Carlota Fominaya, "Clases donde arden papeleras", en Abc, 9-IX-2015 (aquí, el primer capítulo del libro):
La cruda realidad sobre un Instituto de Secundaria de Madrid, contada con humor por su antigua directora.
«Entre nuestros alumnos, todos los años, casi como una estadística inexorable, nos encontramos con una niña embarazada, otra maltratada por su padre —hubo un caso de violación—; algún alumno que ha delinquido y lo han atrapado con las manos en la masa, una chica que no viene a clase porque cuida de sus hermanos, hace la casa y la comida, hijos de familias sin ingresos, con el padre parado y la madre con cáncer terminal u otra enfermedad grave», resume Pilar Montero.
Este es el día a día de esta elocuente profesora de Literatura de un instituto público de Educación Secundaria de la periferia de Madrid, con alumnos de 26 nacionalidades distintas, varias etnias y religiones, y muchísimas carencias económicas, familiares y sociales. El centro, catalogado de «especial dificultad» por la Comunidad, tampoco es el más complicado de la región. «Ser directora de un instituto como este, como yo lo fui durante nueve años, es un honor. Gestionar a 800 chicos y 90 profesores, más conserjes, limpiadores... no es fácil, pero también se aprende mucho de la condición humana», asegura esta doctora en Filología Española, que ha decidido inspirarse en su experiencia para escribir un libro titulado ¡Está ardiendo una papelera!».
Lo de menos es casi enseñar
La obra resulta ser el divertido diario de esta maestra, y la vez un examen riguroso y sincero de la educación en España. «A los centros educativos cada vez se les carga con más responsabilidades y tareas, cuando es una institución pensada para enseñar a leer, a escribir, a contar, a distinguir los distintos animales y plantas, a conocer nuestra historia y la del resto del mundo, o las principales manifestaciones artísticas. Pero la realidad es que se ha convertido en un gran cajón desastre que tiene encomendado todo lo que las familias y la sociedad les están hurtando a los jóvenes», denuncia. «Al final lo de menos es enseñar Matemáticas o Inglés, porque somos una especie de centro social de asesoramiento jurídico, laboral, psicológico... Esto es lo que hay. Le digo a mis profesores, o nos adaptamos, o sucumbimos», reconoce. Docentes denostados por la sociedad que ella defiende a capa y espada. «Algunos sufren agresiones, otros que los alumnos se mofen... Médicos y profesores del sistema público aguantan lo inaguantable, y no se están lo suficientemente valorados». «Aunque tampoco estaría de más que pasáramos una especie de evaluación cada cinco años», propone.
Vidas complicadas
Por otra parte, ¿cómo pueden lidiar con perfiles de estudiantes tan complicados, y conseguir que no vayan al centro como si fueran a realizar «trabajos forzados»? «No es fácil encontrar puntos de conexión con ellos, pero hay que intentarlo, y cada maestrillo tiene su librillo. En mis clases intento darles el protagonismo que quizás no tienen en la sociedad, pero reconozco que como maestra de gitanos, por ejemplo, me siento muy frustrada. La mayoría abandonan en Primero de la ESO.Pero cuando yo era directora, conocía lo que había detrás de cada niño conflictivo. No lo justificaba, pero intentaba comprenderlo. ¿Qué habría hecho yo si viviera en la Cañada Real, me tuviera que levantar a las 6 a.m., no tuviera luz en casa, o si la tuviera, fuera robada de la corriente de la calle, si tuviera que coger el autobús para llegar al instituto media hora antes de que lo abrieran, y viviera con la segunda familia de mi padre? Algunos bastante con que vienen a clase».
«Presuntos culpables»
El catálogo de padres también es extenso, a tenor de la radiografía realizada por Montero: «Los hay con empatía, dedicación, entusiastas que hasta te sugieren cómo debes dar la clase... y de los que se ponen de parte del alumno y piensan que el profesor es siempre un "presunto culpable" que tiene manía a sus hijos. Lo que pedimos es que si hay una familia que no sabe o no puede educar, porque los progenitores se pasan todo el día trabajando, como hay muchos, que confíen en nosotros». «Si las condiciones económicas y familiares no son las mejores —concluye esta docente— esta es la única forma de corregir el fracaso escolar».
La odisea de pasar lista
Pasar lista en un IES como el que dirigió esta maestra, con un 30% de inmigrantes, y encontrar un «Luis» entre los nombres, es algo extraordinario. Los más floridos y barrocos son los nombres de las niñas hispanoamericanas. «En una especie de horror vacui —relata Montero—, sus padres les ponen nombres complicadísimos y, a ser posible, dobles: Briggette-Guissella, Sandra-Yamila, Deyanira-Karla... Los de chicos hispanos no pueden competir con los de ellas, pero no se quedan atrás: Cristián-David, Henry-Fabricio, Edison-Fernando... También nos vamos familiarizando con los marroquíes Darifa, Achraf, Houria, y Btissam, o los rumanos, búlgaros y ucranianos Niculina, o Luminita, y los chinos Jian Bao y Jian Yu».
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