Seguramente al impoluto Rajoy no le molesta nada vivir entre mierda, ya que la ignora. Pero el hecho es que vive rodeado de la misma y su casa da pena. Mariano no es marrano, pero lo menos es porcino por lo que acumula y trae a su pocilga y por lo que gusta hozar entre los excrementos de su partido. La mierda no le provoca ronchas, sino que se la recuerden; él está para cosas más imperiales y regias que cagar en su sitio, en el agujero de gusano del presupuesto. En su espejito mágico nunca aparece la corrupción y Rajoy es como Alicia en la España de las maravillas, que a nosotros nos parece la España de las mierdas. No hace falta agua bendita para consagrar a Rajoy: Rajoy nació en una cuna de agua bendita, en una ría, no en el arroyo, como los demás, y ni siquiera es el obispo, sino el Dios de su propia iglesia y se inventa los sacramentos y mandamientos y ritos que le convienen. No en vano en su iglesia, de la que es a su vez Papa y Dios, y de la que se podría decir que es la del Palmar de Troya, se tienen en el altar a los santos mártires de la Cruzada como San Paco el Franco y San José Antonio Primo del de Ciudadanos. Incluso se permite salir de la cruz para que no le saquen en la foto entre ladrones cuando se monta el Calvario de un debate.
Rajoy recuerda a esos astronautas que no pueden cagar porque no existe una ley que se lo exija, en este caso la ley de la gravedad. Las leyes están para cubrir de protección legal y aforamientos a la merdocracia pepoidal, una pirámide de Ponzi del egoísmo. Para Rajoy, para el PP, la corrupción, la mierda, en fin, no es grave. Por eso, a falta de gravedad, la mierda se le queda pegada en el culo o flota rodeándolo como un halo fastuoso, inmarcesible. En el espacio eso se soluciona ingiriendo comida sin residuos, pero es que paellas valencianas o callos madrileños tan copiosos como los que se pagan con impenetrable tarjeta negra dejan un derelicto negro y largo como un chorizo que no hay modo de esconder, ni siquiera en Panamá. Que, entre hampa y Panamá, la diferencia es solo de dos letras, como el PP, y toda su cohorte de lameculos, cuñados, defraudantes, enchufados, asesoides, poceros y así.
Ay, cuánto quiero a Rajoy. Es pura literatura, ya que la literatura es hipocresía: se hace con mentiras. Por eso Rajoy es tan literario, da tanta candela para escriturar. O Rodríguez. O Rosa. Cualquier pepero del repiperío, en suma; sin embargo, miras a cualquier político honrado, como Anguita, Garzón o Echenique... y la prosa se te hiela. Te quedas mudo y estólido como un pajarito sin pico. Pero Rajoy, que no puede vivir sin mierda, que necesita la mierda como respirar y que si no no podría hablar de nada sino de su gloria inmerdecida, Rajoy, con toda esa podredumbre, miseria y ruindad, tiene tantas caras y formas como una patata y se cría con igual fiemo y estiércol, de forma que con él se pueden abonar los surcos de cualquier prosa. Es como el dios Hermes, el dios de la ocultación, la trapacería, el truco y la corrupción: colecta toda la decencia que aún queda en España y la transforma en mierda como una bacteria, una garrapata, un piojo o un quinto jinete ladrón que acaba con la salud del país y estira la pobreza para que cada vez haya más gente calándose y tiritando bajo su techo agujereado. Diógenes al menos era un cínico, que viene de kíon, perro; pero Rajoy ni llega a eso: deja que sus peperos caguen en cualquier parte como los chuchos sin que nadie le ladre ni lo multe y menea la colita ante frau Merkel. A él, que le registren: por eso es registrador de su propia propiedad... y ladrón de la de todos.
