felipa se va a su casa después de cerrar la iglesia y Juan y yo regresamos a donde éste dejó a su mujer, eso sí, después de santiguarse él por segunda vez (lo hizo al ir y, ahora, al volver) ante la talla de Santa Teresa que está sentada en la misma piedra desde la que la santa abulense veía crecer el convento en el lugar que una paloma le indicó que lo construyera, según dice la tradición. En el pueblo, mientras tanto, los coches van y vienen por las calles con la música a todo volumen ajenos a la clausura de las 14 monjitas que quedan en el convento y al forastero que ha llegado hoy siguiendo los pasos de don Quijote.
XI
Julio Llamazares, "De Calatrava la Vieja a Ciudad Real la Nueva", El País, 12 de agosto de 2015:
El vetusto castillo se impone en medio de la llanura como una enorme muela ennegrecida.
De Malagón a Ciudad Real apenas hay veinticinco kilómetros, pero antes me desvío —a la altura de Fernán Caballero— por la carretera que lleva a Calatrava la Vieja, la fortaleza que dominó todo este territorio en tiempos de la Reconquista y que fuera la sede de la orden militar que recibió su nombre de ella hasta su traslado a la de Calatrava la Nueva, sesenta kilómetros más al sur.
La fortaleza, anclada al borde del río Guadiana, que le sirvió de foso algún tiempo (mientras el castillo estuvo en manos de los árabes, que fueron sus constructores como principal avanzada defensiva de sus reinos; luego, cuando cayó en manos cristianas, el río, al quedar al norte de aquél, ya no servía de defensa), impresiona por su ferocidad tanto como por su decadencia. Especialmente a la hora a la que yo llego, que es la del atardecer, cuando el vetusto castillo se impone en medio de la llanura como una enorme muela ennegrecida que el cielo recorta una tarde más desde hace mil trescientos años, que es los que tiene cumplidos. El silencio y la dulzura de la hora, con el cereal segado, que llega hasta los mismos muros de la fortaleza, y la vegetación del río mezclando aromas a su alrededor, convierte este lugar en una fantasía, en una nueva ensoñación de la llanura ciudadrealeña que don Quijote convertiría en una aventura, pues vería guerreros en las almenas y en los adarves doncellas retenidas contra su voluntad que debería ir a rescatar presto. Menos mal que don Quijote está ya dormido en la eternidad en la que viven los héroes y sus creadores y el santero y su familia (su mujer y una hija adolescente) pueden disfrutar tranquilos de la cena que están tomando en la paz absoluta de la arboleda, delante del santuario en el que también viven. Está a escasos metros de la fortaleza y su capilla es muy visitada, según parece, pues guarda cientos de exvotos en cera y de otros materiales de la gente que viene a dar las gracias a la virgen de Calatrava la Vieja (de la Encarnación realmente) y a disfrutar de los merenderos que hay en torno al santuario y al castillo, como ahora hacen el santero y su familia antes de retirarse a dormir.
—¡Que aproveche!
—¡Muchas gracias!
El carillón y las esculturas
Aparte del Museo del Quijote, Ciudad Real ha sembrado sus calles de homenajes al personaje de Cervantes y a él mismo, un poco por reconocer el que le hizo a esta tierra con su novela y un mucho por aprovechar el tirón turístico que en torno a ella se ha producido de un tiempo acá.
Aparte de las esculturas de García Coronado y otros artistas (de don Quijote, de Sancho Panza, de Rocinante, del propio Cervantes), que presiden las plazas de la ciudad, en el reloj de la Casa del Arco, en la Plaza Mayor, un moderno carillón hecho a imitación del de Múnich o del de Bruselas, pero con don Quijote, Sancho y Cervantes como protagonistas, da las horas desde 2005, cuando se inauguró para celebrar los 750 años de la fundación de Ciudad Real.
Cerca de la ciudad, el aeropuerto que construyó una empresa que acaba de vendérselo a los chinos por 10.000 euros porque no sabía qué hacer con él lleva también el nombre de don Quijote. En fin.
A Ciudad Real llego ya de noche después de atravesar Peralvillo, que también cita Cervantes (como el lugar en el que Sancho Panza teme acabar si se sube al caballo Clavileño, el juguete de madera que vuela milagrosamente, y cuyo nombre se identificaba entonces con las ejecuciones de la Inquisición, que en Peralvillo ahorcaba a sus reos), y a la mañana, cuando me despierto, me dedico a visitarla pese a que en el Quijote ni se la nombra (sí, en cambio Miguelturra, pueblo que es casi ya un barrio de la ciudad, con perdón de los miguelturreños; lo hace al hablar de un vecino del pueblo, Andrés Pelerino, que se presenta en la ínsula Barataria ante Sancho Panza para pedirle dinero para casar a una hija). Es normal; don Quijote procuraba siempre andar por despoblado, lejos de las ciudades y de los pueblos donde no iba encontrar aventuras y sí percances y contratiempos.
Pero a Ciudad Real no le importa, a lo que se ve, ese olvido; al contrario, la ciudad fundada por el rey Alfonso X el Sabio —de ahí su nombre— como contrapeso de la monarquía ante el creciente poder de las órdenes militares en la zona presume, como todos los pueblos y las ciudades de la provincia, nada más y nada menos que de ser la capital del Quijote, que es decir mucho y nada a la vez, dependiendo de cómo uno lo entienda. Como lo entienden Charly (Francisco Javier López), el director de los museos municipales de Ciudad Real y amigo de la juventud al que visito en su puesto de mando del Palacio de Villaseñor, frente a la catedral del Prado, y Valeriano Villajos, el archivero municipal, es con escepticismo, como corresponde a dos personas inteligentes. “De algo tenemos que vivir”, ironiza Charly, que ni siquiera es de Ciudad Real, aunque lleva ya media vida aquí.
Con escepticismo o no, después de tomar café (“Hoy no tenemos prisa”, dicen el director de museos y el archivero municipal, “pues aún no se ha constituido el nuevo Ayuntamiento, así que no tenemos jefes”) me acompañan a ver el Museo del Quijote, creado en honor de éste y en el que lo mejor, aparte del edificio, que está muy bien, son las reproducciones de instrumentos de simulación de ruidos (lluvia, truenos, ventoleras...) que se usaban en el teatro en época de Cervantes, que es lo que más interesa a los escolares que lo visitan, mucho más que la colección de Quijotes de la biblioteca y que los moldes de las esculturas de Joaquín García Coronado, dónde va a parar. Y a mí también, aunque me lo callo.
XII
Julio Llamazares, "El Campo de Calatrava", en El País, 15 de agosto de 2015:
La fortaleza en ruinas de Alarcos domina el territorio donde se libró la mayor batalla de la Reconquista antes de la decisiva de las Navas de Tolosa.
Cervantistas hay, como el citado José Terrero, que defienden que la derrota de don Quijote hacia Sierra Morena fue por el este de la provincia ciudadrealeña, esto es, por el Campo de Montiel o, como mucho, por el camino de Granada, pero yo cada vez me convenzo más de que fue por el Campo de Calatrava por donde el hidalgo y Sancho buscaron su “sitio penitencial” huyendo de la Santa Hermandad y la justicia tras los diversos encuentros y enfrentamientos con todo tipo de personas que iban sumando a su cuenta ¿Que por qué? Porque, viendo estos caminos polvorientos, estas colinas descarnadas, estos castillos feroces y abandonados del viejo Campo de Calatrava, uno se imagina perfectamente las distintas escenas del Quijote que se suceden en la segunda salida de éste, camino de Sierra Morena: la de la liberación de los galeotes, la del encuentro con el Cuerpo Muerto (aunque ésta, si es verdad que está inspirada en el traslado del cuerpo momificado de San Juan de la Cruz de Úbeda hacia Segovia, tendría más lógica que hubiera ocurrido en el camino de Granada que en el de Sevilla) o la batalla contra los rebaños.
En Alarcos, por ejemplo, mirando la fortaleza en ruinas que domina el territorio (hoy amplio campo de cereal) donde se libró la mayor batalla de la Reconquista antes de la decisiva de las Navas de Tolosa, con casi 500.000 jinetes en contienda, uno imagina a don Quijote y Sancho admirados de la grandiosidad del sitio, que impone aún a pesar de su soledad de hoy. Ni siquiera los arqueólogos que continúan excavando el castillo calatravo han acudido a su cita con él. Sólo yo, que, como don Quijote y Sancho, miro hacia el cielo y vuelvo al camino escuchando en mis oídos los gritos de los guerreros y los relinchos de los caballos peleando todavía en la memoria de este lugar tan histórico.
Viendo estos caminos, uno se imagina perfectamente las escenas de la novela.
En Caracuel, más abajo, el castillo ni siquiera está excavándose como las ruinas de Alarcos o las de Calatrava la Vieja. Subido en un peñón inaccesible, permanece incólume a todos los vientos como los dos centenares de vecinos que sobreviven en esta aldea en medio del cereal. “Y eso contando a los que ya estamos medio muertos”, me dice uno de ellos, Manuel Garrido, con bigotillo y aire de hidalgo, que comparte su aburrimiento con un vecino al que le han hecho una traqueotomía. Ni uno ni otro saben que Caracuel aparece citado en El Quijote, que no han leído, por supuesto.
Villamayor, el pueblo natal de Manuel Garrido (“El hombre nace en su pueblo y muere en el de la mujer”, me ha dicho), se asoma ya al valle de Almodóvar, que fue durante siglos la capital de toda esta zona hasta que Puertollano empezó a crecer con el empuje de la minería. Almodóvar decayó mucho desde entonces, eclipsado por su antigua pedanía, que hoy es el polo industrial de Ciudad Real y por el que pasan todas las comunicaciones (el AVE la última de ellas), pero no renuncia a su capitalidad histórica, que le hizo, por ejemplo, aparecer en El Quijote como una de las dos únicas referencias que Cervantes da del viaje de su protagonista hacia Sierra Morena (la otra es El Viso, cerca de Despeñaperros): “Se entraron por una parte de Sierra Morena (…) llevando Sancho la intención de ir a salir al Viso o al Valle de Almodóvar del Campo, y esconderse algunos días por aquellas asperezas”.
—Puertollano será lo que sea, pero el pueblo importante es Almodóvar— me dice sonriendo Margarita, que resulta ser profesora de Geografía e Historia en un Instituto de Puertollano, aunque vive aquí.
El castillo de Caracuel permanece incólume a los vientos, como sus vecinos.
Margarita, a la que he preguntado por casualidad (siempre el azar guiando mi suerte), lo sabe todo de su pueblo y, aunque tiene algo de prisa, pues va a ver a sus padres, “que ya están mayores”, me enseña los edificios más importantes de él, desde la monumental iglesia, propia de un pueblo rico, con la techumbre mudéjar hecha en una sola pieza mayor de España, parece, al Teatro Principal, de 1845 (“una auténtica joya”, según Margarita), pasando por los palacios de familias nobles que jalonan el entramado urbano del pueblo. Que tiene mucho sabor también, pues recuerda su época de esplendor, ligado a la trashumancia y a la carretería.
Margarita se va y me deja en un parque, una cesión a su pueblo de un tal Francisco Laso, diputado en las Cortes de Madrid y miembro de una de las familias pudientes de Almodóvar cuya decimonónica estatua preside el jardín en el que un grupo de jubilados se ha refugiado del calor, como todas las tardes. Cerca de ellos, en un pequeño estanque, la escultura de una serpiente negra saliendo del agua y ahogando a un cisne blanco me hace recordar a Puertollano y Almodóvar, aunque en seguida lo olvido porque tendré que ir a dormir al primero. En Almodóvar ya no hay hotel.
Los encierros de Almodóvar
A la salida de Almodóvar (o a la entrada, viniendo de Puertollano), un monumento en una rotonda homenajea a una tradición del pueblo que los almodovareños pretenden sea la más antigua en su género de España, por delante de la de Cuéllar, en Segovia, que es la que detenta el título: los encierros de toros que se celebran en sus fiestas de setiembre, dedicadas nada más y nada menos que a tres patrones distintos: la Virgen del Carmen, San Juan Bautista de la Concepción y San Juan de Ávila, estos dos últimos hijos del pueblo.
Aunque la que atropelló a don Quijote y a Sancho lo hizo cerca de Zaragoza, ¿no sería una de esas manadas de toros cuyo encuentro era habitual por estas sendas ganaderas hasta la llegada del ferrocarril la que inspiró a Cervantes la famosa escena?
XIII
"Los pastores de Alcudia", 15 de agosto de 2015:
Las carreteras que cruzan el valle son en su mayoría antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como el de la Plata
La noche de Puertollano, con trago en la Fuente Agria del doctor Limón incluido, me dejó dispuesto para la travesía que esta mañana comienzo y que me llevará a cruzar, en viaje de ida y vuelta, “las asperezas” de Sierra Morena. Para llegar a ésta, no obstante, tengo antes que cruzar el valle que atravesé una vez hace muchos años y cuya espectacular belleza nunca olvidé desde entonces: el valle de Alcudia.
El valle de Alcudia surge cruzada la sierra de la Solana de Alcudia, una cadena de montes que anteceden a Sierra Morena, con la que forma la depresión intermedia que es conocida en todo el país por su abundancia de pastos y su riqueza ganadera. Se trata de una planicie que se extiende de este a oeste durante más de 60 kilómetros y que tiene en La Bienvenida y en Alamillo sus dos pueblos principales; aunque sus puertas de entrada y salida son Brazatortas, por el este, y Almadén, por el oeste. En medio de estos dos pueblos, kilómetros y kilómetros de pastizales, verdes en el invierno y en primavera y amarillos cuando se acerca el verano. Que era cuando se ponían en marcha (y aún se ponen algunos, pocos) los millares de cabezas de ganado que hacían la trashumancia hacia el centro y el norte de la península en una estampa que recordaba a las del lejano Oeste.
Y que lo recuerda aún. Porque las carreteras que cruzan el valle, la mayoría de ellas antiguos cordeles y cañadas de la Mesta o caminos como el de la Plata, que es el que yo llevo, van dejando a un lado y a otro rebaños y hatos de vacas que pastan tranquilamente en la soledad de este fin del mundo en el que apenas hay algunas casas de labor y cobertizos para la estabulación de aquellos; una de ellas, en la finca llamada la Pastora (en realidad la Divina Pastora), una extensión de dos mil hectáreas en la que pastan 500 vacas y 1.500 ovejas, la que fuera famosa venta del Molinillo, citada por Cervantes en su novela ejemplar Rinconete y Cortadillo. “En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a Andalucía” sitúa el encuentro de los dos pícaros que se dirigen hacia Sevilla en busca de mejor fortuna y que a partir de aquí viajarán ya juntos en el comienzo de una novela que aparece citada a su vez, en un juego literario típico de su autor, tan innovador en muchos aspectos, en El Quijote, concretamente en la escena de la primera parte del libro en la que el dueño de la venta de la que sale enjaulado don Quijote camino de su aldea nuevamente le da al cura una maleta que un huésped dejó olvidada y en la que, aparte de unos papeles, hay dos novelas: El curioso impertinente y Rinconete y Cortadillo, lo que ha hecho pensar a algún cervantista que el viajero olvidadizo era Cervantes y la venta ésta del Molinillo de Alcudia.
Cuando yo llego a ella, lo hago a la vez que un todoterreno en el que vienen su dueño y el capataz de la finca, que me reciben con desconfianza. No les debe de gustar que los curiosos merodeen por la propiedad. Pero en seguida se tranquilizan cuando les cuento el verdadero motivo de mi presencia en ella ¡Don Quijote! ¡Otro chiflado más de los que de cuando en cuando aparecen! parecen pensar para sus adentros, aunque no me lo digan, lógicamente.
La encina de las mil ovejas
Cerca de la Pastora, en la finca Morillo, junto a la carretera de Fuencaliente, que es la que une Ciudad Real con Andalucía por esta parte de Sierra Morena, hay una encina que es conocida popularmente como la de las mil ovejas porque dicen que bajo ella cabe ese número de animales. Otros la llaman la encina milenaria, atribuyéndole una edad que seguramente no tenga.Verdad o no (lo de las mil ovejas, no lo de la edad), lo cierto es que la encina tiene tal envergadura que se ha convertido en un emblema del valle de Alcudia, al que representa incluso en algunos folletos de propaganda turística.
—Eso dicen— se encoge Ángel de hombros mostrando una indiferencia total hacia lo que yo le cuento. El chico está curtido por el sol y tiene brazos y cuerpo de trabajar mucho físicamente —¡Yo de libros!…
Isabel, la madre, que sale a tender la ropa en este momento, sabe algo más “de libros”, pero tampoco mucho. “Viene gente”, dice, “a ver la casa de cuando en cuando, pero nada más”. La mujer, que es de Brazatortas (el que es nacido aquí es su marido, hijo y nieto de encargados de la finca), confiesa vivir feliz en este lugar, pero por la tranquilidad del campo, no porque su casa aparezca en el Quijote.
Entre tanto, su marido y el dueño de la finca contemplan a lo lejos el paso por el camino de las 500 vacas limusinas que son el orgullo de la Pastora.
XIV
"La venta de la Inés", 16-XII-2015:
Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina desde que aquí cambiaban los tiros de las diligencias.
Vías del ferrocarril del AVE Madrid-Sevilla por el medio (¡qué
inteligencia la de los ingenieros de Caminos, que las trazaron, después
de muchos estudios, por donde siempre fue el camino real sin necesidad
de hacerlos), las ventas del Molinillo y del Alcalde, hoy de la Inés,
eran las dos últimas que los viajeros hallaban antes de adentrarse en
Sierra Morena de lleno, que son palabras mayores y más en tiempos de don
Quijote, en los que estaba llena de bandoleros. Impone incluso hoy,
cuando nadie asalta ya a los viajeros porque no hay, salvo algún curioso
como yo o senderistas con ganas de andar caminos perdidos.
La venta de la Inés tiene, además, otro aliciente añadido. Es la familia que la habita (hoy ya el padre y la hija solamente) y que es conocida por todos los cervantistas porque a todos ha acogido alguna vez en su cocina; una cocina a la antigua usanza, con el fuego en el suelo y sobre él la gran chimenea por la que se escapa el humo. Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina (ni en la casa, a lo que veo: el zaguán de entrada empedrado, el portalón trasero y la huerta, hasta el propio mobiliario, que es muy antiguo) desde que aquí cambiaban los tiros las diligencias y los correos cuando Cervantes andaba por estos caminos.
La familia Ferreiro, padre e hija, me recibe como a un cervantista más. Él, a fuerza de repetir sus historias, tiene ya un deje característico (como de personaje antiguo y algo anacrónico), mientras que la hija, que está impedida a causa de una enfermedad de nacimiento y de un accidente sufrido con sólo dos años (se cayó al fuego de la cocina, no en ésta, sino en la de la vecina venta del Molinillo, que yo acabo de dejar atrás), asiente a todo lo que dice, que se sabe ya de memoria, pero que escucha con veneración filial. La madre, enferma de Parkinson, vive desde hace dos años en Brazatortas con uno de sus dos hijos varones, que es el que está más cerca.
—¡Cuánto navegó la pobre —la compadece Felipe, su marido— con esta hija todo el día a cuestas!
