En nuestro medieval e injustamente desconocido Libro de Apolonio, por donde discurren tantos aires de aventura, se dice que "el mar nunca tuvo lealtad ni belmez", esto es, "piedad". Desde luego, no hay tigre que agite sus estrías con genio más mudable y rugiente. Lope de Vega, que también anduvo sobre el agua doblemente atormentado cuando fue marino en la gesta de los invencibles, y que cantó a corsarios como Drake, lo definía así: "El mar, helado imperio de la sombra". Se nota que en él no podía entrar el Sol inmarcesible del imperio y no amaba al fúnebre y tenebroso reino que había ahogado a un hijo suyo que buscaba perlas buceando en la isla Margarita. En cambio, Homero, un ciego ajeno al color, solo oía el restallar de la "sonrisa innumerable" de las olas; sin duda amaba más la playa que las montañas de agua que enviaron a Ulises, en pelotas, a los acogedores brazos de Nausicaa; no mencionaré a los griegos hartos de Anatolia al volver de su Anábasis, pero Paul Valéry lo recordó en su Cementerio marino al decir aquello de La mer, la mer, toujours recommencé!, que yo, también harto, pero de poesía pura, trastoqué a La merde, la merde, toujours recommencé!, verso que podía ponerse al pie del cuadro que forma el dos veces vago reinado de Marianico, no sé si corto o largo, pero sí insufrible.
La literatura está llena de naufragios, como (Robinsón, Gulliver, Góngora, Gracián, Golding...). De los siete viajes por el Índico del marino musulmán a sueldo de China Sanbao vienen los siete viajes de Simbad, pero en ese texto agregado al arenoso centón de Las mil y una noches se ven también reminiscencias de la Odisea y del todavía más antiguo Relato del náufrago, una novelita egipcia de hace lo menos cinco mil años que narra más o menos lo que García Márquez en su novelita homónima. Pero los griegos, que dividían a los hombres entre los vivos, los muertos y los que van por el mar (los que van por el mar suelen volver tan cambiados, sabios, raros y diciendo cosas tan extrañas que nadie sabe muy bien donde situarlos), son los que nos han dejado los más hermosos mitos marinos, como el del inasible hombre sin cara, Proteo, o Glauco, o los Dióscuros Cástor y Polideuces, los Gemini latinos, dioses marinos que orientaban a los navegantes en la noche al lucir en su constelación junto a otros signos marinos como Piscis y Cangrejo, en el incierto Egeo que era también una peligrosa constelación de islas.
En La Mancha no hay literatura marinera, aunque tengamos en la vasta llanura, a los pies de Sierra Morena, el Archivo de la Marina que nos dejaron los marqueses del Viso o de Santa Cruz de Mudela, con sus vistosos frescos de batallas navales. No alumbramos a un Alberti, un Baroja con antepasados marineros como los Goñi o un género de novela específicamente marinera, como poseen los portugueses, todo costa ellos, con sus F.º M.ª Bordalo o Celestino Soares, o los isleños ingleses, de los que si nos pusiéramos no terminaríamos, desde su comerciante Defoe al honorable capitán polaco Joseph Conrad. Los franceses fueron otra cosa: Julio Verne se compró con lo que ganó con sus novelas de aventuras, muchas de ellas marineras, un tremendo yate con el que peregrinó por todo el mundo, arribando en España a Vigo y a Gibraltar. A su hindú capitán Nemo, cuyo nombre en latín significa "nadie", anarquista como el pirata de Espronceda "a quien nadie impuso leyes", le hizo clavar en el Polo Norte una bandera con la inicial de su nombre: la bandera de la nada; mayor gesto de escepticismo y de asco al nacionalismo no cabe.
En realidad, a los españoles el mar siempre nos dio un cierto respeto y miedo, como que lo recorrimos por todas partes. El Arte de marear de fray Antonio de Guevara es capaz de causar odio al agua a los mismos peces. Y, sin embargo, el mar se mostró siempre hospitalario con los desgraciados, acogió siempre a quienes nadie acogía y en los puertos se habló siempre una amalgama universal de lenguas que cabe llamar la lengua humana. Pero nosotros, tirados sobre la arena y ajenos a todo esto solo se nos ocurre el endecasílabo con que concluye el soneto de Manuel Machado: "El mar, el mar... y no pensar en nada".
En La Mancha no hay literatura marinera, aunque tengamos en la vasta llanura, a los pies de Sierra Morena, el Archivo de la Marina que nos dejaron los marqueses del Viso o de Santa Cruz de Mudela, con sus vistosos frescos de batallas navales. No alumbramos a un Alberti, un Baroja con antepasados marineros como los Goñi o un género de novela específicamente marinera, como poseen los portugueses, todo costa ellos, con sus F.º M.ª Bordalo o Celestino Soares, o los isleños ingleses, de los que si nos pusiéramos no terminaríamos, desde su comerciante Defoe al honorable capitán polaco Joseph Conrad. Los franceses fueron otra cosa: Julio Verne se compró con lo que ganó con sus novelas de aventuras, muchas de ellas marineras, un tremendo yate con el que peregrinó por todo el mundo, arribando en España a Vigo y a Gibraltar. A su hindú capitán Nemo, cuyo nombre en latín significa "nadie", anarquista como el pirata de Espronceda "a quien nadie impuso leyes", le hizo clavar en el Polo Norte una bandera con la inicial de su nombre: la bandera de la nada; mayor gesto de escepticismo y de asco al nacionalismo no cabe.
En realidad, a los españoles el mar siempre nos dio un cierto respeto y miedo, como que lo recorrimos por todas partes. El Arte de marear de fray Antonio de Guevara es capaz de causar odio al agua a los mismos peces. Y, sin embargo, el mar se mostró siempre hospitalario con los desgraciados, acogió siempre a quienes nadie acogía y en los puertos se habló siempre una amalgama universal de lenguas que cabe llamar la lengua humana. Pero nosotros, tirados sobre la arena y ajenos a todo esto solo se nos ocurre el endecasílabo con que concluye el soneto de Manuel Machado: "El mar, el mar... y no pensar en nada".
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