lIsabel Coixet, "El día de las marmotas", en el País, 11 de septiembre de 2015:
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa.
Somos lo peor de cada casa. Y somos muchos. Más de lo que parece. Más de lo que todo el mundo cree. Pasamos casi desapercibidos, caminamos de puntillas. Somos los tímidos que nos callamos en las discusiones porque lo nuestro no es discutir, los que no sabemos a quién votar porque nos parece que la votación está mal planteada de raíz, los que estamos encerrados con un solo juguete y ansiamos salir porque pensamos que sin juguetes, ahí afuera, también se puede jugar. Nos dan apuro los gritos, los himnos, las marchas, las banderas, los discursos. No son para gente de nuestra calaña, pero somos perfectamente capaces de tolerarlos y de respetar a los que vibran con ellos aunque carezcamos de ese esquivo gen que nos permitiría pasarlo en grande en los pasacalles.
Querríamos estar llenos de ilusión, pero nuestro ADN está severamente dañado. Hemos nacido con una grave tara que arrastramos con resignación pero sin orgullo ni vergüenza. Una tara que es como un lunar en el brazo, que tenemos desde críos, de esos lunares de color marrón que ya no vemos porque han crecido con nosotros. Somos como sombras que se arrastran en silencio, como los tipos de La invasión de los ultracuerpos, fingiendo que somos como los demás, aunque por dentro estemos apenados, acojonados y perplejos.
Somos catalanes a los que la independencia y todo lo que supone nos da una pereza inmensa. Ciudadanos de cuarta, frívolos y vagazos, conscientes de estar cometiendo un sacrilegio espantoso por el que asumimos la penitencia y el castigo que caerá inexorablemente sobre nuestras cabezas. Ya lo he dicho: lo peor de cada casa. La idea de España no nos fascina, pero no nos repugna. No sabemos si los rumores sobre la lista negra de los catalanes de pacotilla son ciertos, pero por supuesto estamos a favor de su existencia: gente como nosotros no debería tener cabida ni voz en esta gran nación que, al parecer, se avecina.
No nos cogemos de la mano, no ponemos banderas en los balcones, nos quitamos, con educación pero con firmeza, de encima a los postulantes que llaman para contarnos la buena nueva. Contemplamos a los líderes de los partidos de aquí y de allí con la misma mirada de estupefacción que reservamos para los momentos álgidos de los reality de la tele. Lo malo es que no paramos de preguntarnos en bucle: ¿Tanto costaba relajarse un poco y aparcar las amenazas y los victimismos? ¿Tanto? ¿Por qué no dejaron en su momento el "y tú más" de patio del colegio? ¿Por qué?
Como nos sentimos en casa tanto en Olot como en Orense o en Orán, nos llaman, merecidamente por supuesto, botiflers, españolazos, charnegos, desgraciados y hasta cosmopolitas. Para nuestra desgracia, no hemos sido ungidos con la fe y la confianza en un país mejor que iluminan la vida cotidiana de muchos de nuestros compatriotas. Creemos que la historia no es un memorial de agravios, sino un instrumento para aprender de los errores. Pensamos y sentimos de otra manera: somos los pusilánimes que en su día votamos a Maragall confiando (sí, craso error) en que el diálogo político iría por otros derroteros: igualdad, justicia, fraternidad, solidaridad, honestidad, armonía, ayudar a los vecinos, sentido común... esas cosas que nos parecían fundamentales para construir una sociedad algo mejor y nos encontramos con una triple taza de caldo de un debate que en nuestra estúpida inocencia, creíamos perteneciente a otra época.
Somos tan ilusos que lo único que queremos es vivir en un lugar que se llame como se llame y tenga la bandera que tenga, pero en el que la justicia funcione sin trabas, los que mandan no metan mano a la caja, las carreteras tengan el firme en buen estado, los médicos y las enfermeras de la sanidad pública tengan tiempo para atendernos, donde cada uno pueda hablar y cantar y trabajar en el idioma que quiera, las escuelas públicas enseñen a los niños a pensar y algo de matemáticas y natación (sin exagerar lo de las matemáticas), la luz, el gas y el agua y un techo estén garantizados, los bares pongan un café decente y poca cosa más. Y donde, a ser posible, los discursos, a menos que los escriba David Foster Wallace, queden relegados a los banquetes de bodas o a los aniversarios de los centenarios de la familia.
Ahora, desde hace demasiados años, nos sentimos atrapados en el tiempo como Bill Murray en El día de la marmota, pero ni siquiera tenemos una Andie McDowell por la que merezca la pena despertar una y otra vez en el mismo día eterno y escuchar hasta el aburrimiento a Sony and Cher cantar I've got you babe. Seguro que hay cosas peores, pero ahora mismo no se nos ocurre ninguna.
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