El parlamento de Felipe va de un lugar a otro mientras Navia, al que ya conoce, le hace fotos, y la hija y yo lo escuchamos, ella sentada en su sillita de mimbre al lado del fuego y yo a la mesa, tomando notas. Desde que entré en la casa estoy impactado, no sólo por la antigüedad de ésta, sino por la dura imagen que padre e hija componen. Una imagen que recuerda, actualizada a día de hoy, la novela Los santos inocentes, de Delibes.
—Alcudia tiene 365 valles, tantos como días del año— dice Felipe en este momento, para saltar a continuación a otro tema, y luego a otro, hasta llegar al que más le preocupa desde hace tiempo: el pleito que mantiene con los que él llama los poderosos, esto es, los dueños de la finca en cuyo territorio está enclavada la casa, por culpa del agua. Pero tampoco se fía de la justicia. “Los jueces son como las tormentas: donde caen arrasan con todo”, asegura.
Con los médicos le sucede igual (“¡Como te toque un matasanos, ya puedes coger la manta y salir corriendo!”, exclama), aunque de su médica de cabecera en Almodóvar, que es el Ayuntamiento al que pertenecen a pesar de la lejanía, dice que “vale un cortijo”. Y lo mismo le pasa con la compañía eléctrica: “Nos echaron la luz el 28 de diciembre de 2007, día de los Inocentes, y fue una auténtica inocentada, pienso yo: la última factura que nos llegó es de 140 euros. Creo que voy a llamar y decir que nos la quiten otra vez”, afirma mientras su hija Carmen asiente con la cabeza; se ve que su padre es Dios para ella.
Pero la verdadera pena que a Felipe le carcome el corazón, la preocupación que le llena de pesadumbre y con la que se irá a la tumba según asegura él mismo sin preocuparse de que su hija le esté escuchando (lo habrá oído ya mil veces), es ésta precisamente. “Hombre muerto no sufre”, dice por él, “pero ¿qué será de Carmen cuando yo no pueda cuidarla?”. Se arrepiente de no haber aceptado el ofrecimiento de un gobernador civil de Ciudad Real de ingresar a su hija en un centro especial cuando era pequeña, ofrecimiento que su mujer y él rechazaron por no separarse de ella, viéndola tan desvalida. Nos los dice a Navia y a mí al tiempo que nos enseña algunas fotos familiares e insiste en que comamos el guiso que ha preparado en el fuego, como cada día desde que su mujer se fue, para él y para su hija, que acababa de comer cuando llegamos.
—Gracias, pero aún es pronto para nosotros— me excuso, lleno de agradecimiento.
—¿Nos volveremos a ver?
—Espero.
XV
"Peña Escrita, el corazón de Sierra Morena", 17 de agosto de 2015:
El camino sigue para encontrar el lugar al que se retiró el hidalgo para cumplir penitencia.
La venta de la Inés tiene, además, otro aliciente añadido. Es la familia que la habita (hoy ya el padre y la hija solamente) y que es conocida por todos los cervantistas porque a todos ha acogido alguna vez en su cocina; una cocina a la antigua usanza, con el fuego en el suelo y sobre él la gran chimenea por la que se escapa el humo. Nada ha cambiado sustancialmente en esta cocina (ni en la casa, a lo que veo: el zaguán de entrada empedrado, el portalón trasero y la huerta, hasta el propio mobiliario, que es muy antiguo) desde que aquí cambiaban los tiros las diligencias y los correos cuando Cervantes andaba por estos caminos.
La familia Ferreiro, padre e hija, me recibe como a un cervantista más. Él, a fuerza de repetir sus historias, tiene ya un deje característico (como de personaje antiguo y algo anacrónico), mientras que la hija, que está impedida a causa de una enfermedad de nacimiento y de un accidente sufrido con sólo dos años (se cayó al fuego de la cocina, no en ésta, sino en la de la vecina venta del Molinillo, que yo acabo de dejar atrás), asiente a todo lo que dice, que se sabe ya de memoria, pero que escucha con veneración filial. La madre, enferma de Parkinson, vive desde hace dos años en Brazatortas con uno de sus dos hijos varones, que es el que está más cerca.
Casas de postas y diligencias
El tráfico de personas y mercancías se hizo durante siglos en diligencias y en caballerías, las cuales tenían que ser atendidas en las distintas casas de postas que había en los caminos a tal fin. Herederas de las antiguas ventas, las casas de postas subsistieron hasta la llegada del ferrocarril, que terminó con las diligencias y con el transporte a lomo de caballerías. Como la venta de la Inés, muchos de esos lugares subsisten aún y en ellas el recuerdo de unos tiempos de los que las fotografías y otros objetos dan fe, así como de una actividad, la arriería, que hoy nos parece romántica, pero que fue muy dura y sacrificada para quienes la ejercieron.—¡Cuánto navegó la pobre —la compadece Felipe, su marido— con esta hija todo el día a cuestas!
El parlamento de Felipe va de un lugar a otro mientras Navia, al que ya conoce, le hace fotos, y la hija y yo lo escuchamos, ella sentada en su sillita de mimbre al lado del fuego y yo a la mesa, tomando notas. Desde que entré en la casa estoy impactado, no sólo por la antigüedad de ésta, sino por la dura imagen que padre e hija componen. Una imagen que recuerda, actualizada a día de hoy, la novela Los santos inocentes, de Delibes.
—Alcudia tiene 365 valles, tantos como días del año— dice Felipe en este momento, para saltar a continuación a otro tema, y luego a otro, hasta llegar al que más le preocupa desde hace tiempo: el pleito que mantiene con los que él llama los poderosos, esto es, los dueños de la finca en cuyo territorio está enclavada la casa, por culpa del agua. Pero tampoco se fía de la justicia. “Los jueces son como las tormentas: donde caen arrasan con todo”, asegura.
Con los médicos le sucede igual (“¡Como te toque un matasanos, ya puedes coger la manta y salir corriendo!”, exclama), aunque de su médica de cabecera en Almodóvar, que es el Ayuntamiento al que pertenecen a pesar de la lejanía, dice que “vale un cortijo”. Y lo mismo le pasa con la compañía eléctrica: “Nos echaron la luz el 28 de diciembre de 2007, día de los Inocentes, y fue una auténtica inocentada, pienso yo: la última factura que nos llegó es de 140 euros. Creo que voy a llamar y decir que nos la quiten otra vez”, afirma mientras su hija Carmen asiente con la cabeza; se ve que su padre es Dios para ella.
Pero la verdadera pena que a Felipe le carcome el corazón, la preocupación que le llena de pesadumbre y con la que se irá a la tumba según asegura él mismo sin preocuparse de que su hija le esté escuchando (lo habrá oído ya mil veces), es ésta precisamente. “Hombre muerto no sufre”, dice por él, “pero ¿qué será de Carmen cuando yo no pueda cuidarla?”. Se arrepiente de no haber aceptado el ofrecimiento de un gobernador civil de Ciudad Real de ingresar a su hija en un centro especial cuando era pequeña, ofrecimiento que su mujer y él rechazaron por no separarse de ella, viéndola tan desvalida. Nos los dice a Navia y a mí al tiempo que nos enseña algunas fotos familiares e insiste en que comamos el guiso que ha preparado en el fuego, como cada día desde que su mujer se fue, para él y para su hija, que acababa de comer cuando llegamos.
—Gracias, pero aún es pronto para nosotros— me excuso, lleno de agradecimiento.
—¿Nos volveremos a ver?
—Espero.
XV
"Peña Escrita, el corazón de Sierra Morena", 17 de agosto de 2015:
El camino sigue para encontrar el lugar al que se retiró el hidalgo para cumplir penitencia.
Por Azuel, dando la vuelta hacia Fuencaliente, nos internamos de
nuevo en Sierra Morena después de dejar Conquista y a sus guardabosques
(uno de los cuales se animó a hablar al final y me contó, entre otras
cosas, que muchos de los que vienen a las monterías de La Garganta, como
se llama la finca del Duque de Westminster, lo hacen más “a la caza del
conejo que a la del ciervo”) con intención de encontrar el lugar exacto
al que, en opinión de Astrana Marín y Agostini, se habría retirado don
Quijote para cumplir penitencia al modo en que lo hizo su admirado
maestro Amadís de Gaula; es decir, el sitio en el que, huyendo de la
Santa Hermandad, que lo perseguía, el hidalgo manchego acabó de
enloquecer del todo. Hay teorías que lo sitúan aquí y allá a lo largo de
Sierra Morena, pero Astrana lo identifica con Peña Escrita, un peñón
con inscripciones rupestres en sus cortados y que coincide con la
descripción que del lugar de retiro de don Quijote hace Cervantes:
“Llegaron en estas pláticas al pie de una montaña que, así como peñón
tajado, estaba sola entre muchas que la rodeaban. Corría por su falda un
manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y
vicioso que daba contento a los ojos que le miraban…”. Fuera o no éste
de Peña Escrita, el escenario coincide con la descripción y, por si le
faltara algo, dista ocho leguas de Almodóvar, que son las que para
Cervantes también había, según escribe.
Llegar a Peña Escrita, empero, no es fácil. Desde Fuencaliente, el último pueblo de Ciudad Real (el primero para nosotros, que volvemos ahora de Andalucía) pero que está ya en la vertiente sur de Sierra Morena —lo cual coincide con la afirmación del cabrero que le cuenta a don Quijote la desdichada historia de amor de Cardenio, que está escondido por estos montes, y que dice de sí mismo que es de una ciudad “de las mejores de esta Andalucía”—, un lugar enriscado en la montaña y asentado sobre un manantial termal que le ha dado nombre al pueblo y a su Virgen, la de los Baños, cuya iglesia está justo sobre aquél, y su principal atractivo turístico, hasta el sitio al que se retiró don Quijote hay sólo cuatro kilómetros, pero, a partir del desvío de la carretera, las sendas se ramifican, con lo que el riesgo de perderse es grande. Menos mal que el peñón lo domina todo, no sólo el sendero de acceso, sino los olivares y bosques que rodean éste y el caserío de Fuencaliente, que queda al fondo, en una montaña, más andaluz que manchego tanto por situación geográfica como por el encalado de sus edificaciones.
De Peña Escrita se ha escrito mucho y no sólo por don Quijote. Según las guías, se trata del primer yacimiento rupestre que se investigó en España, algo que hizo en 1783 un clérigo cordobés, José López de Cárdenas, que fue su descubridor; al parecer, realizaba una recogida de minerales por la zona para el conde de Floridablanca. Si se conocía o no en tiempo de don Quijote y si Cervantes había oído hablar de él es otro misterio, aunque cabe la posibilidad, puesto que están a la vista de todos, que éstas y otras pinturas, pues hay más repartidas por la zona, las conocieran ya los pastores de Fuencaliente, aunque no le dieran mayor valor, por desconocerlo. Las pinturas, sin embargo, son tan hermosas que emocionan, sobre todo a la hora a la que Navia y yo llegamos delante de ellas, que es la del atardecer, cuando el sol baña la peña realzando todavía más el ocre de su color y el rojo sangre de las pinturas, cuyos trazos esquemáticos representan figuras antropomórficas y zoomórficas y motivos geométricos. ¡Cómo no imaginar aquí a don Quijote, como nos lo muestra Cervantes, hablando solo y comiendo yerbas, escribiendo versos a Dulcinea en las cortezas de los árboles o dando volteretas en camisa si el escenario se presta a ello y no hay nadie en kilómetros a la redonda! Al menos, eso parece mientras la tarde cae sobre Peña Escrita y sobre los desfiladeros y montes que en torno a ella se van oscureciendo poco a poco, como sus pinturas neolíticas, un día más desde hace miles de años. Casi tantos como lleva corriendo abajo, al pie de la peña, el arroyo llamado de la Batanera, un riachuelo montaraz que va formando cascadas en su caída y que incluso alimenta una laguna en la que Astrana Marín quiso ver también el escenario de la aventura de los batanes y no en la laguna Batana de Ruidera, en la que la localizaron Azorín y otros. Fuera en el lugar que fuera, lo cierto es que cualquiera de ellos valdría para enmarcar el miedo de don Quijote y la belleza de una novela que por imaginaria ocurren todos los lugares y en ninguno.
La peculiaridad de don Quijote es que Dulcinea, su inalcanzable y adorada amada, ni siquiera le ha traicionado, pues sólo existe en su imaginación.
XVI
"La comedia del mundo", 18 de agosto de 2015:
Iglesias, calles, conventos, la Plaza Mayor... Todo recuerda en Almagro tiempos pasados y tiene algo de coreografía.
Llegar a Peña Escrita, empero, no es fácil. Desde Fuencaliente, el último pueblo de Ciudad Real (el primero para nosotros, que volvemos ahora de Andalucía) pero que está ya en la vertiente sur de Sierra Morena —lo cual coincide con la afirmación del cabrero que le cuenta a don Quijote la desdichada historia de amor de Cardenio, que está escondido por estos montes, y que dice de sí mismo que es de una ciudad “de las mejores de esta Andalucía”—, un lugar enriscado en la montaña y asentado sobre un manantial termal que le ha dado nombre al pueblo y a su Virgen, la de los Baños, cuya iglesia está justo sobre aquél, y su principal atractivo turístico, hasta el sitio al que se retiró don Quijote hay sólo cuatro kilómetros, pero, a partir del desvío de la carretera, las sendas se ramifican, con lo que el riesgo de perderse es grande. Menos mal que el peñón lo domina todo, no sólo el sendero de acceso, sino los olivares y bosques que rodean éste y el caserío de Fuencaliente, que queda al fondo, en una montaña, más andaluz que manchego tanto por situación geográfica como por el encalado de sus edificaciones.
De Peña Escrita se ha escrito mucho y no sólo por don Quijote. Según las guías, se trata del primer yacimiento rupestre que se investigó en España, algo que hizo en 1783 un clérigo cordobés, José López de Cárdenas, que fue su descubridor; al parecer, realizaba una recogida de minerales por la zona para el conde de Floridablanca. Si se conocía o no en tiempo de don Quijote y si Cervantes había oído hablar de él es otro misterio, aunque cabe la posibilidad, puesto que están a la vista de todos, que éstas y otras pinturas, pues hay más repartidas por la zona, las conocieran ya los pastores de Fuencaliente, aunque no le dieran mayor valor, por desconocerlo. Las pinturas, sin embargo, son tan hermosas que emocionan, sobre todo a la hora a la que Navia y yo llegamos delante de ellas, que es la del atardecer, cuando el sol baña la peña realzando todavía más el ocre de su color y el rojo sangre de las pinturas, cuyos trazos esquemáticos representan figuras antropomórficas y zoomórficas y motivos geométricos. ¡Cómo no imaginar aquí a don Quijote, como nos lo muestra Cervantes, hablando solo y comiendo yerbas, escribiendo versos a Dulcinea en las cortezas de los árboles o dando volteretas en camisa si el escenario se presta a ello y no hay nadie en kilómetros a la redonda! Al menos, eso parece mientras la tarde cae sobre Peña Escrita y sobre los desfiladeros y montes que en torno a ella se van oscureciendo poco a poco, como sus pinturas neolíticas, un día más desde hace miles de años. Casi tantos como lleva corriendo abajo, al pie de la peña, el arroyo llamado de la Batanera, un riachuelo montaraz que va formando cascadas en su caída y que incluso alimenta una laguna en la que Astrana Marín quiso ver también el escenario de la aventura de los batanes y no en la laguna Batana de Ruidera, en la que la localizaron Azorín y otros. Fuera en el lugar que fuera, lo cierto es que cualquiera de ellos valdría para enmarcar el miedo de don Quijote y la belleza de una novela que por imaginaria ocurren todos los lugares y en ninguno.
Del Beltenebrós a Orlando furioso
Según Martín de Riquer, el medievalista que posiblemente más ha estudiado el Quijote,el retiro penitencial es un tópico de la novela caballeresca que aparece ya en Chrétien de Troyes y en los relatos de Lancelot du Lac. Según Riquer, sin embargo, los modelos que don Quijote tiene más presentes son Amadís de Gaula y Orlando furioso. Ambos, desesperados por una traición de amor, se retiran del mundo y se esconden en bosques donde se entregan a la melancolía, el primero, que incluso cambia de nombre y toma el de Beltenebrós (del provenzal Bel Tenebrós), o a la furia demencial e incontrolable, el segundo, que incluso llega a matar pastores y a arrancar árboles.La peculiaridad de don Quijote es que Dulcinea, su inalcanzable y adorada amada, ni siquiera le ha traicionado, pues sólo existe en su imaginación.
XVI
"La comedia del mundo", 18 de agosto de 2015:
Iglesias, calles, conventos, la Plaza Mayor... Todo recuerda en Almagro tiempos pasados y tiene algo de coreografía.
Aunque Cervantes no hace mención de ella, cuando don Quijote volvió
de Sierra Morena después de hacer penitencia y de esperar el regreso de
Sancho Panza de El Toboso, a donde le envió con una carta para Dulcinea,
dando por terminada su segunda salida de su aldea, por fuerza hubo de
pasar por Almagro, ciudad que entonces era la capital del Campo de
Calatrava y en la que tenía su residencia el gobernador. En ella
confluían los principales caminos que había en la época, entre ellos el
que llevaba hacia Argamasilla, que ya hemos dado por hecho era la patria
chica de don Quijote.
Si pasó por aquí, no obstante, no vio la que hoy es su principal atracción turística, pues aún faltaban algunos años, pocos, para que se construyera. Hablo del popular Corral de Comedias, el más antiguo de España y que todavía está en funcionamiento, con ciclos teatrales todo el año, pero principalmente en el verano, ni el museo del teatro que a su sombra se creó y en el que se encuentran algunas caricaturas de don Quijote. Tras recorrer en la noche como él el camino desde Sierra Morena y dormir a pierna suelta hasta bien avanzado el día (el viaje de ayer fue largo), Almagro se me antoja un decorado todo él y no sólo su Plaza Mayor, que lo es. Iglesias, calles, conventos, todo recuerda en Almagro tiempos pasados y tiene algo de coreografía. La comedia del mundo se representa aquí cada día sin necesidad de acudir al Corral de Comedias ni al Teatro Principal, que también es muy antiguo (de mediados del siglo XIX, aunque fue remodelado hace muy poco).
El convento de la Asunción, por ejemplo, desamortizado por Mendizábal como tantos otros, pero que, tras diversos usos, recuperó el primitivo, es ya un inmenso decorado en el que viven sólo dos frailes (“y uno ya viejo”, me dice la mujer que lo vigila) e igual sucede con el de San Agustín, del que ya sólo queda en pie la iglesia (monumental, eso sí, y pintada al fresco toda ella, lo que la convierte en un auténtico museo de pintura), que, desacralizada ya, se usa para conciertos. Otras, aunque todavía en activo, están cerradas habitualmente, pues en total hay media docena y los curas al frente de ellas son sólo dos. ¿Qué representación mayor que todas estas iglesias abandonadas o que se abren sólo para la misa, a la que seguramente acuden pocas personas?
Coetáneo de Lope de Vega, con el que compartió incluso calle en el Barrio de las Letras madrileño, compitió en desventaja siempre con él, que supo modernizar el viejo arte de la comedia y hacerlo más entretenido, mientras que Cervantes tenía una visión más tradicional y menos aceptada por el público al que dirigía sus obras.
Aparte de ello, Lope de Vega era también un triunfador social —con las mujeres tenía gran éxito, pese a ser clérigo—, lo que contribuyó a que el pobre Cervantes desarrollara hacia él una gran inquina. No todo iban a ser virtudes en el autor de la obra más importante de la literatura española.
