I
Fernando Savater, "Rauxa", en El País, 12 de septiembre de 2015:
Los nacionalistas catalanes no detestan a España por los agravios sufridos, sino que la exigen agraviadora para justificar que la detesten.
Contaba Juan Benet que en la mili tuvo un sargento vociferante que les daba lecciones de patriotismo. Haciéndose el lerdo, Benet le dijo que no entendía bien qué era eso. “¡Muy fácil! —rugió el sargento—. Imagina que te encuentras con un francés. ¿No te da rabia? Pues eso es patriotismo”. Tengo la sospecha de que éste es el tipo de patriotismo que manejan los nacionalistas en Cataluña, el de la rauxa ante ese tentetieso llamado “españolista” o “Madrit”, arrebato para el que luego buscan justificación en expolios inverosímiles y humillaciones prefabricadas. Dijo Montherlant que no deseamos a alguien por su belleza, sino que exigimos belleza para justificar nuestro deseo. Del mismo modo, los nacionalistas catalanes no detestan a España por los agravios sufridos, sino que la exigen agraviadora para justificar que la detesten.
Contra ese rechinar de dientes inducido, del que algunos esperan obtener dividendos políticos, poco pueden las dulzonas exhortaciones a que demostremos más cariño a los catalanes para compensar sus penas, como si fuesen esas desteñidas madonas que van a Sálvame para contar que buscaron amor y hallaron traición… cobrando por la confidencia. Desde Podemos, más libidinosos porque son modernos oficiales, predican que sólo la “seducción” será capaz de unir dentro del Estado a quienes quieren hacer rancho aparte. Rajoy debe apoyarse en el quicio de la mancebía y probar la caída de ojos, confiando en el atractivo hipster de su barba…
En semejante derroche sentimental de enfurruñamientos azuzados por domadores mediáticos y mimos por encargo de oportunistas azorados viene a quedar reducida la ciudadanía de un Estado de derecho en el siglo XXI. ¡Qué funesto camino! Como diría el sargento de Benet, cuando ves tanta majadería desfilar en carroza, ¿no te da rabia?
II
Fernando Savater, "Gran Vía", en El País, 19 de septiembre de 2015:
El sortilegio sería una corrección federal de la Constitución que sellase los hechos diferenciales y las singularidades (de todas las regiones, es de suponer) pero sin privilegios para ninguna.
Cuando en el consejo editorial o en una reunión de amigos se discutía largamente sobre una cuestión política compleja, Javier Pradera exigía que nadie escapara pidiendo “una solución imaginativa”. La sobada fórmula es el asilo de toda ignorancia, como para Spinoza lo era la voluntad de Dios. Me temo que la tercera vía tras la que los socialistas ocultan su desconcierto y contradicciones sirve ahora de solución imaginativa en el lío catalán. Cuando insisten en proponerla y veo la reacción con que es acogida por los nacionalistas a los que tratan de apaciguar, me acuerdo de la definición lacaniana del amor: empeñarse en dar lo que uno no tiene a alguien que no lo quiere.
El sortilegio sería una corrección federal de la Constitución que sellase los hechos diferenciales y las singularidades (de todas las regiones, es de suponer) pero sin privilegios para ninguna. En vez de ser una ley única la que permitiese que cada ciudadano fuese tan distinto a los otros como quisiera, serían los territorios los distintos y los ciudadanos los homogéneos. Cosa rara, pardiez, porque me cuesta recordar un hecho diferencial o una singularidad cultural que esté prohibida en España, ni siquiera el Toro de la Vega. Lo único no permitido por el momento es que una autonomía, o sea una dependencia del Estado de derecho, invente una nacionalidad distinta para sí, excluya a los compatriotas del derecho a decidir sobre lo común y los convierta en extranjeros desposeídos educativamente de su lengua y de otros derechos fundamentales. Lo cual, precisamente, es lo que pretende el nacionalismo catalán. A no concederles tal exigencia, a negarse a discutirla siquiera, suelen llamarlo ciertos partidarios de la gran vía “inmovilismo gubernamental”. ¡Qué imaginación!
