Carlos Alberto Montaner, "El secreto que no le contará Castro a Obama. El sistema comunista es improductivo. No hay ilusión ni imbecilidad que resista 58 años", El País, 21/03/2016
Raúl Castro se siente muy incómodo. Ese es su estado anímico frente a Barack Obama. Lo recibe con un secreto apretado en el pecho. Es una contradicción viviente. Desde hace varias décadas sabe que el sistema comunista es inherentemente improductivo. No hay ilusión ni imbecilidad que resista 58 años de desengaños.
A mediados de la década de los ochenta, Raúl envió a sus mejores oficiales a tomar cursos de gerencia en las buenas escuelas de negocios de Occidente. Conocí a alguno de ellos en España. Entonces el general pensaba que era cuestión de administración. Daban los primeros pasos para la creación del Capitalismo Militar de Estado.
Los militares, obedientes y disciplinados, conducirían bien la economía tras entender el modo en que los capitalistas manejaban sus empresas. Pocos años después, Raúl advirtió que tampoco era eso. Sus auditores descubrieron un fraude monumental de más de cien millones de dólares. Los resultados eran usualmente muy malos o mediocres.
Marx se equivocó. No había sustituto al empuje de los emprendedores y a la existencia de una economía de mercado donde los medios de producción fueran privados. La vida de su propio padre, D. Ángel Castro, lo demostraba. Llegó a Cuba desde una aldea gallega, sin un centavo, a principios del siglo XX. Cuando murió, en 1956, tenía 150 empleados y dejó en herencia más de seis millones de dólares. Hoy serían cien.
Raúl se emborrachaba todas las noches para ahogar sus convicciones.
Los militares mentían, robaban y engañaban como cualquier hijo de vecino. En esa época Raúl tomaba mucho alcohol. El aparato productivo continuaba fané y descangayao, como en el tango «Esta noche me emborracho» del maestro Santos Discépolo. Raúl se emborrachaba todas las noches. Ahogaba sus convicciones íntimas en whiskey.
En el 2006, precipitadamente, Raúl llegó a la presidencia colgado de los intestinos de su hermano Fidel. Pero ni siquiera podía revelar su juicio pesimista. Tenía el gobierno, pero no el poder. Afirmó, entre apesadumbrado y desafiante, que no dirigía la revolución para enterrarla. Se acogía a la terca máxima española: sostenella y no enmendalla. Los caballeros no rectificaban. Eso era cosa de maricas.
A estas alturas sabe que sus «lineamientos» tampoco dan resultado. La producción sigue hundiéndose. Los cubanos insisten en escapar. Han diezmado la industria azucarera. Se acabará pronto el subsidio venezolano. El amigo Lula puede acabar tras la reja. Los chinos le han dado una tarjeta con el teléfono de la Cruz Roja. Lo único que funciona espléndidamente es la represión. El marxismo-leninismo y el modelo soviético eran extraordinarios fabricantes de jaulas herméticas. Sólo eso.
Nada de esto puede decírselo a Barack Obama. Raúl se callará su secreto. Musitará algunas consignas bobas sobre la soberanía y reiterará el curso gallardo de la revolución. Lo felicitará por el cambio de política, pero insistirá en el disparate totalitario del Capitalismo Militar de Estado. Está atrapado en una ratonera histórica e ideológica, sujeto a la vigilancia moral de su hermano Fidel, un personaje patológicamente terco que morirá con el régimen intacto. Al fin y al cabo, él también es un prisionero.
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