A los palacios les pasa lo mismo. El de los Függer, por ejemplo, que era el principal de todos, ha pasado de ser la residencia de los banqueros de Carlos V, con el que vinieron desde Alemania cuando éste tomó posesión de la Corona española y que, como pago a sus continuos préstamos, les cedió en exclusiva los beneficios de las minas de mercurio de Almadén, a acoger diversas actividades, algunas tan pintorescas como las clases de baile moderno. Menos mal que en la planta baja del palacio, en lo que fuera una de sus habitaciones, se enseña a los turistas una recreación del despacho de sus antiguos dueños, aquellos Függer o Fúcar —en la versión españolizada de su apellido— que llegaron a atesorar tanto dinero que don Quijote los cita como paradigmas de la riqueza en la respuesta que da a una amiga de Dulcinea que, en su ensoñación onírica en la cueva de Montesinos, le pide seis reales para una necesidad de ésta. “Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos”, le dice don Quijote, atribulado, dándole los cuatro reales que lleva encima y que le había entregado Sancho Panza para “dar limosna a los pobres que topase por los caminos”. También en el jardín, que está prácticamente abandonado, se pueden ver dos tinajas en las que se guardaba el mercurio, metido en bolsas de cuero.
Pero donde la representación de Almagro alcanza sus máximas cotas de expresión, incluso por encima del Teatro Principal y del Museo del Teatro, es en la Plaza Mayor, que es un auténtico proscenio teatral, con sus edificaciones llenas de miradores y su disposición en forma de galería. Ni siquiera el Corral de Comedias, cuyo escenario y patio se esconden en un lateral de ella y que es en sí mismo otra representación del mundo (a un lado los actores y al otro los espectadores, de una banda los ricos y de otra las clases bajas, en primera fila las autoridades y atrás los desheredados de la fortuna), muestra con tanta fidelidad la comedia humana, ésa que se pone en marcha en la Plaza Mayor de Almagro cada mañana, cuando sus habitantes y los turistas se mezclan entre ellos representando cada uno su papel.
No es de extrañar que don Quijote y Sancho prefirieran los despoblados que las ciudades en sus deambular errante.
XVII
"Borondo, la venta que desaparece", 19 de agosto de 2015:
El lugar, ya abandonado, puede pasar por castillo, sus paredes por murallas... Se comprende bien que, si no esta, otra parecida inspiró a Cervantes para crear sus posadas.
Si pasó por aquí, no obstante, no vio la que hoy es su principal atracción turística, pues aún faltaban algunos años, pocos, para que se construyera. Hablo del popular Corral de Comedias, el más antiguo de España y que todavía está en funcionamiento, con ciclos teatrales todo el año, pero principalmente en el verano, ni el museo del teatro que a su sombra se creó y en el que se encuentran algunas caricaturas de don Quijote. Tras recorrer en la noche como él el camino desde Sierra Morena y dormir a pierna suelta hasta bien avanzado el día (el viaje de ayer fue largo), Almagro se me antoja un decorado todo él y no sólo su Plaza Mayor, que lo es. Iglesias, calles, conventos, todo recuerda en Almagro tiempos pasados y tiene algo de coreografía. La comedia del mundo se representa aquí cada día sin necesidad de acudir al Corral de Comedias ni al Teatro Principal, que también es muy antiguo (de mediados del siglo XIX, aunque fue remodelado hace muy poco).
El convento de la Asunción, por ejemplo, desamortizado por Mendizábal como tantos otros, pero que, tras diversos usos, recuperó el primitivo, es ya un inmenso decorado en el que viven sólo dos frailes (“y uno ya viejo”, me dice la mujer que lo vigila) e igual sucede con el de San Agustín, del que ya sólo queda en pie la iglesia (monumental, eso sí, y pintada al fresco toda ella, lo que la convierte en un auténtico museo de pintura), que, desacralizada ya, se usa para conciertos. Otras, aunque todavía en activo, están cerradas habitualmente, pues en total hay media docena y los curas al frente de ellas son sólo dos. ¿Qué representación mayor que todas estas iglesias abandonadas o que se abren sólo para la misa, a la que seguramente acuden pocas personas?
Cervantes y el teatro
Mientras que con las novelas Cervantes alcanzó un lugar de máximo privilegio en la literatura universal, en el teatro no tuvo la misma suerte, pese a que persiguió ser reconocido también como dramaturgo.Coetáneo de Lope de Vega, con el que compartió incluso calle en el Barrio de las Letras madrileño, compitió en desventaja siempre con él, que supo modernizar el viejo arte de la comedia y hacerlo más entretenido, mientras que Cervantes tenía una visión más tradicional y menos aceptada por el público al que dirigía sus obras.
Aparte de ello, Lope de Vega era también un triunfador social —con las mujeres tenía gran éxito, pese a ser clérigo—, lo que contribuyó a que el pobre Cervantes desarrollara hacia él una gran inquina. No todo iban a ser virtudes en el autor de la obra más importante de la literatura española.
A los palacios les pasa lo mismo. El de los Függer, por ejemplo, que era el principal de todos, ha pasado de ser la residencia de los banqueros de Carlos V, con el que vinieron desde Alemania cuando éste tomó posesión de la Corona española y que, como pago a sus continuos préstamos, les cedió en exclusiva los beneficios de las minas de mercurio de Almadén, a acoger diversas actividades, algunas tan pintorescas como las clases de baile moderno. Menos mal que en la planta baja del palacio, en lo que fuera una de sus habitaciones, se enseña a los turistas una recreación del despacho de sus antiguos dueños, aquellos Függer o Fúcar —en la versión españolizada de su apellido— que llegaron a atesorar tanto dinero que don Quijote los cita como paradigmas de la riqueza en la respuesta que da a una amiga de Dulcinea que, en su ensoñación onírica en la cueva de Montesinos, le pide seis reales para una necesidad de ésta. “Decid, amiga mía, a vuesa señora que a mí me pesa en el alma sus trabajos, y que quisiera ser un Fúcar para remediarlos”, le dice don Quijote, atribulado, dándole los cuatro reales que lleva encima y que le había entregado Sancho Panza para “dar limosna a los pobres que topase por los caminos”. También en el jardín, que está prácticamente abandonado, se pueden ver dos tinajas en las que se guardaba el mercurio, metido en bolsas de cuero.
Pero donde la representación de Almagro alcanza sus máximas cotas de expresión, incluso por encima del Teatro Principal y del Museo del Teatro, es en la Plaza Mayor, que es un auténtico proscenio teatral, con sus edificaciones llenas de miradores y su disposición en forma de galería. Ni siquiera el Corral de Comedias, cuyo escenario y patio se esconden en un lateral de ella y que es en sí mismo otra representación del mundo (a un lado los actores y al otro los espectadores, de una banda los ricos y de otra las clases bajas, en primera fila las autoridades y atrás los desheredados de la fortuna), muestra con tanta fidelidad la comedia humana, ésa que se pone en marcha en la Plaza Mayor de Almagro cada mañana, cuando sus habitantes y los turistas se mezclan entre ellos representando cada uno su papel.
No es de extrañar que don Quijote y Sancho prefirieran los despoblados que las ciudades en sus deambular errante.
XVII
"Borondo, la venta que desaparece", 19 de agosto de 2015:
El lugar, ya abandonado, puede pasar por castillo, sus paredes por murallas... Se comprende bien que, si no esta, otra parecida inspiró a Cervantes para crear sus posadas.
De Borondo tampoco habla El Quijote, sí de otras ventas, de
otras posadas (las de Puerto Lápice, la del retablo de Maese Pedro,
cerca de Ossa de Montiel, la de Palomeque el Zurdo…), pero a poco que
uno la mire comprenderá en seguida que si no fue ésta fue otra parecida a
ella la venta en la que Cervantes se inspiró para convertirla en modelo
de todas las ventas en su novela más universal. Viendo la antigua casa
de Borondo, entre Bolaños de Calatrava y Manzanares, en la confluencia
de varios caminos, entre ellos el conocido como de las Carretas, que
lleva directamente a Argamansilla de Alba y al Campo de Montiel, uno
entiende que don Quijote confundiera las que encontraba en sus correrías
con castillos, con sus torres y sus castellanos, es decir, sus
gobernadores, por más que éstos fueran zafios y de rudimentario aspecto.
De la venta de Borondo, que dejó de serlo efectivamente por los años
sesenta del pasado siglo y que se mantiene en pie a duras penas después
de que sus propietarios la abandonaran también como residencia, se
podría afirmar aquello que Cervantes dice en el capítulo II de su
novela, que es en el que se cuenta la primera salida de don Quijote de
su lugar: “Y como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o
imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído,
luego que vio la venta (habla Cervantes de aquella en la que su
personaje velaría las armas antes de ser armado caballero) se le
representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de
luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos
aquellos adherentes que en semejantes castillos se pintan”. También en
otro capítulo, el XVII, al referirse a una nueva venta a la que don
Quijote y Sancho Panza llegaron —en la segunda salida del hidalgo en
busca de aventuras— después de la paliza que les dieron unos arrieros
yangüeses por haberse entrometido Rocinante, y don Quijote y Sancho
detrás de él, en el tranquilo pastar de sus caballerías, Cervantes
vuelve a escribir: “Esta maravillosa quietud (habla de la de la noche) y
los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que
a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a
la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse
pueden; y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo (que,
como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde se
alojaba) y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la
cual, vencida de su gentileza, se había enamorado de él…”.
Sin necesidad de tanta imaginación ni de soñar despiertos como don
Quijote, la venta de Borondo, en mitad de la llanura y sin nada a su
alrededor que haga distraer la vista, puede pasar por castillo con su
torre y sus altísimas paredes, que más parecen murallas que bardas de
corral, que es lo que son en verdad. O que eran, pues la edificación
está abandonada desde hace tiempo, desde que el último ventero se murió
(ya había dejado de ser ventero hacía mucho) y la propiedad se partió
entre sus herederos. Me lo cuenta un primo de éstos, también llamado
Felipe como el ventero y como varias generaciones de antepasados suyos,
que aparece cuando ya me iba y que viene a podar “unas olivas” que tiene
por esta zona. Vuelvo con él y me enseña la venta (por fuera, que la
casa principal está cerrada) mientras ilustra nuestro recorrido con
comentarios sobre la venta, sobre su familia y sobre Bolaños, que es
donde vive. De la venta dice que se va a caer (me muestra una gran
piedra que se ha desprendido del alero directamente sobre un balcón, que
a duras penas puede sujetarla ya); de su familia que les apodan
Ladillas, pero que no lo llevan a mal porque en Bolaños todos tienen
apodo (“Los hay peores”, se vanagloria); y de su pueblo que ya es mayor
que Almagro, la capital histórica de la zona, y que en su término es
donde se cultivan realmente las berenjenas de las que presume aquélla
junto con su Corral de Comedias.
—Unos cardan la lana y otros llevan la fama, ya sabe— se lamenta.
Por el hombre, seguiría allí todavía, pero el camino me espera, como a don Quijote. Quizá fue de aquí de donde partió en dirección a su aldea enjaulado como una fiera en una carreta de bueyes. Si fue así, cuando, al cabo de algunos kilómetros, se volviera a mirar la venta como yo hago por el retrovisor del coche quizá la viera flotando en el polvo de la llanura como aquella famosa isla de San Borondón que los navegantes veían aparecer y desaparecer en el mar como yo ahora esta venta de Borondo, principio y fin de todos los caminos de La Mancha, mientras me alejo de ella hacia Manzanares.
XVIII
"La aventura del barco encantado", 21 de agosto de 2015:
Tras cruzar La Mancha, a 40 grados, y llegar a Aragón, está el lugar donde el Caballero de la Triste Figura afrontó uno de sus episodios más peligrosos.
De caminos y ventas
Junto con los molinos de viento, las ventas y los caminos son los tres símbolos principales del Quijote, una novela cuyos paisajes están sembrados de ellos como corresponde a la época en la que su acción sucede. En los siglos XVI y XVII, España era una red de caminos, unos más importantes y otros secundarios, por los que continuamente viajaban personas a pie o a caballo que necesitaban alojamiento para descansar o pasar la noche. Las ventas florecieron, de ese modo, al lado de todos los caminos importantes, a una distancia unas de otras ajustada al caminar de los viajeros (solía ser de dos leguas) y se convirtieron en escenarios de múltiples anécdotas, algunas de las cuales le sirvieron seguramente a Cervantes para alimentar su ya de por sí fecunda imaginación.—Unos cardan la lana y otros llevan la fama, ya sabe— se lamenta.
Por el hombre, seguiría allí todavía, pero el camino me espera, como a don Quijote. Quizá fue de aquí de donde partió en dirección a su aldea enjaulado como una fiera en una carreta de bueyes. Si fue así, cuando, al cabo de algunos kilómetros, se volviera a mirar la venta como yo hago por el retrovisor del coche quizá la viera flotando en el polvo de la llanura como aquella famosa isla de San Borondón que los navegantes veían aparecer y desaparecer en el mar como yo ahora esta venta de Borondo, principio y fin de todos los caminos de La Mancha, mientras me alejo de ella hacia Manzanares.
XVIII
"La aventura del barco encantado", 21 de agosto de 2015:
Tras cruzar La Mancha, a 40 grados, y llegar a Aragón, está el lugar donde el Caballero de la Triste Figura afrontó uno de sus episodios más peligrosos.
“Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro”…
Así, de esta sucinta manera, resuelve Cervantes —en el capítulo XXIX de la segunda parte del Quijote— el viaje de sus personajes desde La Mancha, por donde andaban, hasta el gran río español, que discurre a trescientos kilómetros en línea recta de allí; una licencia literaria, pues, que hace pensar en una nueva broma del escritor hacia sus lectores y hacia quienes, tomándose en serio sus descripciones geográficas, intentan ajustarlas a la realidad incluso cuando, como ésta, se ve claramente que es imposible. Pues, ¿cómo hacer trescientos kilómetros en dos días a caballo y en burro como don Quijote y Sancho se dice que hicieron si no fue por arte de magia o subidos, en vez de en sus humildes monturas, en aquel caballo Clavileño con el que les tomaron el pelo al poco de llegar a Aragón, en el castillo o palacio de los Duques de Pedrola, al convencerlos de que tenía la propiedad de volar por los aires “rompiéndolos con más velocidad que una saeta”?
Jesús Moncada, escritor aragonés en catalán, cuenta ese mundo en una novela, Camí de sirga, situada en la zona de Mequinenza, en la frontera de Zaragoza con Cataluña, que todavía en el siglo XX se mantenía prácticamente igual que en tiempos de don Quijote.
Pese a ello, muchas han sido las discusiones que entre los cervantistas ha habido sobre la ruta que seguirían don Quijote y Sancho hasta el Ebro desde La Mancha después de deambular varios días por ésta protagonizando una sucesión de aventuras que Cervantes quiso incluir en los primeros capítulos de la segunda parte de su novela y que quizá no tenía pensadas cuando comenzó a escribirla, ya que continuamente se contradice y se vuelve atrás de su intención de llevarlos a Zaragoza (como recuerda Terreros, Hegel llegó a sostener que el Quijote no es más que una trama para engarzar algunas novelas cortas, sospecha que, de ser cierta, aquí se notaría mucho más que en ninguna otra parte del libro). Sin entrar ni salir en la discusión —¿quién soy yo, un humilde escribidor, para mediar entre tan sabios filósofos?—, yo hago el recorrido por donde hoy lo haría Cervantes si volviera al mundo, esto es, por la autovía que une Madrid con Zaragoza siguiendo más o menos el trazado que haría por los aires el caballo Clavileño. Eso sí, parándome en Medinaceli, a mitad del camino, a comer (aquél, al hacerlo de un solo salto, no podría) y desviándome al llegar a la Almunia de doña Godina, ya en la provincia de Zaragoza, por el río Jalón hasta su desembocadura, que en tiempos de Cervantes era el camino de entrada al Ebro y el que seguirían, por tanto, don Quijote y Sancho Panza, vinieran desde donde vinieran. Y, como ellos también, al llegar a su orilla, pasado Alagón (donde dos mujeres a las que pregunté por ésta se sorprendieron, una, de saber que el río Ebro pasaba al lado de su pueblo, o me aconsejaron que fuera hasta Zaragoza, a treinta kilómetros, para verlo, la otra; menos mal que un policía municipal acudió en mi ayuda), contemplo con gran placer “la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales” quizá en el mismo lugar en el que don Quijote y Sancho lo hicieron también cuando por fin llegaron a él. Aunque, bajo el puente que salva la carretera de Remolinos, que es ese lugar concreto, a pesar de que quedan señales de la existencia de un embarcadero antiguo, no se ve ninguna barca como la que don Quijote halló y a la que en ningún momento dudó en subirse pese a las advertencias de su escudero, que tuvo que imitarlo finalmente, qué remedio, iniciando una de sus aventuras más peligrosas y conocidas de su estancia en tierras de Aragón: la que Cervantes llamó aventura del barco encantado.
Ni encantado ni sin encantar. Río abajo y río arriba, aunque se ven más restos de embarcaderos y aunque un pescador me habla de una barca de madera en Boquiñeni, aguas arriba de donde estoy, reproducción de las antiguas barcas de transporte fluvial, y de dos barcazas en activo, pero para uso privado, en Torres de Berrellén y Sobradiel, al sur de Alagón, lo único que encuentro es la vegetación del río, que no es poco y más después de haber cruzado la meseta a casi cuarenta grados desde Madrid, y en el embarcadero del puente de Remolinos, junto al que regreso, a dos parejas de gitanos (“De Casetas”, me dicen, “ya cerca de Zaragoza”), que se están bañando en el río, ellos en bañador y ellas vestidas completamente, como es costumbre gitana, sin imaginar que donde ellos están don Quijote y Sancho Panza estuvieron a punto de morir al zozobrar la barca que el primero creyó encantado y que resultó ser de madera como Clavileño, propiedad de unos molineros que, por suerte para ellos, les rescataron del agua impidiendo que se los tragaran las ruedas del molino en el que molían.
XIX
"El castillo de Pedrola", 21 de agosto de 2015:
En el palacio ducal de la ciudad zaragozana transcurren algunos de los episodios más divertidos de la novela. Los dueños se dedican a gastarle bromas a los protagonistas.
Así, de esta sucinta manera, resuelve Cervantes —en el capítulo XXIX de la segunda parte del Quijote— el viaje de sus personajes desde La Mancha, por donde andaban, hasta el gran río español, que discurre a trescientos kilómetros en línea recta de allí; una licencia literaria, pues, que hace pensar en una nueva broma del escritor hacia sus lectores y hacia quienes, tomándose en serio sus descripciones geográficas, intentan ajustarlas a la realidad incluso cuando, como ésta, se ve claramente que es imposible. Pues, ¿cómo hacer trescientos kilómetros en dos días a caballo y en burro como don Quijote y Sancho se dice que hicieron si no fue por arte de magia o subidos, en vez de en sus humildes monturas, en aquel caballo Clavileño con el que les tomaron el pelo al poco de llegar a Aragón, en el castillo o palacio de los Duques de Pedrola, al convencerlos de que tenía la propiedad de volar por los aires “rompiéndolos con más velocidad que una saeta”?
Las barcas de Ebro
En la Ribera Alta del Ebro, como a lo largo de todo el curso del río más caudaloso de los peninsulares, durante siglos el transporte de mercancías y el paso de una orilla a otra se hizo en barcazas, a falta de tantos puentes como existen hoy. En época de don Quijote —y de Cervantes, que es su alter ego— cabe pensar que no hubiera más de docena o docena y media para un recorrido de casi mil kilómetros, dada la gran anchura del río. Así que el tránsito de una ribera a otra se hacía en su mayor parte en barcazas, mientras que para el transporte de mercancías se utilizaban barcas de sirga tiradas por mulos desde las orillas.Jesús Moncada, escritor aragonés en catalán, cuenta ese mundo en una novela, Camí de sirga, situada en la zona de Mequinenza, en la frontera de Zaragoza con Cataluña, que todavía en el siglo XX se mantenía prácticamente igual que en tiempos de don Quijote.
Pese a ello, muchas han sido las discusiones que entre los cervantistas ha habido sobre la ruta que seguirían don Quijote y Sancho hasta el Ebro desde La Mancha después de deambular varios días por ésta protagonizando una sucesión de aventuras que Cervantes quiso incluir en los primeros capítulos de la segunda parte de su novela y que quizá no tenía pensadas cuando comenzó a escribirla, ya que continuamente se contradice y se vuelve atrás de su intención de llevarlos a Zaragoza (como recuerda Terreros, Hegel llegó a sostener que el Quijote no es más que una trama para engarzar algunas novelas cortas, sospecha que, de ser cierta, aquí se notaría mucho más que en ninguna otra parte del libro). Sin entrar ni salir en la discusión —¿quién soy yo, un humilde escribidor, para mediar entre tan sabios filósofos?—, yo hago el recorrido por donde hoy lo haría Cervantes si volviera al mundo, esto es, por la autovía que une Madrid con Zaragoza siguiendo más o menos el trazado que haría por los aires el caballo Clavileño. Eso sí, parándome en Medinaceli, a mitad del camino, a comer (aquél, al hacerlo de un solo salto, no podría) y desviándome al llegar a la Almunia de doña Godina, ya en la provincia de Zaragoza, por el río Jalón hasta su desembocadura, que en tiempos de Cervantes era el camino de entrada al Ebro y el que seguirían, por tanto, don Quijote y Sancho Panza, vinieran desde donde vinieran. Y, como ellos también, al llegar a su orilla, pasado Alagón (donde dos mujeres a las que pregunté por ésta se sorprendieron, una, de saber que el río Ebro pasaba al lado de su pueblo, o me aconsejaron que fuera hasta Zaragoza, a treinta kilómetros, para verlo, la otra; menos mal que un policía municipal acudió en mi ayuda), contemplo con gran placer “la amenidad de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia de sus líquidos cristales” quizá en el mismo lugar en el que don Quijote y Sancho lo hicieron también cuando por fin llegaron a él. Aunque, bajo el puente que salva la carretera de Remolinos, que es ese lugar concreto, a pesar de que quedan señales de la existencia de un embarcadero antiguo, no se ve ninguna barca como la que don Quijote halló y a la que en ningún momento dudó en subirse pese a las advertencias de su escudero, que tuvo que imitarlo finalmente, qué remedio, iniciando una de sus aventuras más peligrosas y conocidas de su estancia en tierras de Aragón: la que Cervantes llamó aventura del barco encantado.
Ni encantado ni sin encantar. Río abajo y río arriba, aunque se ven más restos de embarcaderos y aunque un pescador me habla de una barca de madera en Boquiñeni, aguas arriba de donde estoy, reproducción de las antiguas barcas de transporte fluvial, y de dos barcazas en activo, pero para uso privado, en Torres de Berrellén y Sobradiel, al sur de Alagón, lo único que encuentro es la vegetación del río, que no es poco y más después de haber cruzado la meseta a casi cuarenta grados desde Madrid, y en el embarcadero del puente de Remolinos, junto al que regreso, a dos parejas de gitanos (“De Casetas”, me dicen, “ya cerca de Zaragoza”), que se están bañando en el río, ellos en bañador y ellas vestidas completamente, como es costumbre gitana, sin imaginar que donde ellos están don Quijote y Sancho Panza estuvieron a punto de morir al zozobrar la barca que el primero creyó encantado y que resultó ser de madera como Clavileño, propiedad de unos molineros que, por suerte para ellos, les rescataron del agua impidiendo que se los tragaran las ruedas del molino en el que molían.
XIX
"El castillo de Pedrola", 21 de agosto de 2015:
En el palacio ducal de la ciudad zaragozana transcurren algunos de los episodios más divertidos de la novela. Los dueños se dedican a gastarle bromas a los protagonistas.
Buscando un sitio para dormir y tras descartar el barullo y ajetreo
de Alagón, pueblo ya grande y muy agitado, acabo en un motel de la
autovía, recreación de un castillo medieval (se llama incluso así:
Castillo de Bonavía) que resulta ser el lugar exacto en el que, tras
descansar todo el día después de su accidentada aventura del barco
encantado, don Quijote y Sancho Panza fueron hallados por unos duques
que andaban de cacería por ese lugar. Me lo cuenta por la mañana la
camarera que atiende el bar del hotel, donde desayuno. Incluso insiste
en que el hotel está situado exactamente en el claro del bosque en el
que don Quijote y Sancho Panza descansaban cuando los encontraron
aquéllos.
Verdad o no, yo sigo sus instrucciones y, en lugar de ir a Pedrola, que es el pueblo de los duques del Quijote ("De eso no hay duda", asegura la mujer) por la carretera, lo hago por un camino que va directo hacia el pueblo entre árboles y campos de labor y que se supone es por el que irían don Quijote y Sancho Panza junto con la comitiva que acompañaba a los duques en dirección a su castillo o palacio, al que, al reconocerlos por el aspecto, puesto que habían leído la primera parte del Quijote, los invitaron muy complacidos.
Pedrola, si es que es el pueblo, no ha cambiado demasiado desde entonces. Crecido en torno al palacio ducal (de los duques de Luna y de Villahermosa, dos nobles familias aragonesas emparentadas desde la Edad Media), cuyo jardín ocupa un tercio del casco urbano, incluso tiene un arco de acceso como en los tiempos en los que lo conoció Cervantes. Porque es tradición local que éste visitó Pedrola, incluso se alojó en el palacio ducal cuando pasó por aquí camino de Roma integrando la comitiva del cardenal Acquaviva, que era el nuncio del Vaticano en España en aquel momento, y por eso alojó también en él a sus personajes. Al parecer, el cardenal Acquaviva estaba emparentado con los duques de Villahermosa.
Si es verdad que, como dicen algunos historiadores, Cervantes acompañó como camarero al cardenal Acqaviva en su viaje a Roma, vía Barcelona, de 1.569 y se alojó en el palacio de Pedrola, uno de los varios que los Villahermosa tenían por todo el país (el actual Museo Thyssen ocupa, por ejemplo, el de Madrid), sus anfitriones (y los protagonistas de los capítulos de la segunda parte del Quijote que en el palacio se desarrollan, que son casi la mitad) habrían sido don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, primos carnales entre sí, por cierto.
Como quiera que yo no lo estoy (los Llamazares apenas tenemos un escudo en Redilluera, una aldea diminuta de León, y es tan burdo que un vecino lo usó para hacer pared) pero me gustaría conocer el palacio ducal por dentro, pues no en vano en él transcurren varios capítulos del Quijote, y de los más divertidos (durante varios días los duques se dedicaron a gastarles bromas a don Quijote y Sancho abusando de su credulidad), me planto en el Ayuntamiento, que está pegado al palacio, y pido audiencia con el alcalde, una vez que me he enterado ya de que aquél, que está deshabitado normalmente, se enseña sólo un domingo al mes previa cita. La suerte me acompaña y el alcalde, que es amable, coge el teléfono y llama al mismísimo duque, que estos días está en Pedrola de vacaciones, según me dice.
Y el mismísimo duque en persona, un joven que no llegará a los cuarenta años, vestido con camiseta, pantalón corto y mocasines sin calcetines (más informal imposible; eso sí, su rostro delata su rancia alcurnia, pues se parece a los de los cuadros que cuelgan de las paredes) me recibe a la puerta de su palacio y me lo enseña junto al alcalde y a otras dos personas que también han tenido la suerte que yo: un militar en traje de faena y un hombre que no abre la boca en toda la visita. El que no calla es el duque, que se esfuerza en demostrar, y lo consigue, tanta naturalidad como sencillez, pese a que todo a su alrededor las desmiente: el edificio, que es muy antiguo, de estilo renacentista, construido en ladrillo aragonés, las pinturas y otros objetos, a cual más rico y valioso (hay un Ford de 1.905, matrícula de Zaragoza 2.412, por ejemplo), la biblioteca, que guarda varios incunables, los muebles y la pasamanería o el pasadizo de más de cien metros que, por encima de los tejados vecinos, comunica el palacio con la iglesia de Pedrola y por el que los antiguos duques accedían a ella sin tener que pisar la calle. "Yo no lo uso", dice el actual, anticipándose a mi pregunta.
La visita se prolonga sin que el duque muestre ninguna impaciencia; al contrario, cuando el alcalde y los otros dos se van, me enseña cosas del palacio que éstos se quedarán sin ver: el jardín, que es infinito y que se está explotando actualmente para bodas y banquetes, "al estilo anglosajón", para con los beneficios poder mantener el palacio, y en el jardín, su secreto más desconocido: el búnker que Franco mandó excavar para refugiarse en caso de bombardeos cuando desde aquí dirigió la batalla del Ebro ¿Sabría el dictador que don Quijote estuvo en el palacio antes que él?
Franco era un ignorante - me dice Javier Azlor, que es como se llama el duque y como me ha pedido que yo le llame, sin más.
XX
"La ínsula Barataria", 22 de agosto de 2015:
Alcalá de Ebro es el lugar donde Sancho Panza ejerció de insomne gobernador. Sus súbditos de hoy son, básicamente, jubilados que no se toman en serio la fama del pueblo.
Verdad o no, yo sigo sus instrucciones y, en lugar de ir a Pedrola, que es el pueblo de los duques del Quijote ("De eso no hay duda", asegura la mujer) por la carretera, lo hago por un camino que va directo hacia el pueblo entre árboles y campos de labor y que se supone es por el que irían don Quijote y Sancho Panza junto con la comitiva que acompañaba a los duques en dirección a su castillo o palacio, al que, al reconocerlos por el aspecto, puesto que habían leído la primera parte del Quijote, los invitaron muy complacidos.
Pedrola, si es que es el pueblo, no ha cambiado demasiado desde entonces. Crecido en torno al palacio ducal (de los duques de Luna y de Villahermosa, dos nobles familias aragonesas emparentadas desde la Edad Media), cuyo jardín ocupa un tercio del casco urbano, incluso tiene un arco de acceso como en los tiempos en los que lo conoció Cervantes. Porque es tradición local que éste visitó Pedrola, incluso se alojó en el palacio ducal cuando pasó por aquí camino de Roma integrando la comitiva del cardenal Acquaviva, que era el nuncio del Vaticano en España en aquel momento, y por eso alojó también en él a sus personajes. Al parecer, el cardenal Acquaviva estaba emparentado con los duques de Villahermosa.
Los duques de Villahermosa
Según la historia de España, el ducado de Villahermosa es un título creado por el rey Juan II de Aragón en 1.476 para su hijo Alonso, hermanastro del rey Fernando el Católico. Su denominación hace referencia al pueblo castellonense de Villahermosa del Río y su lema es Sanguine empta, sanguine tuebor(Adquirida por la sangre, protegida por la sangre).Si es verdad que, como dicen algunos historiadores, Cervantes acompañó como camarero al cardenal Acqaviva en su viaje a Roma, vía Barcelona, de 1.569 y se alojó en el palacio de Pedrola, uno de los varios que los Villahermosa tenían por todo el país (el actual Museo Thyssen ocupa, por ejemplo, el de Madrid), sus anfitriones (y los protagonistas de los capítulos de la segunda parte del Quijote que en el palacio se desarrollan, que son casi la mitad) habrían sido don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, primos carnales entre sí, por cierto.
Como quiera que yo no lo estoy (los Llamazares apenas tenemos un escudo en Redilluera, una aldea diminuta de León, y es tan burdo que un vecino lo usó para hacer pared) pero me gustaría conocer el palacio ducal por dentro, pues no en vano en él transcurren varios capítulos del Quijote, y de los más divertidos (durante varios días los duques se dedicaron a gastarles bromas a don Quijote y Sancho abusando de su credulidad), me planto en el Ayuntamiento, que está pegado al palacio, y pido audiencia con el alcalde, una vez que me he enterado ya de que aquél, que está deshabitado normalmente, se enseña sólo un domingo al mes previa cita. La suerte me acompaña y el alcalde, que es amable, coge el teléfono y llama al mismísimo duque, que estos días está en Pedrola de vacaciones, según me dice.
Y el mismísimo duque en persona, un joven que no llegará a los cuarenta años, vestido con camiseta, pantalón corto y mocasines sin calcetines (más informal imposible; eso sí, su rostro delata su rancia alcurnia, pues se parece a los de los cuadros que cuelgan de las paredes) me recibe a la puerta de su palacio y me lo enseña junto al alcalde y a otras dos personas que también han tenido la suerte que yo: un militar en traje de faena y un hombre que no abre la boca en toda la visita. El que no calla es el duque, que se esfuerza en demostrar, y lo consigue, tanta naturalidad como sencillez, pese a que todo a su alrededor las desmiente: el edificio, que es muy antiguo, de estilo renacentista, construido en ladrillo aragonés, las pinturas y otros objetos, a cual más rico y valioso (hay un Ford de 1.905, matrícula de Zaragoza 2.412, por ejemplo), la biblioteca, que guarda varios incunables, los muebles y la pasamanería o el pasadizo de más de cien metros que, por encima de los tejados vecinos, comunica el palacio con la iglesia de Pedrola y por el que los antiguos duques accedían a ella sin tener que pisar la calle. "Yo no lo uso", dice el actual, anticipándose a mi pregunta.
La visita se prolonga sin que el duque muestre ninguna impaciencia; al contrario, cuando el alcalde y los otros dos se van, me enseña cosas del palacio que éstos se quedarán sin ver: el jardín, que es infinito y que se está explotando actualmente para bodas y banquetes, "al estilo anglosajón", para con los beneficios poder mantener el palacio, y en el jardín, su secreto más desconocido: el búnker que Franco mandó excavar para refugiarse en caso de bombardeos cuando desde aquí dirigió la batalla del Ebro ¿Sabría el dictador que don Quijote estuvo en el palacio antes que él?
Franco era un ignorante - me dice Javier Azlor, que es como se llama el duque y como me ha pedido que yo le llame, sin más.
XX
"La ínsula Barataria", 22 de agosto de 2015:
Alcalá de Ebro es el lugar donde Sancho Panza ejerció de insomne gobernador. Sus súbditos de hoy son, básicamente, jubilados que no se toman en serio la fama del pueblo.
El ridículo duelo fallido con el falso labrador Tosilos (en realidad
un lacayo del duque) a causa de la honra mancillada de la hija de una
dama de honor de la duquesa, la pretenciosa y boba Doña Rodríguez; la
llegada de un carro con encantadores y magos, entre ellos el propio
Merlín, que apareció una noche anunciando el encantamiento de Dulcinea
en forma de rústica aldeana (encantamiento que solo desaparecería si
Sancho Panza se propinaba a sí mismo tres mil trescientos azotes “en
ambas sus valientes posaderas”); la aparición de la condesa Trifaldi y
su cortejo de damas barbudas solicitando la ayuda de don Quijote
en la lejana isla de Candaya; el vuelo en el caballo de madera
Clavileño… No contentos los duques con todas esas bromas que les
gastaron con la colaboración de sus sirvientes a los pobres don Quijote y
Sancho durante los días que permanecieron invitados en su palacio,
determinaron que ya era hora de darle al escudero la ínsula por cuya
promesa se había embarcado en todas esas aventuras, más las que don
Quijote le había hecho pasar antes de llegar allí, y ordenaron que se le
llevara a un lugar cercano “que era de los mejores que el duque tenía” y
que le hicieran gobernador de él.
El camino es el mismo que yo recorro ahora, una recta casi perfecta desde Pedrola que cruza la ribera lujuriosa de verdor y de abundancia vegetal en dirección al pueblo que se divisa al fondo, que, aunque los letreros digan que se llama Alcalá de Ebro, no es otro que la famosa ínsula Barataria sanchopancesca. Al menos, eso aseguran la mayor parte de los cervantistas, que en este extremo no tienen dudas por más que la ínsula esté a trescientos kilómetros del mar y en medio de una región, Aragón, en la que el agua no sobra precisamente ¿Qué importa, si el río Ebro se basta por sí solo para convertir Alcalá en isla cuando su caudal aumenta, convirtiendo el meandro que rodea el pueblo en un anillo de agua completo?
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones”, le había dicho el duque a Sancho Panza al despedirlo y a fe que no le mentía, pues la isla sigue en el mismo sitio en el que se encontraba entonces y ello a pesar de la amenaza del río, que cada vez pasa más cerca de sus casas (la presencia de muros de contención habla, además, de las avenidas que, como la primavera pasada, de cuando en cuando soportan). Los que no están en su sitio cuando yo llego son los vecinos, que parecen haber desaparecido por completo, pues no se ve uno por las calles. “¿Quién va a haber”, me dice el dueño del bar Las Truchas, el único que hay abierto, ya fuera del casco urbano, en plena ribera, “con el calor que hace hoy?” Y no le falta razón. Los termómetros marcan 39 grados. Alcalá, más que una ínsula, es un desierto.
Hacia las seis de la tarde empieza a asomar alguno. Uno de ellos, el gobernador, o sea, el alcalde del pueblo. Pero el hombre, que acaba de salir del Ayuntamiento, un edificio moderno y bastante feo, por cierto (nada que ver con el palacio de un gobernador), va con prisa porque tiene que acudir a un velatorio de una vecina que ha muerto hoy y me cita para hablar por teléfono después. Catalina, la guardiana de las llaves de la iglesia, en cambio, tiene toda la tarde para conversar. Y temas en abundancia. De la juventud opina que no sabe a dónde va (esto a propósito de que ni siquiera se ocupen de devolver a San Gregorio de Ostia a su pedestal, de donde lo bajaron para la fiesta, y las que van a misa, que son ya viejas, no pueden hacerlo) y de Alcalá de Ebro que, como no hagan algo, va a desaparecer en cualquier riada. Según la buena señora, el río va erosionando los campos y lo que el río cambia se lo dan al duque. “Así se hace rico cualquiera”, asegura, mientras me enseña la iglesia, que es un edificio gótico de buena planta y bien conservado.
Poco a poco, el pueblo se va animando. Los baratarios de hoy, la mayoría de ellos ya jubilados (los que están en activo andarán por el campo o en Figueruelas, en cuya fábrica de automóviles trabajan la mayoría en la actualidad), pasean o toman el fresco ajenos a su pasado cervantino. Ninguno de ellos se toma en serio su condición de habitantes de una ínsula famosa, incluso alguno sonríe con displicencia, como Manuel, jubilado de la OPEL, que dice que lo que hace falta aquí es trabajo, no fantasías.