Rajoy es antipúblico y, sin embargo, lo han votado para que mangue de la cosa pública. Porque a Rajoy no le parece mal que los peperos manguen de la cosa pública, como hacen: para eso se fraguó lo público, para que los privados pudiesen privatizarlo y mangar y sostenerse de ello sin pagar impuestos y llevárselo todo a Suiza, a Panamá o a esos setenta y tres paraísos fiscales donde otros criminales como los señores de la droga juntan su dinero con el suyo. Que ya lo dijo Joan Manuel Serrat pensando en gente como él:
Cultive buenas maneras / para sus malos ejemplos / si no quiere que sus pares / le señalen con el dedo. / Cubra sus bajos instintos / con una piel de cordero. / Que el hábito no hace al monje, / pero da el pego. / Muéstrese en público cordial, / atento, considerado, / cortés, cumplido, educado, / solícito y servicial. / Y al cagarla, haga el favor / de engalanar la boñiga: / que, admirado, el mundo diga: / "¡Qué lindo caga el señor!" / Hágame caso y tome ya / lecciones de urbanidad. / Tenga a mano una sonrisa / cuando atice el varapalo; / reparta malas noticias / envueltas para regalo. / Dígale al mundo con flores / que va a arrasar el planeta; / firme sentencias de muerte, / pero con buena letra. / Ponga por testigo a Dios / y mienta convincentemente; / haga formar a la gente, / pero sin alzar la voz. / Que a simple vista no vea / el charol de sus entrañas: / las apariencias engañan / en beneficio de usted. / Hágame caso, y tome ya / lecciones de urbanidad. / Cultive buenas maneras / donde esconder sus pecados; / vista su mona de seda / y compruebe el resultado: / que puede ser lo que sea / ¡escoria de los mortales! / un perfecto desalmado, / pero con buenos modales. / Insulte con educación, / robe delicadamente, / asesine limpiamente / y time con distinción. / Calumnie, pero sin faltar; / traicione con elegancia, / perfume su repugnancia / de exquisita urbanidad.
Desde un punto de vista meramente retórico, los peperos siempre utilizan la misma mentira, el mismo pseudoargumento. Lo vio muy bien Elorriaga en un artículo contra Rajoy: al demonizar al otro, se divinizan ellos:
Afirmar algo cuyo contrario es un absurdo es un recurso fácil habitualmente utilizado por los políticos de oficio. «Quiero mejorar el nivel de vida de los españoles» es un ejemplo simple de lo que digo. Nadie en su sano juicio, cualquiera que fuese su ideología o estrategia, podría afirmar que su proyecto busca empeorar el nivel de vida de sus compatriotas. «Debemos bajar los impuestos», por ejemplo, sí constituye un compromiso político diferenciador de los partidos de centro derecha puesto que subirlos ha formado parte consustancial de la ideología socialdemócrata europea durante las últimas décadas. Cuando quedan menos de cuatro semanas para que se celebre el XVI Congreso Nacional del Partido Popular, proclamar con solemnidad que se quiere un partido unido e integrado, capaz de ganar las próximas elecciones, forma parte del primer grupo de afirmaciones; ningún dirigente, militante o simpatizante podría asumir lo contrario. El debate, por lo tanto, se hace incomprensible cuando gira en torno a lo evidente y constituye una obligación -o al menos así me lo parece- el intentar clarificar de qué estamos discutiendo.
Así pues, afirmar algo cuyo contrario es un absurdo refuerza siempre una posición y transforma siempre nuestro lugar de mando en divino e inatacable: son argumentos propios de dioses como Hermes o ese judeocristiano al que acusan de todo en España, y, por lo tanto, Rajoy es tan indiscutible y dogmático como Dios es indiscutible y dogmático para sus caballeros mangantes o mamandantes, para sus chamanes; porque cualquiera que los rebate queda al momento clasificado como demonio feo, malo y traidor. Y no se me diga que no tengo misericordia: trato a Rajoy tan mal como Rajoy trata al país o a sus discos duros.