III
Fernando Savater, "Identidad", El País, 26 de septiembre de 2015:
El núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y vocabulario sean laicos.
Milan Kundera dijo que los rusos empiezan por llamar “eslavo” a todo lo que quieren convertir en ruso. De igual modo, Germá Gordó llama “países catalanes” a lo que quiere anexionar a su ilusoria república catalana. Son ejemplos de identidades culturales pervertidas para justificar maniobras políticas. Pero ese mismo fenómeno ocurre también con identidades piadosas, étnicas, eróticas, ideológicas… Son variantes que nos explica y contra las que nos advierte Jean-Claude Kaufmann en su excelente librito Identidades. Una bomba de relojería (editorial Ariel). La democracia contemporánea ha ampliado la autonomía de cada ciudadano, que puede y debe elegir los rasgos que le caracterizan con una libertad que desampara a los menos dispuestos o peor preparados para tal aventura. Las identidades colectivas, fuertes y obligatorias, les dispensan de esa búsqueda personal, acogiéndoles bajo lo que Nietzsche llamó “un calor de establo” homogéneo y tranquilizador.
El núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y vocabulario sean laicos. Se basan en dogmas tan sugestivos como indemostrables, prometen alguna forma de bienaventuranza y movilizan a los creyentes contra la caterva de infieles que se interpone entre ellos y el paraíso. En el fondo, aunque cree que aspira a un premio mayor, el fanatismo de la identidad es ya una recompensa en sí mismo. Nadie tiene que torturar su mente buscando razones para elegir bien, basta con saberse parte del pueblo elegido. No opongas resistencia, relájate y disfruta. O padece, que ser víctima también es un gozo cuando la recompensa es una buena conciencia libre de dudas. Lo importante es tener claro quienes son los enemigos, porque ellos delimitan la identidad. Háganse el favor de leer a Kaufmann: reforzará sus identidades menos obtusas y más inclusivas, les hará temer las otras.
IV
Fernando Savater, "Lo nuestro", en El País 27 SEP 2015:
Fernando Savater, "Rauxa", en El País, 12 de septiembre de 2015:
Los nacionalistas catalanes no detestan a España por los agravios sufridos, sino que la exigen agraviadora para justificar que la detesten.
Contaba Juan Benet que en la mili tuvo un sargento vociferante que les daba lecciones de patriotismo. Haciéndose el lerdo, Benet le dijo que no entendía bien qué era eso. “¡Muy fácil! —rugió el sargento—. Imagina que te encuentras con un francés. ¿No te da rabia? Pues eso es patriotismo”. Tengo la sospecha de que éste es el tipo de patriotismo que manejan los nacionalistas en Cataluña, el de la rauxa ante ese tentetieso llamado “españolista” o “Madrit”, arrebato para el que luego buscan justificación en expolios inverosímiles y humillaciones prefabricadas. Dijo Montherlant que no deseamos a alguien por su belleza, sino que exigimos belleza para justificar nuestro deseo. Del mismo modo, los nacionalistas catalanes no detestan a España por los agravios sufridos, sino que la exigen agraviadora para justificar que la detesten.
Contra ese rechinar de dientes inducido, del que algunos esperan obtener dividendos políticos, poco pueden las dulzonas exhortaciones a que demostremos más cariño a los catalanes para compensar sus penas, como si fuesen esas desteñidas madonas que van a Sálvame para contar que buscaron amor y hallaron traición… cobrando por la confidencia. Desde Podemos, más libidinosos porque son modernos oficiales, predican que sólo la “seducción” será capaz de unir dentro del Estado a quienes quieren hacer rancho aparte. Rajoy debe apoyarse en el quicio de la mancebía y probar la caída de ojos, confiando en el atractivo hipster de su barba…
En semejante derroche sentimental de enfurruñamientos azuzados por domadores mediáticos y mimos por encargo de oportunistas azorados viene a quedar reducida la ciudadanía de un Estado de derecho en el siglo XXI. ¡Qué funesto camino! Como diría el sargento de Benet, cuando ves tanta majadería desfilar en carroza, ¿no te da rabia?
II
Fernando Savater, "Gran Vía", en El País, 19 de septiembre de 2015:
El sortilegio sería una corrección federal de la Constitución que sellase los hechos diferenciales y las singularidades (de todas las regiones, es de suponer) pero sin privilegios para ninguna.
Cuando en el consejo editorial o en una reunión de amigos se discutía largamente sobre una cuestión política compleja, Javier Pradera exigía que nadie escapara pidiendo “una solución imaginativa”. La sobada fórmula es el asilo de toda ignorancia, como para Spinoza lo era la voluntad de Dios. Me temo que la tercera vía tras la que los socialistas ocultan su desconcierto y contradicciones sirve ahora de solución imaginativa en el lío catalán. Cuando insisten en proponerla y veo la reacción con que es acogida por los nacionalistas a los que tratan de apaciguar, me acuerdo de la definición lacaniana del amor: empeñarse en dar lo que uno no tiene a alguien que no lo quiere.
El sortilegio sería una corrección federal de la Constitución que sellase los hechos diferenciales y las singularidades (de todas las regiones, es de suponer) pero sin privilegios para ninguna. En vez de ser una ley única la que permitiese que cada ciudadano fuese tan distinto a los otros como quisiera, serían los territorios los distintos y los ciudadanos los homogéneos. Cosa rara, pardiez, porque me cuesta recordar un hecho diferencial o una singularidad cultural que esté prohibida en España, ni siquiera el Toro de la Vega. Lo único no permitido por el momento es que una autonomía, o sea una dependencia del Estado de derecho, invente una nacionalidad distinta para sí, excluya a los compatriotas del derecho a decidir sobre lo común y los convierta en extranjeros desposeídos educativamente de su lengua y de otros derechos fundamentales. Lo cual, precisamente, es lo que pretende el nacionalismo catalán. A no concederles tal exigencia, a negarse a discutirla siquiera, suelen llamarlo ciertos partidarios de la gran vía “inmovilismo gubernamental”. ¡Qué imaginación!
III
Fernando Savater, "Identidad", El País, 26 de septiembre de 2015:
El núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y vocabulario sean laicos.
Milan Kundera dijo que los rusos empiezan por llamar “eslavo” a todo lo que quieren convertir en ruso. De igual modo, Germá Gordó llama “países catalanes” a lo que quiere anexionar a su ilusoria república catalana. Son ejemplos de identidades culturales pervertidas para justificar maniobras políticas. Pero ese mismo fenómeno ocurre también con identidades piadosas, étnicas, eróticas, ideológicas… Son variantes que nos explica y contra las que nos advierte Jean-Claude Kaufmann en su excelente librito Identidades. Una bomba de relojería (editorial Ariel). La democracia contemporánea ha ampliado la autonomía de cada ciudadano, que puede y debe elegir los rasgos que le caracterizan con una libertad que desampara a los menos dispuestos o peor preparados para tal aventura. Las identidades colectivas, fuertes y obligatorias, les dispensan de esa búsqueda personal, acogiéndoles bajo lo que Nietzsche llamó “un calor de establo” homogéneo y tranquilizador.
El núcleo de todo fervor identitario es religioso, aunque su orientación y vocabulario sean laicos. Se basan en dogmas tan sugestivos como indemostrables, prometen alguna forma de bienaventuranza y movilizan a los creyentes contra la caterva de infieles que se interpone entre ellos y el paraíso. En el fondo, aunque cree que aspira a un premio mayor, el fanatismo de la identidad es ya una recompensa en sí mismo. Nadie tiene que torturar su mente buscando razones para elegir bien, basta con saberse parte del pueblo elegido. No opongas resistencia, relájate y disfruta. O padece, que ser víctima también es un gozo cuando la recompensa es una buena conciencia libre de dudas. Lo importante es tener claro quienes son los enemigos, porque ellos delimitan la identidad. Háganse el favor de leer a Kaufmann: reforzará sus identidades menos obtusas y más inclusivas, les hará temer las otras.
IV
Fernando Savater, "Lo nuestro", en El País 27 SEP 2015:
Despreciar a España es un esnobismo exhibicionista bastante indecoroso.
¿El patriotismo? Los medievales hablaron del “ordo amoris”, la gradación de nuestros afectos: primero nuestro círculo familiar, luego mis vecinos, mis conciudadanos, mis compatriotas, finalmente todos los seres humanos. Nadie puede culparme por salvar en el incendio a mi hijo antes que a los demás, pero sería culpable si sólo salvo a mi hijo pudiendo ayudar a otros. Montesquieu dijo (le cito de memoria): “Si supiera algo beneficioso para mí pero dañino para mis amigos, lo callaría; si supiera algo beneficioso para mis amigos, pero dañino para mi país, lo callaría; si supiera algo beneficioso para mi país pero dañino para la humanidad, lo callaría…Porque soy humano por naturaleza y francés sólo por azar”. La patria, una de esas palabras “que cantan más que hablan” como diría Valéry, es voz a menudo intimidatoria, la forma de acabar con trompetería un debate, silenciando ominosamente al adversario. Pero también en nombre de la humanidad se han cometido crímenes y atropellos…
¿Me “siento” español? Si es cuestión de sentimientos, las patrias que prefiero son “lugares del corazón”, más pequeños y más dispersos que la extensión de todo un país: la infancia señalada por Rilke, dos o tres hipódromos en Inglaterra y Francia, algunas tabernas, la playa de la Concha… Cuando cerraron la librería La Hune, de París, sentí que me robaban un trozo de patria. Y mi verdadera patria durante muchos años ha sido una mirada y una sonrisa de alguien que he perdido para siempre. Otras pequeñas patrias son a la contra: siento un especial cariño por Cáceres y por Extremadura entera porque en mi adolescencia los peores vascos que me rodeaban (y no todos nacionalistas) llamaban “cacereños” a las personas de otras partes de España que desempeñaban trabajos modestos en Euskadi. Es perfectamente lícito no “sentirse” español pero no hace falta proclamarlo de modo altisonante, porque entonces parece que uno se siente superior a quienes se sienten españoles. Y eso está muy feo. Por lo demás, haber vivido la inflada retórica patriotera del franquismo y luego el separatismo criminal etarra justifica el nombre de uno de mis libros, hace ya muchos años: Contra las patrias.
Es lícito no “sentirse” español pero no hace falta proclamarlo de modo altisonante, porque entonces parece que uno se siente superior
Yo no me siento sino que me “sé” español. España es el nombre de lo que respalda mi ciudadanía, mis derechos y obligaciones, mi libertad de perfilar las identidades que prefiero. Eso no es poco, porque vivimos en un mundo donde millones de personas se juegan la vida huyendo de guerras, tiranías, persecuciones religiosas, atraso endémico y buscan en nuestras democracias precisamente esos derechos y garantías que la ciudadanía ofrece. De modo que en tal sentido despreciar a “España” es un esnobismo exhibicionista bastante indecoroso. Sobre todo porque este país ha luchado mucho para conseguir esas libertades para todos y vuelve ahora a tener que enfrentarse con enemigos corruptos o disgregadores. Cuando veo una bandera española es como cuando veo una bandera de la cruz roja: señala un sitio en que seré atendido. Mi modelo de patriota es el protagonista de la película Alamo Bay del gran Louis Malle: un vietnamita recién nacionalizado americano que lucha contra las mafias y la xenofobia por defender los derechos de su nueva condición.
En sus Charlas de café escribe Ramón y Cajal: “Hay un patriotismo infecundo y vano: el orientado hacia el pasado; otro fuerte y activo: el orientado al porvenir. Entre preparar un germen y dorar un esqueleto, ¿quién dudará?”. Decir patria es decir “nosotros”. Contra ello previno Cioran, para quien el que dice “nosotros” casi siempre miente. Pero hay un “nosotros” defendible y asumible, yo diría que hasta necesario: el “nosotros” que no supone “no-a-otros”. Esa es la palabra más difícil de pronunciar.
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