¡Pobre Sancho! ¿Qué pensará él de su ínsula, solo y convertido en bronce en un monolito horrendo, al final del pueblo, mientras contempla el río, que pasa enfrente, entre las choperas, sin nadie que le venga a ver, a él, que fue el gobernador de toda esta gente?
¿Cómo extrañarse, pues, de que, al cabo de algunos días, el pobre Sancho cogiera al rucio, “que estaba en la caballeriza”, y por el camino por el que había llegado tomara el de la libertad sin saber si el lugar que dejaba atrás “era ínsula, ciudad o villa”, según escribe Cervantes?
XXI
"Por el Ebro y hasta el mar de Barcelona. Et in Arcadia ego", 24 de agosto de 2015:
Poco queda del paisaje frondoso descrito por Cervantes; restos de él se aprecian en la orilla del Ebro y en los campos de Torres de Berrellén, Sobradiel y Utebo.
El camino es el mismo que yo recorro ahora, una recta casi perfecta desde Pedrola que cruza la ribera lujuriosa de verdor y de abundancia vegetal en dirección al pueblo que se divisa al fondo, que, aunque los letreros digan que se llama Alcalá de Ebro, no es otro que la famosa ínsula Barataria sanchopancesca. Al menos, eso aseguran la mayor parte de los cervantistas, que en este extremo no tienen dudas por más que la ínsula esté a trescientos kilómetros del mar y en medio de una región, Aragón, en la que el agua no sobra precisamente ¿Qué importa, si el río Ebro se basta por sí solo para convertir Alcalá en isla cuando su caudal aumenta, convirtiendo el meandro que rodea el pueblo en un anillo de agua completo?
“Sancho amigo, la isla que os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones”, le había dicho el duque a Sancho Panza al despedirlo y a fe que no le mentía, pues la isla sigue en el mismo sitio en el que se encontraba entonces y ello a pesar de la amenaza del río, que cada vez pasa más cerca de sus casas (la presencia de muros de contención habla, además, de las avenidas que, como la primavera pasada, de cuando en cuando soportan). Los que no están en su sitio cuando yo llego son los vecinos, que parecen haber desaparecido por completo, pues no se ve uno por las calles. “¿Quién va a haber”, me dice el dueño del bar Las Truchas, el único que hay abierto, ya fuera del casco urbano, en plena ribera, “con el calor que hace hoy?” Y no le falta razón. Los termómetros marcan 39 grados. Alcalá, más que una ínsula, es un desierto.
Hacia las seis de la tarde empieza a asomar alguno. Uno de ellos, el gobernador, o sea, el alcalde del pueblo. Pero el hombre, que acaba de salir del Ayuntamiento, un edificio moderno y bastante feo, por cierto (nada que ver con el palacio de un gobernador), va con prisa porque tiene que acudir a un velatorio de una vecina que ha muerto hoy y me cita para hablar por teléfono después. Catalina, la guardiana de las llaves de la iglesia, en cambio, tiene toda la tarde para conversar. Y temas en abundancia. De la juventud opina que no sabe a dónde va (esto a propósito de que ni siquiera se ocupen de devolver a San Gregorio de Ostia a su pedestal, de donde lo bajaron para la fiesta, y las que van a misa, que son ya viejas, no pueden hacerlo) y de Alcalá de Ebro que, como no hagan algo, va a desaparecer en cualquier riada. Según la buena señora, el río va erosionando los campos y lo que el río cambia se lo dan al duque. “Así se hace rico cualquiera”, asegura, mientras me enseña la iglesia, que es un edificio gótico de buena planta y bien conservado.
Poco a poco, el pueblo se va animando. Los baratarios de hoy, la mayoría de ellos ya jubilados (los que están en activo andarán por el campo o en Figueruelas, en cuya fábrica de automóviles trabajan la mayoría en la actualidad), pasean o toman el fresco ajenos a su pasado cervantino. Ninguno de ellos se toma en serio su condición de habitantes de una ínsula famosa, incluso alguno sonríe con displicencia, como Manuel, jubilado de la OPEL, que dice que lo que hace falta aquí es trabajo, no fantasías.
¡Pobre Sancho! ¿Qué pensará él de su ínsula, solo y convertido en bronce en un monolito horrendo, al final del pueblo, mientras contempla el río, que pasa enfrente, entre las choperas, sin nadie que le venga a ver, a él, que fue el gobernador de toda esta gente?
El gobernador panza
En la falsa ínsula Barataria, Sancho Panza ejerce de gobernador, su sueño al fin realizado, durante varios días. Pero su sueño pronto se trocará en frustración, puesto que la farsa a la que los sirvientes del duque y los vecinos de Alcalá le someten convertirá el gobierno de su ínsula en una pesadilla, sin poder comer por si lo envenenan, sin poder dormir por si los enemigos asaltan de noche la ínsula, sin poder estar un minuto tranquilo. De ahí la melancolía con la que se le representa en las ilustraciones de su período de gobernador, incluso en la escultura que le han erigido en Alcalá de Ebro, la hipotética ínsula Barataria del Quijote, como homenaje.¿Cómo extrañarse, pues, de que, al cabo de algunos días, el pobre Sancho cogiera al rucio, “que estaba en la caballeriza”, y por el camino por el que había llegado tomara el de la libertad sin saber si el lugar que dejaba atrás “era ínsula, ciudad o villa”, según escribe Cervantes?
XXI
"Por el Ebro y hasta el mar de Barcelona. Et in Arcadia ego", 24 de agosto de 2015:
Poco queda del paisaje frondoso descrito por Cervantes; restos de él se aprecian en la orilla del Ebro y en los campos de Torres de Berrellén, Sobradiel y Utebo.
La estancia en el castillo de Pedrola y en la fantástica ínsula de Alcalá de Ebro terminó para don Quijote
y Sancho con grave daño de sus ilusiones, como les ocurriera siempre,
pero por fin pudieron partir y poner rumbo a Zaragoza, como yo hago
ahora detrás de ellos una vez más desde que los empecé a seguir en
Argamasilla de Alba hace casi un mes.
El camino, cruzado ahora por múltiples carreteras, una de ellas la autopista que une el País Vasco con Cataluña, recuerda poco a las descripciones que en el Quijote se hacen de él y que hablan de "amenas florestas", "abundosos arroyos" y "pradillos verdes". Solamente alejándose hacia el río, al otro lado de los pueblos que se suceden entre las carreteras y este (Alagón, Torres de Berrellén, Sobradiel, Utebo…), el paisaje recuerda algo a la feliz Arcadia en la que don Quijote y Sancho se toparon, primero, con unos lugareños que comían sentados en un prado y que traían para el retablo de su aldea unas imágenes de santos cuyas vidas y milagros don Quijote les explicó con todo detalle ante la admiración de Sancho y de los porteadores y, luego, con dos hermosas pastoras, en realidad dos vecinas de otra aldea también próxima al camino que, junto con sus familiares, jugaban a componer entre la arboleda una recreación de la pastoril Arcadia y que, al reconocer también al hidalgo y a su escudero por haber leído, como los duques, la primera parte de sus aventuras, les invitaron a comer en las tiendas que tenían preparadas al efecto cerca de allí "con mesas puestas, ricas, abundantes y limpias". Las arboledas existen, así como los pájaros que, mientras componían la feliz Arcadia, los figurantes cazaban con liga disimulada entre la enramada para comerlos después, pero ni las mesas ricas, abundantes y limpias ni las hermosas pastoras se ven por ninguna parte cuando yo paso por los pradillos verdes y las amenas florestas que describiera Cervantes, que ahora están cultivados por completo, salvo a la orilla misma del río. Únicamente allí se remedan de verdad las descripciones, bien en los campos de Torres de Berrellén, bien en los de Sobradiel y Utebo.
En Torres y en Sobradiel, dos pueblos venidos a más pero que todavía conservan la arquitectura y la actividad agrícola que mantendrían en tiempos de don Quijote (y las tradiciones: los dos están preparados ya, con talanqueras y cierres de hierro, para los juegos de toros que celebrarán muy pronto), se conservan, además, las dos únicas barcazas que cruzan el río Ebro en toda esta zona, la de Torres de Berrellén para uso de los vecinos el día de la romería de El Castellar, en el escarpe rocoso de la otra margen fluvial, donde estuvo la primitiva población y donde se conserva una antigua ermita, ambas fundadas, según los vecinos, por el rey de Aragón Sancho Ramírez cuando bajó de los Pirineos hasta la frontera del río Ebro, y la de Sobradiel para el servicio privado de una finca que se cultiva en la ribera opuesta aprovechando que allí el escarpe rocoso está más alejado de la orilla. Daniel, el dueño de la finca y de la barcaza, me invita a subir a esta sin que yo se lo haya llegado a pedir (se me debían de notar las ganas), cosa que hago a la vez que un camión que ocupa prácticamente toda la plataforma y que convierte el paso del río en una copia en pequeño de aquellos barcos de vapor (la barca de Sobradiel tiene un motor que echa humo como ellos) de los cuentos de Tom Sawyer. ¡Qué no habría dado don Quijote, tan amigo de las aventuras, por ir ahora conmigo en la barca, en esta hora del atardecer en la que las orillas del río vibran con la luz del sol y el agua se llena de brillos y de reflejos, el principal de todos el de la barcaza, que si no está encantada lo merecería!
La que lo merecería también, pero ya en tierra firme, es la torre de la iglesia parroquial de Utebo, la principal joya mudéjar de Zaragoza con sus ocho mil azulejos incrustados y que con su inclinación pisana es el faro en la noche de un pueblo cuya proximidad a la capital de Aragón le ha hecho crecer hasta el punto de que es ya la tercera población de la provincia después de esta y de Calatayud y cuyo cinturón de industrias y carreteras ha hecho desaparecer el camino por el que don Quijote y Sancho Panza, tras comer con los que componían el artificial tapiz de la pastoril Arcadia, iban felices y satisfechos antes de que una manada de toros que conducían unos caballistas en dirección a algún pueblo en fiestas, quizá Sobradiel o Utebo, que también es famoso por sus vaquillas en la Ribera, los arrollara, confirmando que incluso en la feliz Arcadia la muerte y la desgracia rondan como en el famoso cuadro de Nicolás Poussin (Et in Arcadia ego, también conocido como Les bergers d’Arcadie).
El que habla es don Quijote, pero el que lo dice es Miguel de Cervantes, que habla, se ve, por propia experiencia.
El camino, cruzado ahora por múltiples carreteras, una de ellas la autopista que une el País Vasco con Cataluña, recuerda poco a las descripciones que en el Quijote se hacen de él y que hablan de "amenas florestas", "abundosos arroyos" y "pradillos verdes". Solamente alejándose hacia el río, al otro lado de los pueblos que se suceden entre las carreteras y este (Alagón, Torres de Berrellén, Sobradiel, Utebo…), el paisaje recuerda algo a la feliz Arcadia en la que don Quijote y Sancho se toparon, primero, con unos lugareños que comían sentados en un prado y que traían para el retablo de su aldea unas imágenes de santos cuyas vidas y milagros don Quijote les explicó con todo detalle ante la admiración de Sancho y de los porteadores y, luego, con dos hermosas pastoras, en realidad dos vecinas de otra aldea también próxima al camino que, junto con sus familiares, jugaban a componer entre la arboleda una recreación de la pastoril Arcadia y que, al reconocer también al hidalgo y a su escudero por haber leído, como los duques, la primera parte de sus aventuras, les invitaron a comer en las tiendas que tenían preparadas al efecto cerca de allí "con mesas puestas, ricas, abundantes y limpias". Las arboledas existen, así como los pájaros que, mientras componían la feliz Arcadia, los figurantes cazaban con liga disimulada entre la enramada para comerlos después, pero ni las mesas ricas, abundantes y limpias ni las hermosas pastoras se ven por ninguna parte cuando yo paso por los pradillos verdes y las amenas florestas que describiera Cervantes, que ahora están cultivados por completo, salvo a la orilla misma del río. Únicamente allí se remedan de verdad las descripciones, bien en los campos de Torres de Berrellén, bien en los de Sobradiel y Utebo.
En Torres y en Sobradiel, dos pueblos venidos a más pero que todavía conservan la arquitectura y la actividad agrícola que mantendrían en tiempos de don Quijote (y las tradiciones: los dos están preparados ya, con talanqueras y cierres de hierro, para los juegos de toros que celebrarán muy pronto), se conservan, además, las dos únicas barcazas que cruzan el río Ebro en toda esta zona, la de Torres de Berrellén para uso de los vecinos el día de la romería de El Castellar, en el escarpe rocoso de la otra margen fluvial, donde estuvo la primitiva población y donde se conserva una antigua ermita, ambas fundadas, según los vecinos, por el rey de Aragón Sancho Ramírez cuando bajó de los Pirineos hasta la frontera del río Ebro, y la de Sobradiel para el servicio privado de una finca que se cultiva en la ribera opuesta aprovechando que allí el escarpe rocoso está más alejado de la orilla. Daniel, el dueño de la finca y de la barcaza, me invita a subir a esta sin que yo se lo haya llegado a pedir (se me debían de notar las ganas), cosa que hago a la vez que un camión que ocupa prácticamente toda la plataforma y que convierte el paso del río en una copia en pequeño de aquellos barcos de vapor (la barca de Sobradiel tiene un motor que echa humo como ellos) de los cuentos de Tom Sawyer. ¡Qué no habría dado don Quijote, tan amigo de las aventuras, por ir ahora conmigo en la barca, en esta hora del atardecer en la que las orillas del río vibran con la luz del sol y el agua se llena de brillos y de reflejos, el principal de todos el de la barcaza, que si no está encantada lo merecería!
La que lo merecería también, pero ya en tierra firme, es la torre de la iglesia parroquial de Utebo, la principal joya mudéjar de Zaragoza con sus ocho mil azulejos incrustados y que con su inclinación pisana es el faro en la noche de un pueblo cuya proximidad a la capital de Aragón le ha hecho crecer hasta el punto de que es ya la tercera población de la provincia después de esta y de Calatayud y cuyo cinturón de industrias y carreteras ha hecho desaparecer el camino por el que don Quijote y Sancho Panza, tras comer con los que componían el artificial tapiz de la pastoril Arcadia, iban felices y satisfechos antes de que una manada de toros que conducían unos caballistas en dirección a algún pueblo en fiestas, quizá Sobradiel o Utebo, que también es famoso por sus vaquillas en la Ribera, los arrollara, confirmando que incluso en la feliz Arcadia la muerte y la desgracia rondan como en el famoso cuadro de Nicolás Poussin (Et in Arcadia ego, también conocido como Les bergers d’Arcadie).
Discurso de la libertad
Apenas se vio en el camino de nuevo, lejos del agasajo de los duques que tanto contento dio a don Quijote en un principio como le incomodaría después (no digamos ya al pobre Sancho Panza, desilusionado y frustrado de su experiencia como gobernador), el hidalgo se dirigió a su escudero para decirle, en uno de los pasajes más celebrados y conocidos de la inmortal obra de Cervantes, incluido en el capítulo LVIII de la segunda parte de ésta, el conocido como discurso de la libertad: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".El que habla es don Quijote, pero el que lo dice es Miguel de Cervantes, que habla, se ve, por propia experiencia.
XXII
"El Quijote de Avellaneda", 25 de agosto de 2015:
En Zaragoza nadie tiene idea de que el hidalgo y su suplantador están íntimamente unidos a su ciudad.
Entre Utebo y Zaragoza sitúan los cervantistas la venta a la que don
Quijote y Sancho llegaron poco después del atropello de la manada de
toros que los dejó tirados en el camino y con todos los huesos
maltrechos y en la que conocieron que, mientras ellos iban y venían de
un sitio a otro deshaciendo embrollos y encantamientos, sus hazañas
circulaban en letra impresa, pero no escrita por su biógrafo autorizado,
que era Cide Hamete, o sea, Miguel de Cervantes, sino por un impostor,
un tal Alonso Fernández de Avellaneda que se había atrevido incluso a
anticipar aventuras futuras. La venta, que estaría, como era la
costumbre, a mitad de camino entre Utebo y la capital, hoy es ya difícil
imaginarla en el galimatías de carreteras, fábricas, gasolineras,
rotondas e infraestructuras de todo tipo que se suceden sin interrupción
hasta Zaragoza. De hecho, hasta el antiguo camino, hoy carretera
nacional, es difícil de seguir, tantas son sus ramificaciones.
Pero hay que ponerse a hacerlo para rememorar la escena y la conversación que en la susodicha venta tuvieron lugar cuando don Quijote y Sancho (más éste que don Quijote, al que el atropello de la manada de toros dejó sin hambre), después de cenar “dos uñas de vaca”, que es todo lo que el ventero les ofreció, se retiraron a su aposento, que casualmente separaba una pared de otro en el que dos caballeros, don Jerónimo y don Juan, leían en voz alta antes de dormirse la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, que sus protagonistas desconocían que se hubiera escrito ya, entre otras cosas porque aún no habían vivido las aventuras correspondientes a ella; un divertido juego literario que Cervantes inventa para ridiculizar el Quijote apócrifo (al que califica por boca de don Jerónimo de disparatado y malo), y que el lector entiende como tal, pero que don Quijote se toma tan en serio que decide no entrar en Zaragoza, ciudad a la que se dirigía para participar en sus justas del arnés, aventura que Avellaneda ya daba por realizada en su impostora segunda parte de la novela, y poner rumbo a Barcelona, donde los dos caballeros que estaban leyéndola le dijeron que había anunciadas otras justas en las que don Quijote podría mostrar su valor. “Así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el don Quijote que él dice”, exclama el pobre hidalgo viendo cómo a las chanzas de los duques de Villahermosa había venido a sumarse el suplantamiento de su personalidad por otro falso Quijote.
Pero hoy no es fácil, como en su tiempo, pasar de largo por Zaragoza, dado su emplazamiento. Ni es fácil ni es mi deseo, que tengo esta ciudad por una de mis preferidas, así que me perdonará don Quijote si le traiciono por una vez y, mientras él y Sancho quedan durmiendo en la venta que ya no existe, yo vaya a hacerlo a un hotel de aquella y, a la mañana, le dé un paseo buscando, más que la huella en ella de don Quijote, que, como queda claro, nunca la visitó, la memoria de él entre unas personas cuya hospitalidad no conoce desconsideraciones. Pero mi sorpresa es grande cuando descubro que en Zaragoza nadie, ni siquiera las chicas de la Oficina de Turismo, en la plaza de España, antigua plaza de San Francisco (donde se celebraron precisamente las justas del arnés a las que don Quijote venía), tiene idea de que éste y sobre todo su suplantador, el falso Quijote de Avellaneda, están íntimamente unidos a su ciudad, el primero porque habla varias veces de ella (es la única ciudad que nombra, aparte de Barcelona) y el segundo porque su autor, el tal Fernández de Avellaneda, le dedica tres capítulos, lo que ha hecho colegir a más de uno que era zaragozano, o por lo menos aragonés, y más a la vista del gran conocimiento que demuestra de la moderna Cesaragusta romana: su don Quijote entra en la ciudad por la Puerta del Portillo, que era la natural viniendo desde Castilla, cruza la Aljafería y la “famosa calle del Coso”, incluso describe el palacio de los Luna, hoy Audiencia de Justicia, con sus “dos fieros gigantes que a la puerta están, levantados los braços, con dos maças de fino azero, para estorbar la entrada a los que, a pesar suyo, quisieran entrar dentro”, que son los dos barbudos atlantes que se pueden admirar todavía hoy.
Fuera de ello, la ciudad ha crecido tanto que si el falso don Quijote volviera a ella o el verdadero se dignara visitarla al revés de lo que hizo apenas identificarían algunas torres de iglesia y no la del Pilar, que aún no existía en su tiempo, y por supuesto el puente de piedra, el único que cruzaba entonces el río Ebro en muchos kilómetros y por el que el hidalgo, a lo que se ve, no lo hizo, pues para acceder a él habría tenido que entrar en Zaragoza, la ciudad que repudió por culpa de un impostor.
XXIII
"Los Monegros", 26 de agosto de 2015:
En el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del río poco saben del paso del hidalgo y su escudero, mientras los regadíos dulcifican el paisaje.
Dado que don Quijote evitó tocar Zaragoza y habida cuenta de que el único puente sobre el Ebro existente entonces en muchos kilómetros era el de piedra de esta ciudad, casi todos los cervantistas coinciden en que don Quijote y su escudero cruzaron el río en el vado existente entre Fuentes y Osera, entonces franqueable en el verano, que es cuando los dos manchegos pasaron por estas tierras según la novela, puesto que el estiaje hacía bajar considerablemente el caudal del agua, ya que en aquellos tiempos no había pantanos que la almacenaran. Fuera o no cierto, lo que está claro es que ni en Fuentes de Ebro ni en Osera se han enterado de ello, pues nada recuerda el paso de don Quijote por sus caseríos, a excepción de un camión aparcado ante un restaurante en este segundo pueblo que transporta, según anuncia en su caja, Bizcochos Sancho Panza. Ni siquiera la iglesia, que es una maravilla, principalmente su portada, ha sido restaurada para un turismo, el que generaría, de conocerse, el paso de don Quijote por estas tierras y que hoy brilla por su ausencia según el chico del bar del pueblo y la dueña del restaurante de la carretera. “Aquí no viene ningún turista”, me dicen ambos.
Osera está ya en los Monegros, el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del Ebro hasta Cataluña y que don Quijote y Sancho hubieron de cruzar necesariamente en su viaje hacia Barcelona, pues el camino real es el que sigue la antigua carretera nacional, hoy relegada al tráfico de camiones y de automovilistas locales o despistados por la moderna autopista que corre al lado; otra cosa es que Cervantes afirme en el comienzo del capítulo correspondiente a ello, el LX de la segunda parte del libro, “que en más de seis días [a don Quijote y Sancho] no les sucedió cosa digna de ponerse en escritura”. Una forma literaria de abreviar y de ir rápido hacia un final que se pretendía acercar y que estaba en Barcelona, junto al mar.
Pero hasta llegar a éste yo, como don Quijote, he de cruzar los Monegros, esta tierra tan temida como hermosa por más que muchos no entiendan su particular belleza. Para entenderla (para aceptarla, quizá, mejor) hay que dejar a un lado los prejuicios y abrirse a unas perspectivas de las que el verde, monopolizador de las riberas del Ebro y sus afluentes, ha desaparecido del todo dejando sitio a los ocres, a los grises calcáreos, a los pardos, a los blancos, incluso, de tan quemada como está la tierra en determinadas zonas. Alrededor de la venta de Santa Lucía, antaño venta Monzona (la antigua Santa Lucía, que estaba cerca, desapareció hace tiempo), donde Durruti tuvo su puesto avanzado de mando en los primeros días de la guerra, cuando el frente se estabilizó en la línea del Ebro, por ejemplo, o en las cercanías de Bujaraloz, la capital de esta comarca sedienta cuyo solo nombre impone respeto a los que se ven obligados a cruzarla. Principalmente a esos miles de camioneros que desfilan por ella día y noche con sus camiones cargados de mercancía y cuyo interminable desfile contempla desde la venta de Santa Lucía la dueña con aburrimiento, como hacían en la película de Bigas Luna Jamón, jamón sus protagonistas en la cercana estación de peaje de El Ciervo, donde se rodó. Y donde se casó la cantante Carmen Sevilla, según la chica de la gasolinera, que es lo único que permanece ya abierto de todo el complejo.
En Bujaraloz es la hora de la siesta, lo que aumenta la desolación del sitio. La capital monegrina, tendida como un lagarto bajo el ardiente sol de comienzos de julio, hace honor a su leyenda, que lo sitúa en el epicentro de un desierto hoy dulcificado ligeramente por los regadíos que comienzan a llegar poco a poco a la zona y que pintan ya de verde algunos trozos del paisaje; es el maíz, que crece con ganas con la bendición del agua que le llega desde el río Cinca, que pasa cerca, hacia Mequinenza. Aunque a Ezequiel, un antiguo agricultor que asegura que en los Monegros “la gente vive de pasar hambre”, y a Javier Escanilla, que está en activo y que me enseña amablemente la casa de su familia, la mayor de la plaza del pueblo y la elegida precisamente por eso por Buenaventura Durruti como su puesto de mando en el frente del Ebro (la casa está prácticamente igual que entonces), toda el agua le parece poca y reclaman que se hagan más pantanos con urgencia. A mi objeción sobre las consecuencias que para otros tendrían las obras que ellos reclaman, los dos contestan escuetamente: “Que les indemnicen”. Sin ninguna doble intención, antes de irme y en agradecimiento a su amabilidad al enseñarme su casa, tan llena de historia, le regalo a Javier una novela mía que traigo en el coche. Su título: Distintas formas de mirar el agua.
Un ‘quijote’ monegrino
Los Monegros, como tierra extrema que es, ha producido muchos quijotes, personajes que han desvariado de tanto ver el desierto o que han tomado caminos insospechados teniendo en cuenta cómo es su tierra de origen. Es el caso, en Bujaraloz, de Martín Cortés de Albacar, autor de un Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, con nuevos instrumentos y reglas publicado en Sevilla en 1.551 y que fue en su momento un libro pionero en el terreno de la navegación y de la astronomía aplicada a ella.
Sus paisanos, orgullosos, le han dedicado un monumento (una esfera con sus reglas) en su Plaza Mayor, justo frente por frente de la casona que fuera puesto de mando de Durruti y que algunos historiadores sostienen fue también en la que nació el navegante y astrónomo bujarolocino, cuya dedicatoria llama la atención en medio del secarral en el que se levanta el pueblo.
XXIV
"Por tierras de Cataluña", 27 de agosto de 2015:
De Los Monegros a La Segarra, pasando por Fraga, Lérida, Cervera o Tárrega, la memoria que se guarda del hidalgo y su escudero es mínima.
Fraga, en la frontera de Huesca con Cataluña, es el último pueblo aragonés por este extremo, pero también uno de los más ricos. Sus higos tienen fama (culpa de Labordeta, entre otros), pero los melocotones, cerezas, ciruelas, peras, manzanas rebosan también en sus árboles frutales, que aprovechan el calor de Los Monegros a la vez que se benefician del agua del río Cinca, a cuya orilla se arracima el pueblo. En eso se parece ya a los vecinos de Lérida, una provincia que es un auténtico vergel de fruta que se extiende durante kilómetros, hacia el norte y hacia el sur, hasta la cordillera Costero-Catalana, que la separa de la más agreste provincia hermana de Barcelona.
Lérida, la capital (o Lleida, si se quiere, en catalán), se parece mucho a Fraga tanto por sus cultivos como por su disposición (en su caso, arrimada al cauce del río Segre, que, como el Cinca, también desciende hacia el Ebro), pero es bastante más grande. Eso sí, como en la localidad oscense, sus calles están llenas de inmigrantes, árabes y africanos sobre todo, que trabajan en la fruta, lo que le da un aire cosmopolita y, cuando calienta el sol sin piedad como hoy, un cierto aspecto subsahariano. Sin duda don Quijote y Sancho Panza, de pasar ahora por ella como en la ficción hicieron hace cuatrocientos años aunque no quedara rastro de su paso, se quedarían muy sorprendidos de ver la diversidad de razas que en la capital catalana del interior se concentran.
De pasar ahora, se sorprenderían al ver la diversidad de razas.
El camino hacia Barcelona, que no es otro que la antigua carretera nacional, hoy eclipsada, como en Aragón, por la moderna autopista, continúa igual hasta Mollerusa, pueblo rodeado de frutales y de cultivos de huerta por todas partes, y lo mismo ocurre hasta Tárrega, que ya pertenece a la comarca de Urgel y no, como Lérida, a la del Segrià. Tárrega, que compite con la vecina Cervera (ésta ya perteneciente a La Segarra, de la que es capital como aquélla de la de Urgel) por la capitalidad de toda la zona, es un pueblo más histórico, pero tampoco guarda memoria de don Quijote e incluso algunos vecinos presumen de ello: “Aquí somos más de Tirant lo Blanc” me espetó con cierto desdén el dueño de un restaurante de la hermosísima calle Mayor, toda ella llena, como la mayoría del pueblo, de banderas catalanas independentistas. Frente a él, la encargada del Muséu Comarcal d’Urgell ni siquiera se molesta en responderme en castellano, pese a que ve que yo no hablo catalán y pese a que posiblemente sea el único que en toda la mañana se interesa por la exposición sobre los judíos de Tárrega, que al parecer fueron masacrados en 1345 como les sucedería en otros sitios de Europa, que se muestra en el museo.
El camino continúa igual hasta Mollerusa, rodeada de frutales.
En Cervera, no sé si es casualidad, la gente es más receptiva. A mis preguntas sobre el Quijote (que no otra cosa pregunto) los vecinos hacen al menos el esfuerzo de recordar si hay algo en la ciudad que hable de él. Así, en la antigua Universidad, un edificio descomunal que ahora sirve de instituto pero que durante un siglo fue el único centro universitario de Cataluña (como premio a la ciudad del rey Felipe V por haberle ayudado en la Guerra de Sucesión de 1714 y como castigo a otras, como Barcelona, que apoyaron la causa del archiduque Carlos de Austria), unas adolescentes que se han acercado a ver las notas del curso (que aún no han salido, como comprueban con decepción) me dicen que no tenían “ni idea” de que don Quijote y Sancho habían pasado por aquí pero que han leído trozos del libro en la clase de Lengua Española y en el Casal, donde almuerzo —espléndidamente, por cierto—, la camarera, que es una señora, me dice que es la primera noticia que tiene de que don Quijote hubiese estado en Cervera, pero que “se va a enterar”.
Por la magnífica calle Mayor, aún más hermosa que la de Tárrega si cabe (la de Cervera es mucho más larga y desemboca en el Ayuntamiento y la iglesia, el primero de estilo barroco y la segunda un edificio gótico majestuoso, tan gigantesco como la Universidad), la hora de la siesta me impide preguntar a más vecinos, pues todos están en casa, no sé si viendo la televisión o durmiendo. Solamente en la Plaza Mayor un hombre que está sentado en un soportal me saluda y, a mi pregunta de si ha visto pasar por aquí a don Quijote, me sonríe y me responde que el único que ha pasado delante de su casa he sido yo desde que él está aquí.
—¿Y a Sancho Panza?
—Tampoco… Ni a los tres Reyes Magos —añade, con fuerte acento catalán.
—Pues deberían, ¿no cree? —le digo, asomándome al paisaje que desde aquí arriba se divisa: el ondulado, apaciguador, hermosísimo paisaje de La Segarra.
Tirant lo Blanc
Junto con don Quijote, Tirante el Blanco (Tirant lo Blanch en catalán antiguo y lo Blanc, sin hache, en el actual) es el personaje de la novela caballeresca española más popular, entre otras cosas gracias a Cervantes, que lo elogia por boca del cura Pero Pérez y lo salva de ir al fuego en el famoso escrutinio que, junto con el barbero del pueblo de don Quijote, el clérigo hace de su biblioteca, a la que culpa de su desvarío: “¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una grande voz —¡Que aquí está Tirante el Blanco! Dádmelo acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (…) Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto del os he dicho” (capítulo VI de la primera parte de El Quijote).
Escrito por Joanot Martorell y publicado en Valencia en 1490, Cervantes debió de conocer Tirante el Blanco en la edición que se hizo en castellano en Valladolid en 1511 y que apenas tuvo acogida fuera de Cataluña y Valencia hasta que el autor del Quijote lo recomendó.
XXV
"El reino de Roque Guinart", 28 de agosto de 2015:
Las huellas del lugar donde se habría topado Cervantes con el bandolero Rocaguinarda, al que convirtió en personaje.
“Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura; al cabo de los cuales, yendo fuera del camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas, o alcornoques, que en esto no guarda la puntualidad Cidi Hamete que en otras cosas suele…”.
Así reanuda Cervantes su narración, que continúa con don Quijote y Sancho peleándose entre ellos, el caballero andante por ver de darle a su escudero, aprovechándose de la soledad del sitio, los tres mil azotes que éste se había negado a recibir en el palacio de los duques y que, según el falso Merlín, se necesitaban para sacar a Dulcinea de su encantamiento en rústica aldeana y el pobre Sancho defendiéndose como podía de lo que a todas luces era una imposición injusta de su amo (“¡Eso no —dijo Sancho—: vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios verdadero que nos han de oír los sordos!”) y, luego, tras separarse y dormir un rato, por el descubrimiento del escudero de que el bosque en el que se encontraban estaba lleno de hombres colgados de las ramas de los árboles. “No tienes de qué tener miedo —le tranquilizó don Quijote—, porque estos pies y piernas que tientas y no ves sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta”, una explicación que al pobre Sancho Panza le sirvió para seguir durmiendo, no muy tranquilo, es verdad, pero que con el amanecer se demostró ilusoria cuando los aparentes ahorcados, que eran más de cuarenta, saltaron de donde estaban y rodearon a don Quijote y a su escudero “diciéndoles en lengua catalana que se estuviesen quedos y se detuviesen, hasta que llegase su capitán”.
La Panadella, Igualada, Jorba... ¿Dónde se produciría el asalto? Pienso quiénes de los que me crucé descenderán de aquellos bandidos
El capitán, “el cual mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color morena” y que venía montado “sobre un poderoso caballo, vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes (que en aquella tierra se llaman pedreñales) a los lados”, no era otro que el célebre bandido catalán Roque Guinart, trasunto cervantino del histórico y real bandolero Rocaguinarda, al que quizá Cervantes conoció personalmente, de ahí que lo convirtiera en personaje de su novela, bien que con su apellido ligeramente cambiado como también hiciera con el de Gerónimo de Passamonte (Ginés en la ficción quijotesca). Pero, ¿en qué lugar exacto se produciría el encuentro?, pienso mientras contemplo el paisaje desde una cafetería del Port de La Panadella, en la frontera de las provincias de Lérida y Barcelona, rodeado de jubilados de Martorell que han venido de excursión y, de paso, a comprar los célebres pans de pessec que se fabrican en la panadería de enfrente. ¿Aquí, en lo que hoy es una gran estación de servicio venida a menos desde la construcción de la autopista de Barcelona a Zaragoza pero que en tiempos fuera un grupo de ventas para viajeros y arrieros cuyas construcciones aún se mantienen en pie, bien que abandonadas ya, o en los intrincados montes que rodean el camino hasta Igualada, la primera gran población de la provincia barcelonesa? ¿En los alrededores de Porquerisses o de Santa María del Camí, dos aldeas diminutas cuyos campos de labor se los disputan desde hace siglos una docena de familias que ignoran todo de don Quijote, incluso de la preciosa iglesia románica que pervive adosada a una masía en la segunda de las dos aldeas, o en los de Jorba, ya más grande y habitada gracias a su cercanía a Igualada, la capital de la comarca del Anoia y durante mucho tiempo de la industria del papel y de la piel catalanas? ¿En qué recodo exacto del camino —pienso mientras lo recorro— ocurriría el asalto de los dos capitanes de infantería que iban a Barcelona para embarcarse en galeras junto a un grupo de viajeros variopintos, frailes y damas con sus criadas entre ellos, o el encuentro de Roque Ginart con Claudia Jerónima, la muchacha que acababa de matar a su novio por celos? ¿En qué bosques se ocultarían durante los tres días que don Quijote y Sancho permanecieron con Roque Ginart y sus hombres, acogidos a su protección y admirando su modo de vida, que no era precisamente tranquilo: “Aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién”?
Sentado en una terraza en la Plaza Mayor de Igualada, población que hierve de gente no sé si por la hora o porque es viernes, repaso el camino hecho y pienso quiénes de todas las personas que me crucé por él o que ahora veo pasear tranquilamente con sus familias o merendar a mi lado serán descendientes de aquellos bandidos que, al parecer, infestaban las sierras del interior catalán como la Sierra Morena que hace unos días crucé y que ahora queda tan lejos. Porque lo que resulta claro es que alguno descenderá de ellos.
Los bandoleros catalanes.
En su indispensable manual Para leer a Cervantes, el gran medievalista y cervantista catalán Martín de Riquer, citado aquí varias veces ya, dedica un amplio capítulo a explicar el fenómeno del bandolerismo en su tierra, mucho menos conocido que otros del resto de España, pero que, según sostiene, tuvo igual o más importancia, cuantitativa y cualitativamente, que éstos. Según Martín de Riquer, el bandolerismo era un mal endémico en Cataluña contra el que luchaban sin éxito los virreyes de la Corona. Se trataba, además, de un bandolerismo con estrechas relaciones con los gascones franceses, derivado de las antiguas luchas feudales, lo que le daba un matiz político; de hecho, los bandoleros se dividían, según su origen, en familias, como los nyeros o los cadells, enfrentadas entre ellas a su vez por el dominio de tal o cual región o comarca.
Perot Rocaguinarda, uno de sus principales representantes a finales del siglo XVI, aparece en dos obras de Cervantes, El Quijote y La cueva de Salamanca, lo que para Riquer demuestra que el escritor debió de conocerlo personalmente. ¿Quizá porque lo asaltó?
XXVI
"La mar salada", 28 de agosto de 2015:
Un paseo por la ciudad que en época de caballerías tenía 33.000 habitantes y era “patria de valientes”. Don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico en su puerto.
Por la carretera nacional, que a partir de un punto ya es autovía, y no por “caminos desusados, atajos y sendas encubiertas” como hicieran don Quijote y Sancho guiados por Roque Ginart y sus hombres, viajo (también de noche como ellos, pero en coche, que es más cómodo) de Igualada a Barcelona, adonde llego ya cercana la media noche. Por el camino he venido imaginando, al contraluz de las luces que aparecían y desaparecían a los dos lados de la carretera (Esparreguera, Martorell, Molins de Rei, Sant Feliú de Llobregat…), lo que los dos manchegos irían pensando mientras cruzaban en la oscuridad completa estas intrincadas sierras que entonces estarían llenas de peligros y, finalmente, al llegar a la playa de Barcelona, donde los dejaron éstos y donde los sorprendió “la faz de la blanca aurora” la víspera del día de San Juan.
“Tendieron don Quijote y Sancho” —sigue escribiendo Cervantes— “la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua…”. Barcelona tenía entonces 33.000 habitantes, pero para la época era una gran ciudad, la primera de ese tamaño que don Quijote y Sancho veían y la única que aparece en El Quijote, acompañada, por cierto, de los mayores elogios: “Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, vengança de los ofendidos y correspondencia grata de las firmes amistades, y en sitio y belleza única”. Una demostración más de la admiración que Cervantes profesó siempre a la capital catalana, puesto que parecidos elogios los había escrito ya en su novela ejemplar Las dos doncellas: “Flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores…”.