Pero la triste realidad es que a Rajoy y a sus adeptos antipúblicos sin responsabilidad ni vergüenza alguna, como sus conmilitones de un PSOE estólido, amorfo y viejuno, los ha votado un tercio del público. A un tercio del público le da igual que se robe al público. Consideran que son gente honrada y que los ladrones somos el sesenta y seis por ciento restante. No dividen entre honrados y deshonrados, sino entre peperos e impeperos. Piensan que dos de cada tres personas les corrompemos y les queremos robar, cuando son ellos son los que corrompen y roban ahora. Y jamás cambiarán de opinión, porque no tienen opinión, solo el deseo de llevarse lo que no esté atornillado en el suelo. Ni siquiera confraternizan entre ellos, sino que "se llevan". Y no se dan cuenta de que con esos aires y esas ínfulas lo único que dan (ese verbo que tanto pánico les da, porque suena a impuesto, suena a repartir, suena a repatriar, no a hacer patria, esto es, patrimonio suizopanameño) es pena. E incluso desprecio. O sea, Rajoy.
Desde un punto de vista meramente retórico, los peperos siempre utilizan la misma mentira, el mismo pseudoargumento. Lo vio muy bien Elorriaga en un artículo contra Rajoy: al demonizar al otro, se divinizan ellos:
Afirmar algo cuyo contrario es un absurdo es un recurso fácil habitualmente utilizado por los políticos de oficio. «Quiero mejorar el nivel de vida de los españoles» es un ejemplo simple de lo que digo. Nadie en su sano juicio, cualquiera que fuese su ideología o estrategia, podría afirmar que su proyecto busca empeorar el nivel de vida de sus compatriotas. «Debemos bajar los impuestos», por ejemplo, sí constituye un compromiso político diferenciador de los partidos de centro derecha puesto que subirlos ha formado parte consustancial de la ideología socialdemócrata europea durante las últimas décadas. Cuando quedan menos de cuatro semanas para que se celebre el XVI Congreso Nacional del Partido Popular, proclamar con solemnidad que se quiere un partido unido e integrado, capaz de ganar las próximas elecciones, forma parte del primer grupo de afirmaciones; ningún dirigente, militante o simpatizante podría asumir lo contrario. El debate, por lo tanto, se hace incomprensible cuando gira en torno a lo evidente y constituye una obligación -o al menos así me lo parece- el intentar clarificar de qué estamos discutiendo.
Así pues, afirmar algo cuyo contrario es un absurdo refuerza siempre una posición y transforma siempre nuestro lugar de mando en divino e inatacable: son argumentos propios de dioses como Hermes o ese judeocristiano al que acusan de todo en España, y, por lo tanto, Rajoy es tan indiscutible y dogmático como Dios es indiscutible y dogmático para sus caballeros mangantes o mamandantes, para sus chamanes; porque cualquiera que los rebate queda al momento clasificado como demonio feo, malo y traidor. Y no se me diga que no tengo misericordia: trato a Rajoy tan mal como Rajoy trata al país o a sus discos duros.
Pero la triste realidad es que a Rajoy y a sus adeptos antipúblicos sin responsabilidad ni vergüenza alguna, como sus conmilitones de un PSOE estólido, amorfo y viejuno, los ha votado un tercio del público. A un tercio del público le da igual que se robe al público. Consideran que son gente honrada y que los ladrones somos el sesenta y seis por ciento restante. No dividen entre honrados y deshonrados, sino entre peperos e impeperos. Piensan que dos de cada tres personas les corrompemos y les queremos robar, cuando son ellos son los que corrompen y roban ahora. Y jamás cambiarán de opinión, porque no tienen opinión, solo el deseo de llevarse lo que no esté atornillado en el suelo. Ni siquiera confraternizan entre ellos, sino que "se llevan". Y no se dan cuenta de que con esos aires y esas ínfulas lo único que dan (ese verbo que tanto pánico les da, porque suena a impuesto, suena a repartir, suena a repatriar, no a hacer patria, esto es, patrimonio suizopanameño) es pena. E incluso desprecio. O sea, Rajoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario