La Mancha tuvo una Ilustración en el siglo XVIII, aunque sus luces brillaron fuera de ella, porque no era lugar a propósito para esta ideología, sino para el cultivo del melón. Carecía de publicaciones periódicas y casi de imprentas; sus tres universidades eran menores y de tan poca importancia que llegaron a ser suprimidas sin ruido en el XIX. Hasta hace poco los historiadores profesionales creían que no la hubo, al menos en el sentido ideológico y literario del término; pero lo que de verdad pasó con ella fue lo que ahora con la industria y el progreso: que se deslocalizó. No voy a mencionar a sus grandes figuras, porque casi todas nacieron fuera de los términos de lo que hoy llamamos provincia de Ciudad Real (León de Arroyal, Fernando Gutiérrez de Vegas, F.º Antonio de Lorenzana, Lorenzo Hervás y Panduro, Ignacio García Malo, Cándido María Trigueros, José Antonio Conde, Antonio Marqués y Espejo, los hermanos Andrés y Antonio Burriel) pero sí a las que se marcharon de aquí todo lo rápido que pudieron cuando vieron el panorama: el erudito helenista Pedro Estala, el matemático y astrónomo Salvador Jiménez Coronado, el poeta, periodista y abogado Fernando Camborda y el dramaturgo José Villaverde. Podemos incluir también al poeta y crítico literario Sebastián de Almenara, aunque su suerte fue exactamente la inversa: siendo aragonés, y habiendo estudiado en Salamanca, tuvo que venirse aquí fastidiado a servir un curato toda su vida, resignándose a escribir en Ciudad Real una obra que tuvo que publicar, por supuesto, fuera de La Mancha, en Salamanca y Madrid, bajo pseudónimo, hasta 1798, en que abandonó la pluma.
Pero quiero referirme más concretamente al helenista daimieleño Pedro Estala, sin duda el más influyente junto con el astrónomo ciudarrealeño Jiménez Coronado. Es algo que se ha descubierto en 2012 y apenas ha trascendido aquí salvo para dos o tres personas que nos ocupamos de eso. Ni siquiera aparece en un corto libro que escribí sobre algunos de ellos y ningún licenciado o doctor en historia manchega ha tenido, no digo la real gana, sino ni aun el plebeyo gusto de glosar, que reseñarlo ya serían palabras mayores (no se pueden pedir peras a la prensa escrita local). Lo ha descubierto Germán Ramírez Aledón, un profesor de la Universidad de Valencia a quien no conozco sino a través de algún correo electrónico ya lejano en el tiempo: "Rousseau en la revolución liberal española: la primera edición en España de El contrato social (1812)", Cuadernos de Ilustración y Romanticismo núm. 18 (2012), 211-230.
Nos cuenta don Germán con minucia y rigor cómo nuestro afrancesado daimieleño Pedro Estala Ribera publicó la primera traducción que se hizo en España de El contrato social o Principios del derecho político de Jean-Jacques Rousseau. Era ya un experimentado traductor del griego, el francés y el inglés y la imprimió, además, en enero de 1812, el mismo año en que se aprobaba la Constitución de Cádiz, en Valencia, Imprenta de Ferrer de Orga. Aún hubo muchas reimpresiones posteriores, perseguidas con saña por la Inquisición o con parte del texto cortado, sobre todo el alusivo a cuestiones religiosas. La vida cultural entonces en la Valencia sometida al mariscal Suchet era muy intensa, porque los franceses no la desdeñaban, al contrario que los autóctonos, aunque, por supuesto, estaba dirigida por las napoleónicas alturas. Estala publicaba allí una gaceta que ha tenido impresión facsímil recientemente, pues la investigadora almagreña María Elena Arenas Cruz ha despertado la curiosidad por el personaje en el resto de España. También andaba en la ciudad un joven fraile franciscano de Alcázar de San Juan, Juan Calderón, quien, andando el tiempo se volvería protestante, emigraría a Francia e Inglaterra, publicaría una Autobiografía, una innovadora gramática, unas correcciones al Quijote de Clemencín (el Cervantes vindicado) y dos revistas teológicas, entre otras obras (la segunda edición de su Autobiografía la estamos preparando entre José Moreno Berrocal y yo). Interesará saber que Calderón tuvo una larga e ilustre descendencia de pintores (Philip Hermogenes Calderón, William Frank Calderón) arquitectos (Alfred Mérigon Calderon) y escritores (George Leslie Calderón) ya pertenecientes a la cultura anglosajona. ¿Habría podido producirse tal florecimiento en circunstancias españolas, o incluso manchegas? Lo dudo, la verdad. Solo la libertad es fecunda, y aquí no había.
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