Muchos ignoran los elogios del autor de ‘El Quijote’ a Barcelona.
Pero, para mi sorpresa, éstos, como los de las ciudades y pueblos de Cataluña por los que he pasado, ignoran mayoritariamente no sólo los elogios que Cervantes hizo de su ciudad, sino su propia presencia en ella, así como las de sus dos más famosos personajes. De hecho, la huella de uno y otros en Barcelona se limita ya, a pesar de haber situado en ella el escritor cinco capítulos de la novela (del LXI al LXV de su segunda parte) y de haber dado por concluidas las aventuras de don Quijote frente a sus murallas, a una casa junto al puerto conocida como de Cervantes por querer la tradición que éste se alojó en ella en sus estancias en Barcelona y, no muy lejos de allí, en el número 14 del Carrer del Call, el antiguo barrio judío a espaldas de la catedral, el local que ocupó la imprenta que visitó don Quijote y que ahora acoge una tienda de bisutería llamada Dulcinea pese a que los chinos que la regentan no sepan el porqué del nombre. Menos mal que un panel de azulejos lo recuerda: “Esta casa albergó de 1591 a 1670 la oficina tipográfica Cormellas”, como en el interior del portal de la llamada casa de Cervantes otra placa reproduce el archiconocido comienzo de la novela. Fuera de ello, sólo la Sala Cervantina, en la Biblioteca Nacional de Catalunya, con su espléndida colección de Quijotes, y el famoso Cristo de Lepanto, que, según la leyenda, acompañó a las naves de Juan de Austria en la batalla contra los turcos en la que Cervantes perdió una mano y que se venera en la catedral, recuerdan más al autor de don Quijote que a éste en una ciudad en la que, sin embargo, el famoso hidalgo manchego vivió sus últimas aventuras. Toda la gente a la que pregunto, tanto barceloneses como turistas, que son millares, lo ignoraban por completo.
Y, sin embargo, ahí sigue el puerto de Barcelona donde don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico cuando, viajando en una galera como ahora hacen muchos turistas en golondrinas, se vieron metidos en una refriega con un bergantín turco cuya presencia avisaron con cañonazos desde el castillo de Montjuïc y ahí siguen las viejas calles de una ciudad que, en su parte antigua, tampoco ha cambiado tanto desde que aquellos la recorrieran, como Montcada, donde algunos cervantistas sitúan el palacete de Antonio Moreno, en el que don Quijote y Sancho se alojaron gracias a la recomendación de Roque Ginart, que era amigo de él, o Ample, la mayor de la ciudad en aquella época (medía seis metros de ancho) y por la que, según algunos, sacaron de paseo a don Quijote subido en “un macho de paso llano y muy bien aderezado” y llevando a la espalda sin él saberlo un pergamino cosido al balandrán de paño con que le habían vestido —“que pudiera hacer sudar al mesmo yelo”— la leyenda Este es don Quijote de la Mancha, para que todos se rieran de él.
La casa de Cervantes
En el número 2 del paseo de Colón de Barcelona, enfrente del puerto viejo, hay una casa de cinco plantas, de estilo gótico y ventanas historiadas, que los barceloneses conocen popularmente como la casa de Cervantes por creer que en ella se alojó el autor de El Quijote en sus estancias en la ciudad.
Incluso hay quien cree a pie juntillas y así lo sostiene que la cabeza en relieve labrada en una ventana es la del escritor, algo imposible por anacrónico, pues el relieve y el edificio son anteriores a la hipotética estancia de aquél en Barcelona.
De ser, en efecto, la casa en que Cervantes se alojó (como dice Martín de Riquer, las tradiciones a veces reposan sobre hechos ciertos), bien podría haberse inspirado en la del Antonio Moreno, amigo del bandolero Roque Guinart, en la que se alojaron don Quijote y Sancho y en la que, como en el palacio de los duques, también les gastaron bromas y les sometieron a chanzas de todo tipo, abusando de su credulidad.
XXVII
"Final en la playa de Barcelona", 29 de agosto de 2015:
En la Barceloneta, Don Quijote se batió en duelo con el caballero de la Blanca Luna. Y cayó derrotado
Amaneció por fin el aciago día en el que el valeroso hidalgo que cruzó a lomos de su caballo la mitad de la península Ibérica peleando con todo el que le salía al paso si no reconocía que su amada Dulcinea del Toboso era la mujer más bella sobre la faz de la tierra hallaría el final de sus aventuras en un lugar que jamás habría imaginado en su perdida aldea montieleña ni en sus noches de más febril fantasía: la playa de Barcelona, tan lejos de sus paisajes y de sus ensoñaciones.
Llevaba ya don Quijote varios días en la ciudad condal, “la flor más bella de las ciudades del mundo” y la capital ya en aquellos tiempos de un invento, la imprenta, que tanto le fascinaba por salir de ella los libros que leía en su apartada aldea y en los que conoció a todos los caballeros que le habían precedido en la historia y que le llevaron a convertirse él mismo en otro, cuando se presentó ante él uno que le desafiaba a batirse en duelo allí mismo, en la playa de la Barceloneta, frente por frente del puerto. ¿Cómo imaginar ahora, viendo la playa llena de turistas, de chiringuitos, de tenderetes, y rodeada de rascacielos, a don Quijote “armado de todos sus armas”, que con todas había salido a pasear según Cervantes (“porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos”), mirando venir hacia él a un hombre a caballo “armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente”? ¿Cómo reconstruir siquiera la escena esta mañana de julio en la que la Barceloneta estalla de bañistas, la mayoría de ellos extranjeros, en la que los dos caballeros se retan a duelo al lado del mar si ninguno de los dos accede a reconocer a la dama del otro como más bella, “sea quien fuere” dice el de la Blanca Luna (que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco disfrazado, como antes lo hiciera ya de Caballero de los Espejos, incluso del Maese Pedro que con un mono que hablaba intentó en una venta cercana a la cueva de Montesinos convencer al de la Triste Figura de que volviera a su aldea, y que ha llegado hasta Barcelona con el mismo fin), algo que a don Quijote dejó “suspenso y atónito”, y cómo imaginar, en fin, la pelea que sobre la misma arena del mar libraron en presencia del “visorrey” don Antonio Moreno —el amigo del bandolero Roque Ginart que había acogido en su casa a don Quijote— y de otros varios caballeros que en seguida se acercaron a la playa avisados por los vigías de la ciudad contemplando, como yo hago en este momento, el mar de cuerpos desnudos que ahora se tuestan al sol ajenos al episodio que aquí se vivió hace siglos y que posiblemente sea el más triste de todos los que al ingenioso hidalgo de La Mancha le tocó vivir: “Agradeció el caballero de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea (como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían), tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que le diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: —Vencido sois, caballero, y aún muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío…”?
La historia sigue, como se sabe, con don Quijote aceptando éstas (todas menos que su Dulcinea no era la dama más bella del mundo) después de que el de la Blanca Luna se negara a quitarle la vida, como le solicitó (“puesto que me has quitado la honra”, le dice), y con la novela corriendo hacia su final con don Quijote y Sancho volviendo a su aldea tras recuperarse el primero de los golpes, pero esto a nadie interesa ya entre los cientos, miles de personas, que se bañan o juegan a la pelota o a perseguirse en el mismo lugar donde don Quijote fuera derrotado hace cuatrocientos años una mañana como ésta, llena de luz y de felicidad.
“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse”, resuenan, sin embargo, todavía sus palabras sobre el mar.
Pero hay que ponerse a hacerlo para rememorar la escena y la conversación que en la susodicha venta tuvieron lugar cuando don Quijote y Sancho (más éste que don Quijote, al que el atropello de la manada de toros dejó sin hambre), después de cenar “dos uñas de vaca”, que es todo lo que el ventero les ofreció, se retiraron a su aposento, que casualmente separaba una pared de otro en el que dos caballeros, don Jerónimo y don Juan, leían en voz alta antes de dormirse la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, que sus protagonistas desconocían que se hubiera escrito ya, entre otras cosas porque aún no habían vivido las aventuras correspondientes a ella; un divertido juego literario que Cervantes inventa para ridiculizar el Quijote apócrifo (al que califica por boca de don Jerónimo de disparatado y malo), y que el lector entiende como tal, pero que don Quijote se toma tan en serio que decide no entrar en Zaragoza, ciudad a la que se dirigía para participar en sus justas del arnés, aventura que Avellaneda ya daba por realizada en su impostora segunda parte de la novela, y poner rumbo a Barcelona, donde los dos caballeros que estaban leyéndola le dijeron que había anunciadas otras justas en las que don Quijote podría mostrar su valor. “Así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes cómo yo no soy el don Quijote que él dice”, exclama el pobre hidalgo viendo cómo a las chanzas de los duques de Villahermosa había venido a sumarse el suplantamiento de su personalidad por otro falso Quijote.
Pero hoy no es fácil, como en su tiempo, pasar de largo por Zaragoza, dado su emplazamiento. Ni es fácil ni es mi deseo, que tengo esta ciudad por una de mis preferidas, así que me perdonará don Quijote si le traiciono por una vez y, mientras él y Sancho quedan durmiendo en la venta que ya no existe, yo vaya a hacerlo a un hotel de aquella y, a la mañana, le dé un paseo buscando, más que la huella en ella de don Quijote, que, como queda claro, nunca la visitó, la memoria de él entre unas personas cuya hospitalidad no conoce desconsideraciones. Pero mi sorpresa es grande cuando descubro que en Zaragoza nadie, ni siquiera las chicas de la Oficina de Turismo, en la plaza de España, antigua plaza de San Francisco (donde se celebraron precisamente las justas del arnés a las que don Quijote venía), tiene idea de que éste y sobre todo su suplantador, el falso Quijote de Avellaneda, están íntimamente unidos a su ciudad, el primero porque habla varias veces de ella (es la única ciudad que nombra, aparte de Barcelona) y el segundo porque su autor, el tal Fernández de Avellaneda, le dedica tres capítulos, lo que ha hecho colegir a más de uno que era zaragozano, o por lo menos aragonés, y más a la vista del gran conocimiento que demuestra de la moderna Cesaragusta romana: su don Quijote entra en la ciudad por la Puerta del Portillo, que era la natural viniendo desde Castilla, cruza la Aljafería y la “famosa calle del Coso”, incluso describe el palacio de los Luna, hoy Audiencia de Justicia, con sus “dos fieros gigantes que a la puerta están, levantados los braços, con dos maças de fino azero, para estorbar la entrada a los que, a pesar suyo, quisieran entrar dentro”, que son los dos barbudos atlantes que se pueden admirar todavía hoy.
Fuera de ello, la ciudad ha crecido tanto que si el falso don Quijote volviera a ella o el verdadero se dignara visitarla al revés de lo que hizo apenas identificarían algunas torres de iglesia y no la del Pilar, que aún no existía en su tiempo, y por supuesto el puente de piedra, el único que cruzaba entonces el río Ebro en muchos kilómetros y por el que el hidalgo, a lo que se ve, no lo hizo, pues para acceder a él habría tenido que entrar en Zaragoza, la ciudad que repudió por culpa de un impostor.
XXIII
"Los Monegros", 26 de agosto de 2015:
En el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del río poco saben del paso del hidalgo y su escudero, mientras los regadíos dulcifican el paisaje.
Dado que don Quijote evitó tocar Zaragoza y habida cuenta de que el único puente sobre el Ebro existente entonces en muchos kilómetros era el de piedra de esta ciudad, casi todos los cervantistas coinciden en que don Quijote y su escudero cruzaron el río en el vado existente entre Fuentes y Osera, entonces franqueable en el verano, que es cuando los dos manchegos pasaron por estas tierras según la novela, puesto que el estiaje hacía bajar considerablemente el caudal del agua, ya que en aquellos tiempos no había pantanos que la almacenaran. Fuera o no cierto, lo que está claro es que ni en Fuentes de Ebro ni en Osera se han enterado de ello, pues nada recuerda el paso de don Quijote por sus caseríos, a excepción de un camión aparcado ante un restaurante en este segundo pueblo que transporta, según anuncia en su caja, Bizcochos Sancho Panza. Ni siquiera la iglesia, que es una maravilla, principalmente su portada, ha sido restaurada para un turismo, el que generaría, de conocerse, el paso de don Quijote por estas tierras y que hoy brilla por su ausencia según el chico del bar del pueblo y la dueña del restaurante de la carretera. “Aquí no viene ningún turista”, me dicen ambos.
Osera está ya en los Monegros, el desierto estepario que se extiende por la margen izquierda del Ebro hasta Cataluña y que don Quijote y Sancho hubieron de cruzar necesariamente en su viaje hacia Barcelona, pues el camino real es el que sigue la antigua carretera nacional, hoy relegada al tráfico de camiones y de automovilistas locales o despistados por la moderna autopista que corre al lado; otra cosa es que Cervantes afirme en el comienzo del capítulo correspondiente a ello, el LX de la segunda parte del libro, “que en más de seis días [a don Quijote y Sancho] no les sucedió cosa digna de ponerse en escritura”. Una forma literaria de abreviar y de ir rápido hacia un final que se pretendía acercar y que estaba en Barcelona, junto al mar.
Pero hasta llegar a éste yo, como don Quijote, he de cruzar los Monegros, esta tierra tan temida como hermosa por más que muchos no entiendan su particular belleza. Para entenderla (para aceptarla, quizá, mejor) hay que dejar a un lado los prejuicios y abrirse a unas perspectivas de las que el verde, monopolizador de las riberas del Ebro y sus afluentes, ha desaparecido del todo dejando sitio a los ocres, a los grises calcáreos, a los pardos, a los blancos, incluso, de tan quemada como está la tierra en determinadas zonas. Alrededor de la venta de Santa Lucía, antaño venta Monzona (la antigua Santa Lucía, que estaba cerca, desapareció hace tiempo), donde Durruti tuvo su puesto avanzado de mando en los primeros días de la guerra, cuando el frente se estabilizó en la línea del Ebro, por ejemplo, o en las cercanías de Bujaraloz, la capital de esta comarca sedienta cuyo solo nombre impone respeto a los que se ven obligados a cruzarla. Principalmente a esos miles de camioneros que desfilan por ella día y noche con sus camiones cargados de mercancía y cuyo interminable desfile contempla desde la venta de Santa Lucía la dueña con aburrimiento, como hacían en la película de Bigas Luna Jamón, jamón sus protagonistas en la cercana estación de peaje de El Ciervo, donde se rodó. Y donde se casó la cantante Carmen Sevilla, según la chica de la gasolinera, que es lo único que permanece ya abierto de todo el complejo.
En Bujaraloz es la hora de la siesta, lo que aumenta la desolación del sitio. La capital monegrina, tendida como un lagarto bajo el ardiente sol de comienzos de julio, hace honor a su leyenda, que lo sitúa en el epicentro de un desierto hoy dulcificado ligeramente por los regadíos que comienzan a llegar poco a poco a la zona y que pintan ya de verde algunos trozos del paisaje; es el maíz, que crece con ganas con la bendición del agua que le llega desde el río Cinca, que pasa cerca, hacia Mequinenza. Aunque a Ezequiel, un antiguo agricultor que asegura que en los Monegros “la gente vive de pasar hambre”, y a Javier Escanilla, que está en activo y que me enseña amablemente la casa de su familia, la mayor de la plaza del pueblo y la elegida precisamente por eso por Buenaventura Durruti como su puesto de mando en el frente del Ebro (la casa está prácticamente igual que entonces), toda el agua le parece poca y reclaman que se hagan más pantanos con urgencia. A mi objeción sobre las consecuencias que para otros tendrían las obras que ellos reclaman, los dos contestan escuetamente: “Que les indemnicen”. Sin ninguna doble intención, antes de irme y en agradecimiento a su amabilidad al enseñarme su casa, tan llena de historia, le regalo a Javier una novela mía que traigo en el coche. Su título: Distintas formas de mirar el agua.
Un ‘quijote’ monegrino
Los Monegros, como tierra extrema que es, ha producido muchos quijotes, personajes que han desvariado de tanto ver el desierto o que han tomado caminos insospechados teniendo en cuenta cómo es su tierra de origen. Es el caso, en Bujaraloz, de Martín Cortés de Albacar, autor de un Breve compendio de la sphera y de la arte de navegar, con nuevos instrumentos y reglas publicado en Sevilla en 1.551 y que fue en su momento un libro pionero en el terreno de la navegación y de la astronomía aplicada a ella.
Sus paisanos, orgullosos, le han dedicado un monumento (una esfera con sus reglas) en su Plaza Mayor, justo frente por frente de la casona que fuera puesto de mando de Durruti y que algunos historiadores sostienen fue también en la que nació el navegante y astrónomo bujarolocino, cuya dedicatoria llama la atención en medio del secarral en el que se levanta el pueblo.
XXIV
"Por tierras de Cataluña", 27 de agosto de 2015:
De Los Monegros a La Segarra, pasando por Fraga, Lérida, Cervera o Tárrega, la memoria que se guarda del hidalgo y su escudero es mínima.
Fraga, en la frontera de Huesca con Cataluña, es el último pueblo aragonés por este extremo, pero también uno de los más ricos. Sus higos tienen fama (culpa de Labordeta, entre otros), pero los melocotones, cerezas, ciruelas, peras, manzanas rebosan también en sus árboles frutales, que aprovechan el calor de Los Monegros a la vez que se benefician del agua del río Cinca, a cuya orilla se arracima el pueblo. En eso se parece ya a los vecinos de Lérida, una provincia que es un auténtico vergel de fruta que se extiende durante kilómetros, hacia el norte y hacia el sur, hasta la cordillera Costero-Catalana, que la separa de la más agreste provincia hermana de Barcelona.
Lérida, la capital (o Lleida, si se quiere, en catalán), se parece mucho a Fraga tanto por sus cultivos como por su disposición (en su caso, arrimada al cauce del río Segre, que, como el Cinca, también desciende hacia el Ebro), pero es bastante más grande. Eso sí, como en la localidad oscense, sus calles están llenas de inmigrantes, árabes y africanos sobre todo, que trabajan en la fruta, lo que le da un aire cosmopolita y, cuando calienta el sol sin piedad como hoy, un cierto aspecto subsahariano. Sin duda don Quijote y Sancho Panza, de pasar ahora por ella como en la ficción hicieron hace cuatrocientos años aunque no quedara rastro de su paso, se quedarían muy sorprendidos de ver la diversidad de razas que en la capital catalana del interior se concentran.
De pasar ahora, se sorprenderían al ver la diversidad de razas.
El camino hacia Barcelona, que no es otro que la antigua carretera nacional, hoy eclipsada, como en Aragón, por la moderna autopista, continúa igual hasta Mollerusa, pueblo rodeado de frutales y de cultivos de huerta por todas partes, y lo mismo ocurre hasta Tárrega, que ya pertenece a la comarca de Urgel y no, como Lérida, a la del Segrià. Tárrega, que compite con la vecina Cervera (ésta ya perteneciente a La Segarra, de la que es capital como aquélla de la de Urgel) por la capitalidad de toda la zona, es un pueblo más histórico, pero tampoco guarda memoria de don Quijote e incluso algunos vecinos presumen de ello: “Aquí somos más de Tirant lo Blanc” me espetó con cierto desdén el dueño de un restaurante de la hermosísima calle Mayor, toda ella llena, como la mayoría del pueblo, de banderas catalanas independentistas. Frente a él, la encargada del Muséu Comarcal d’Urgell ni siquiera se molesta en responderme en castellano, pese a que ve que yo no hablo catalán y pese a que posiblemente sea el único que en toda la mañana se interesa por la exposición sobre los judíos de Tárrega, que al parecer fueron masacrados en 1345 como les sucedería en otros sitios de Europa, que se muestra en el museo.
El camino continúa igual hasta Mollerusa, rodeada de frutales.
En Cervera, no sé si es casualidad, la gente es más receptiva. A mis preguntas sobre el Quijote (que no otra cosa pregunto) los vecinos hacen al menos el esfuerzo de recordar si hay algo en la ciudad que hable de él. Así, en la antigua Universidad, un edificio descomunal que ahora sirve de instituto pero que durante un siglo fue el único centro universitario de Cataluña (como premio a la ciudad del rey Felipe V por haberle ayudado en la Guerra de Sucesión de 1714 y como castigo a otras, como Barcelona, que apoyaron la causa del archiduque Carlos de Austria), unas adolescentes que se han acercado a ver las notas del curso (que aún no han salido, como comprueban con decepción) me dicen que no tenían “ni idea” de que don Quijote y Sancho habían pasado por aquí pero que han leído trozos del libro en la clase de Lengua Española y en el Casal, donde almuerzo —espléndidamente, por cierto—, la camarera, que es una señora, me dice que es la primera noticia que tiene de que don Quijote hubiese estado en Cervera, pero que “se va a enterar”.
Por la magnífica calle Mayor, aún más hermosa que la de Tárrega si cabe (la de Cervera es mucho más larga y desemboca en el Ayuntamiento y la iglesia, el primero de estilo barroco y la segunda un edificio gótico majestuoso, tan gigantesco como la Universidad), la hora de la siesta me impide preguntar a más vecinos, pues todos están en casa, no sé si viendo la televisión o durmiendo. Solamente en la Plaza Mayor un hombre que está sentado en un soportal me saluda y, a mi pregunta de si ha visto pasar por aquí a don Quijote, me sonríe y me responde que el único que ha pasado delante de su casa he sido yo desde que él está aquí.
—¿Y a Sancho Panza?
—Tampoco… Ni a los tres Reyes Magos —añade, con fuerte acento catalán.
—Pues deberían, ¿no cree? —le digo, asomándome al paisaje que desde aquí arriba se divisa: el ondulado, apaciguador, hermosísimo paisaje de La Segarra.
Tirant lo Blanc
Junto con don Quijote, Tirante el Blanco (Tirant lo Blanch en catalán antiguo y lo Blanc, sin hache, en el actual) es el personaje de la novela caballeresca española más popular, entre otras cosas gracias a Cervantes, que lo elogia por boca del cura Pero Pérez y lo salva de ir al fuego en el famoso escrutinio que, junto con el barbero del pueblo de don Quijote, el clérigo hace de su biblioteca, a la que culpa de su desvarío: “¡Válame Dios! —dijo el cura, dando una grande voz —¡Que aquí está Tirante el Blanco! Dádmelo acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos (…) Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto del os he dicho” (capítulo VI de la primera parte de El Quijote).
Escrito por Joanot Martorell y publicado en Valencia en 1490, Cervantes debió de conocer Tirante el Blanco en la edición que se hizo en castellano en Valladolid en 1511 y que apenas tuvo acogida fuera de Cataluña y Valencia hasta que el autor del Quijote lo recomendó.
XXV
"El reino de Roque Guinart", 28 de agosto de 2015:
Las huellas del lugar donde se habría topado Cervantes con el bandolero Rocaguinarda, al que convirtió en personaje.
“Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió cosa digna de ponerse en escritura; al cabo de los cuales, yendo fuera del camino, le tomó la noche entre unas espesas encinas, o alcornoques, que en esto no guarda la puntualidad Cidi Hamete que en otras cosas suele…”.
Así reanuda Cervantes su narración, que continúa con don Quijote y Sancho peleándose entre ellos, el caballero andante por ver de darle a su escudero, aprovechándose de la soledad del sitio, los tres mil azotes que éste se había negado a recibir en el palacio de los duques y que, según el falso Merlín, se necesitaban para sacar a Dulcinea de su encantamiento en rústica aldeana y el pobre Sancho defendiéndose como podía de lo que a todas luces era una imposición injusta de su amo (“¡Eso no —dijo Sancho—: vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios verdadero que nos han de oír los sordos!”) y, luego, tras separarse y dormir un rato, por el descubrimiento del escudero de que el bosque en el que se encontraban estaba lleno de hombres colgados de las ramas de los árboles. “No tienes de qué tener miedo —le tranquilizó don Quijote—, porque estos pies y piernas que tientas y no ves sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de veinte en veinte y de treinta en treinta”, una explicación que al pobre Sancho Panza le sirvió para seguir durmiendo, no muy tranquilo, es verdad, pero que con el amanecer se demostró ilusoria cuando los aparentes ahorcados, que eran más de cuarenta, saltaron de donde estaban y rodearon a don Quijote y a su escudero “diciéndoles en lengua catalana que se estuviesen quedos y se detuviesen, hasta que llegase su capitán”.
La Panadella, Igualada, Jorba... ¿Dónde se produciría el asalto? Pienso quiénes de los que me crucé descenderán de aquellos bandidos
El capitán, “el cual mostró ser de hasta edad de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción, de mirar grave y color morena” y que venía montado “sobre un poderoso caballo, vestida la acerada cota, y con cuatro pistoletes (que en aquella tierra se llaman pedreñales) a los lados”, no era otro que el célebre bandido catalán Roque Guinart, trasunto cervantino del histórico y real bandolero Rocaguinarda, al que quizá Cervantes conoció personalmente, de ahí que lo convirtiera en personaje de su novela, bien que con su apellido ligeramente cambiado como también hiciera con el de Gerónimo de Passamonte (Ginés en la ficción quijotesca). Pero, ¿en qué lugar exacto se produciría el encuentro?, pienso mientras contemplo el paisaje desde una cafetería del Port de La Panadella, en la frontera de las provincias de Lérida y Barcelona, rodeado de jubilados de Martorell que han venido de excursión y, de paso, a comprar los célebres pans de pessec que se fabrican en la panadería de enfrente. ¿Aquí, en lo que hoy es una gran estación de servicio venida a menos desde la construcción de la autopista de Barcelona a Zaragoza pero que en tiempos fuera un grupo de ventas para viajeros y arrieros cuyas construcciones aún se mantienen en pie, bien que abandonadas ya, o en los intrincados montes que rodean el camino hasta Igualada, la primera gran población de la provincia barcelonesa? ¿En los alrededores de Porquerisses o de Santa María del Camí, dos aldeas diminutas cuyos campos de labor se los disputan desde hace siglos una docena de familias que ignoran todo de don Quijote, incluso de la preciosa iglesia románica que pervive adosada a una masía en la segunda de las dos aldeas, o en los de Jorba, ya más grande y habitada gracias a su cercanía a Igualada, la capital de la comarca del Anoia y durante mucho tiempo de la industria del papel y de la piel catalanas? ¿En qué recodo exacto del camino —pienso mientras lo recorro— ocurriría el asalto de los dos capitanes de infantería que iban a Barcelona para embarcarse en galeras junto a un grupo de viajeros variopintos, frailes y damas con sus criadas entre ellos, o el encuentro de Roque Ginart con Claudia Jerónima, la muchacha que acababa de matar a su novio por celos? ¿En qué bosques se ocultarían durante los tres días que don Quijote y Sancho permanecieron con Roque Ginart y sus hombres, acogidos a su protección y admirando su modo de vida, que no era precisamente tranquilo: “Aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién”?
Sentado en una terraza en la Plaza Mayor de Igualada, población que hierve de gente no sé si por la hora o porque es viernes, repaso el camino hecho y pienso quiénes de todas las personas que me crucé por él o que ahora veo pasear tranquilamente con sus familias o merendar a mi lado serán descendientes de aquellos bandidos que, al parecer, infestaban las sierras del interior catalán como la Sierra Morena que hace unos días crucé y que ahora queda tan lejos. Porque lo que resulta claro es que alguno descenderá de ellos.
Los bandoleros catalanes.
En su indispensable manual Para leer a Cervantes, el gran medievalista y cervantista catalán Martín de Riquer, citado aquí varias veces ya, dedica un amplio capítulo a explicar el fenómeno del bandolerismo en su tierra, mucho menos conocido que otros del resto de España, pero que, según sostiene, tuvo igual o más importancia, cuantitativa y cualitativamente, que éstos. Según Martín de Riquer, el bandolerismo era un mal endémico en Cataluña contra el que luchaban sin éxito los virreyes de la Corona. Se trataba, además, de un bandolerismo con estrechas relaciones con los gascones franceses, derivado de las antiguas luchas feudales, lo que le daba un matiz político; de hecho, los bandoleros se dividían, según su origen, en familias, como los nyeros o los cadells, enfrentadas entre ellas a su vez por el dominio de tal o cual región o comarca.
Perot Rocaguinarda, uno de sus principales representantes a finales del siglo XVI, aparece en dos obras de Cervantes, El Quijote y La cueva de Salamanca, lo que para Riquer demuestra que el escritor debió de conocerlo personalmente. ¿Quizá porque lo asaltó?
XXVI
"La mar salada", 28 de agosto de 2015:
Un paseo por la ciudad que en época de caballerías tenía 33.000 habitantes y era “patria de valientes”. Don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico en su puerto.
Por la carretera nacional, que a partir de un punto ya es autovía, y no por “caminos desusados, atajos y sendas encubiertas” como hicieran don Quijote y Sancho guiados por Roque Ginart y sus hombres, viajo (también de noche como ellos, pero en coche, que es más cómodo) de Igualada a Barcelona, adonde llego ya cercana la media noche. Por el camino he venido imaginando, al contraluz de las luces que aparecían y desaparecían a los dos lados de la carretera (Esparreguera, Martorell, Molins de Rei, Sant Feliú de Llobregat…), lo que los dos manchegos irían pensando mientras cruzaban en la oscuridad completa estas intrincadas sierras que entonces estarían llenas de peligros y, finalmente, al llegar a la playa de Barcelona, donde los dejaron éstos y donde los sorprendió “la faz de la blanca aurora” la víspera del día de San Juan.
“Tendieron don Quijote y Sancho” —sigue escribiendo Cervantes— “la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes, que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua…”. Barcelona tenía entonces 33.000 habitantes, pero para la época era una gran ciudad, la primera de ese tamaño que don Quijote y Sancho veían y la única que aparece en El Quijote, acompañada, por cierto, de los mayores elogios: “Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, vengança de los ofendidos y correspondencia grata de las firmes amistades, y en sitio y belleza única”. Una demostración más de la admiración que Cervantes profesó siempre a la capital catalana, puesto que parecidos elogios los había escrito ya en su novela ejemplar Las dos doncellas: “Flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores…”.
Muchos ignoran los elogios del autor de ‘El Quijote’ a Barcelona.
Pero, para mi sorpresa, éstos, como los de las ciudades y pueblos de Cataluña por los que he pasado, ignoran mayoritariamente no sólo los elogios que Cervantes hizo de su ciudad, sino su propia presencia en ella, así como las de sus dos más famosos personajes. De hecho, la huella de uno y otros en Barcelona se limita ya, a pesar de haber situado en ella el escritor cinco capítulos de la novela (del LXI al LXV de su segunda parte) y de haber dado por concluidas las aventuras de don Quijote frente a sus murallas, a una casa junto al puerto conocida como de Cervantes por querer la tradición que éste se alojó en ella en sus estancias en Barcelona y, no muy lejos de allí, en el número 14 del Carrer del Call, el antiguo barrio judío a espaldas de la catedral, el local que ocupó la imprenta que visitó don Quijote y que ahora acoge una tienda de bisutería llamada Dulcinea pese a que los chinos que la regentan no sepan el porqué del nombre. Menos mal que un panel de azulejos lo recuerda: “Esta casa albergó de 1591 a 1670 la oficina tipográfica Cormellas”, como en el interior del portal de la llamada casa de Cervantes otra placa reproduce el archiconocido comienzo de la novela. Fuera de ello, sólo la Sala Cervantina, en la Biblioteca Nacional de Catalunya, con su espléndida colección de Quijotes, y el famoso Cristo de Lepanto, que, según la leyenda, acompañó a las naves de Juan de Austria en la batalla contra los turcos en la que Cervantes perdió una mano y que se venera en la catedral, recuerdan más al autor de don Quijote que a éste en una ciudad en la que, sin embargo, el famoso hidalgo manchego vivió sus últimas aventuras. Toda la gente a la que pregunto, tanto barceloneses como turistas, que son millares, lo ignoraban por completo.
Y, sin embargo, ahí sigue el puerto de Barcelona donde don Quijote y Sancho vivieron su bautismo bélico cuando, viajando en una galera como ahora hacen muchos turistas en golondrinas, se vieron metidos en una refriega con un bergantín turco cuya presencia avisaron con cañonazos desde el castillo de Montjuïc y ahí siguen las viejas calles de una ciudad que, en su parte antigua, tampoco ha cambiado tanto desde que aquellos la recorrieran, como Montcada, donde algunos cervantistas sitúan el palacete de Antonio Moreno, en el que don Quijote y Sancho se alojaron gracias a la recomendación de Roque Ginart, que era amigo de él, o Ample, la mayor de la ciudad en aquella época (medía seis metros de ancho) y por la que, según algunos, sacaron de paseo a don Quijote subido en “un macho de paso llano y muy bien aderezado” y llevando a la espalda sin él saberlo un pergamino cosido al balandrán de paño con que le habían vestido —“que pudiera hacer sudar al mesmo yelo”— la leyenda Este es don Quijote de la Mancha, para que todos se rieran de él.
La casa de Cervantes
En el número 2 del paseo de Colón de Barcelona, enfrente del puerto viejo, hay una casa de cinco plantas, de estilo gótico y ventanas historiadas, que los barceloneses conocen popularmente como la casa de Cervantes por creer que en ella se alojó el autor de El Quijote en sus estancias en la ciudad.
Incluso hay quien cree a pie juntillas y así lo sostiene que la cabeza en relieve labrada en una ventana es la del escritor, algo imposible por anacrónico, pues el relieve y el edificio son anteriores a la hipotética estancia de aquél en Barcelona.
De ser, en efecto, la casa en que Cervantes se alojó (como dice Martín de Riquer, las tradiciones a veces reposan sobre hechos ciertos), bien podría haberse inspirado en la del Antonio Moreno, amigo del bandolero Roque Guinart, en la que se alojaron don Quijote y Sancho y en la que, como en el palacio de los duques, también les gastaron bromas y les sometieron a chanzas de todo tipo, abusando de su credulidad.
XXVII
"Final en la playa de Barcelona", 29 de agosto de 2015:
En la Barceloneta, Don Quijote se batió en duelo con el caballero de la Blanca Luna. Y cayó derrotado
Amaneció por fin el aciago día en el que el valeroso hidalgo que cruzó a lomos de su caballo la mitad de la península Ibérica peleando con todo el que le salía al paso si no reconocía que su amada Dulcinea del Toboso era la mujer más bella sobre la faz de la tierra hallaría el final de sus aventuras en un lugar que jamás habría imaginado en su perdida aldea montieleña ni en sus noches de más febril fantasía: la playa de Barcelona, tan lejos de sus paisajes y de sus ensoñaciones.
Llevaba ya don Quijote varios días en la ciudad condal, “la flor más bella de las ciudades del mundo” y la capital ya en aquellos tiempos de un invento, la imprenta, que tanto le fascinaba por salir de ella los libros que leía en su apartada aldea y en los que conoció a todos los caballeros que le habían precedido en la historia y que le llevaron a convertirse él mismo en otro, cuando se presentó ante él uno que le desafiaba a batirse en duelo allí mismo, en la playa de la Barceloneta, frente por frente del puerto. ¿Cómo imaginar ahora, viendo la playa llena de turistas, de chiringuitos, de tenderetes, y rodeada de rascacielos, a don Quijote “armado de todos sus armas”, que con todas había salido a pasear según Cervantes (“porque, como muchas veces decía, ellas eran sus arreos”), mirando venir hacia él a un hombre a caballo “armado asimismo de punta en blanco, que en el escudo traía pintada una luna resplandeciente”? ¿Cómo reconstruir siquiera la escena esta mañana de julio en la que la Barceloneta estalla de bañistas, la mayoría de ellos extranjeros, en la que los dos caballeros se retan a duelo al lado del mar si ninguno de los dos accede a reconocer a la dama del otro como más bella, “sea quien fuere” dice el de la Blanca Luna (que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco disfrazado, como antes lo hiciera ya de Caballero de los Espejos, incluso del Maese Pedro que con un mono que hablaba intentó en una venta cercana a la cueva de Montesinos convencer al de la Triste Figura de que volviera a su aldea, y que ha llegado hasta Barcelona con el mismo fin), algo que a don Quijote dejó “suspenso y atónito”, y cómo imaginar, en fin, la pelea que sobre la misma arena del mar libraron en presencia del “visorrey” don Antonio Moreno —el amigo del bandolero Roque Ginart que había acogido en su casa a don Quijote— y de otros varios caballeros que en seguida se acercaron a la playa avisados por los vigías de la ciudad contemplando, como yo hago en este momento, el mar de cuerpos desnudos que ahora se tuestan al sol ajenos al episodio que aquí se vivió hace siglos y que posiblemente sea el más triste de todos los que al ingenioso hidalgo de La Mancha le tocó vivir: “Agradeció el caballero de la Blanca Luna con corteses y discretas razones al visorrey la licencia que se les daba, y don Quijote hizo lo mesmo; el cual, encomendándose al cielo de todo corazón y a su Dulcinea (como tenía de costumbre al comenzar de las batallas que se le ofrecían), tornó a tomar otro poco más del campo, porque vio que su contrario hacía lo mesmo, y sin tocar trompeta ni otro instrumento bélico que le diese señal de arremeter, volvieron entrambos a un mesmo punto las riendas a sus caballos; y como era más ligero el de la Blanca Luna, llegó a don Quijote a dos tercios andados de la carrera, y allí le encontró con tan poderosa fuerza, sin tocarle con la lanza (que la levantó, al parecer, de propósito), que dio con Rocinante y con don Quijote por el suelo una peligrosa caída. Fue luego sobre él, y poniéndole la lanza sobre la visera, le dijo: —Vencido sois, caballero, y aún muerto, si no confesáis las condiciones de nuestro desafío…”?
La historia sigue, como se sabe, con don Quijote aceptando éstas (todas menos que su Dulcinea no era la dama más bella del mundo) después de que el de la Blanca Luna se negara a quitarle la vida, como le solicitó (“puesto que me has quitado la honra”, le dice), y con la novela corriendo hacia su final con don Quijote y Sancho volviendo a su aldea tras recuperarse el primero de los golpes, pero esto a nadie interesa ya entre los cientos, miles de personas, que se bañan o juegan a la pelota o a perseguirse en el mismo lugar donde don Quijote fuera derrotado hace cuatrocientos años una mañana como ésta, llena de luz y de felicidad.
“¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse”, resuenan, sin embargo, todavía sus palabras sobre el mar.
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