Antonio Fernández Reymonde, "Como fruta madura", en Miciudadreal - 7 diciembre, 2016:
Los anales de la historia nos recuerdan los acontecimientos históricos con su fecha correspondiente, como hitos insoslayables, marmóreos. Tales datos, por sí solos, no tienen alma, es preciso contextualizarlos para ser interpretados, o al menos para intentar entender las circunstancias en que se produjeron. ReymondeA menudo, tales acontecimientos no son sino una fase (intermedia o final) de un proceso que transcurre con mayor o menor pasión o ansiedad. Cinco años no son nada, pero es el tiempo que ha pasado desde que Rajoy ganó las elecciones hasta hoy, por poner un ejemplo. Poco más de cinco años transcurrieron también entre la proclamación de la II República en abril de 1931 y el golpe de Estado que llevó a este país a la Guerra Civil en julio de 1936, con otro intento de golpe y una revolución frustrados por medio. Un tiempo similar hubo entre la muerte de Franco en noviembre de 1975 y el asalto al Congreso de Tejero el 23 de febrero de 1981, con otro intento abortado poco antes, conocido como Operación Galaxia. Más o menos el mismo tiempo que hubo entre dicho momento y el de nuestro ingreso en la C.E.E. en 1986. No trato de ponerme dramático, sino ilustrar distintas maneras de vivenciar un mismo periodo de tiempo,sea extremadamente convulso o apacible.
Solo dos años mediaron entre la aprobación en referéndum del proyecto de Ley para la Reforma Política auspiciado por Adolfo Suárez en diciembre de 1976– con la oposición al régimen de entonces articulada en partidos políticos subversivos – y la aprobación en referéndum de la Constitución Española en diciembre de 1978. En aquellos años no ocurría lo de ahora, los referéndums se hacían “como Dios manda”, a la mayor gloria del convocante. El contexto: un país que enterraba recientemente y con todos los honores a un dictador / generalísimo durante casi cuarenta años;un país en vías de desarrollo, con una moneda sometida a continuas devaluaciones en plena “crisis del petróleo” y en plena “Guerra fría”; con el ruido de sables permanente y la amenaza del terrorismo de extremistas de ambos bandos; con una libertad de prensa relativa (donde el gobierno podía secuestrar en ocasiones tiradas de prensa o revistas) y una televisión pública única, altavoz mediático a conveniencia del gobierno.
Y poco más de un año se tardó, desde las elecciones constituyentes de junio de 1977, para redactar la Constitución y poner de acuerdo a diputados y senadores para su aprobación en el Congreso en octubre de 1978. Para superar la amenaza del involucionismo, fue necesario que los representantes políticos cedieran en muchas de sus aspiraciones, y unir tanto a los que dejaron recientemente una larga clandestinidad, como a los sectores afectados de la burguesía madrileña o nacionalista (vasca o catalana) que necesitaba la democracia para la credibilidad exterior y el beneficio de sus intereses: contra el “bunker” era imprescindible llegar a un consenso.El “bunker” representado por Fraga Iribarne y Alianza Popular, era la cuarta fuerza en el Congreso, con 16 diputados de los 350. Y si aspiraban a volver alGobierno algún día, tanto como a actualizar las estructuras del régimen de Franco,no podían quedar fuera del consenso, debían adherirse al grupo (como hizo Fraga durante y después del “Tejerazo”).En este tiempo no existía aún la “clase política” como la reconocemos hoy.
Así pues, había que diseñar un “Estado del Bienestar”. Había que aplicar la “Monarquía Parlamentaria” y un “Estado de las Autonomías”, por vía rápida (artículo 151) o vía menos rápida (artículo 143) – como si la premura fuese un asunto de primera necesidad en un texto al que se auguraba una larga vida – con un extraño reparto de provincias por comunidades autónomas que dejaba hecho unos zorros el mapa de Castilla la Vieja y León – despojándola completamente de su carácter de nacionalidad histórica – o incluía a Guadalajara en una comunidad de identidad diferenciada y eminentemente manchega. En estas circunstancias, de nuevas banderas al aire y nuevos iconos, de largas pelambreras y pantalones de campana, de grises y “Cristo Rey”, había que imaginar cómo debía estructurarse un país que tuviera cabida en el entorno europeo, y asentar los cimientos para una legislación moderna. Como suele suceder, la realidad superó también en este caso a la ficción, por bien intencionados o ingenuos que fuesen aquellos que imaginaron que la figura del Jefe del Estado fuese inviolable, los representantes políticos aforados (prácticamente blindados), los servicios básicos reconocidos y respetados (y no como valor testimonial sin garantías para la población más necesitada), sin perjuicios derivados de la desigualdad de derechos entre habitantes de distintas comunidades autónomas (aunque sin establecer garantías del Estado para corregirlos) …
Han pasado treinta y ocho años desde la aprobación de la vigente Constitución y si ya se veía que su imperfección no garantizaba muchos de los derechos recogidos, y provocaba conflictos de intereses (el poder judicial, la financiación y las competencias de las autonomías, las diputaciones, la reforma del artículo 135,…) el siglo XXI ha añadido nuevas circunstancias al contexto y los viejos problemas se han acentuado desde la crisis financiera de 2007 y los innumerables casos de corrupción que han llegado a los juzgados salpicando a demasiados políticos de este país, especialmente desde la llegada de Aznar al Gobierno del España en 1996 (¿recuerdan las consecuencias de laLey Cascos?) y con la falta de alternancia en Andalucía. Han salpicado – presuntamente, de momento – hasta a la Casa Real; y Juan Carlos I se lamentó de su “equivocación” y prometió que no volvería a suceder (aunque aquel lamento no era por su hija, sino por haberse ido de cacería a África con su asistente Corinna mientras se pedía sacrificios a la población para el ajuste económico).
Han pasado treinta y ocho años, y en los principios del reinado de Felipe VI algunos hablan de reformar la Constitución. Vana ilusión. Para empezar, los mismos que admiran a Adolfo Suárez y el “consenso del 78”, no parecen muy dispuestos a considerar las propuestas de la nueva izquierda, crítica con el “régimen del 78”. Mal empezamos si para hacer una reforma que afecta a todos los que son no participan todos los que están. Luego hay que entrar en materia, qué y cómo se va a revisar: si el derecho a la vivienda prevalece ante el derecho de los bancos, por ejemplo; o el problema del cupo vasco o la financiación autonómica; o la pervivencia de las diputaciones y la corrección de las duplicidades de servicios en distintas administraciones; o el trasunto del poder judicial; o la regulación del Título II que afecta a la Corona; o la existencia del Senado (ese cementerio de elefantes, engañabobos con pretendida apariencia de cámara territorial); o la regulación de las convocatorias de referéndum o de las iniciativas legislativas populares, etc. Y por último, si la aprobación de las supuestas reformas va a quedarse en exclusiva en la Carrera de San Jerónimo, porque cabe recordar que desde el referéndum para la entrada de España en la OTAN en 1986, no ha vuelto a convocarse ningún referéndum, ni para refrendar los tratados internacionales más importantes (como la Constitución Europea de 2004), ni siquiera en 2011 para aprobar la reforma del artículo 135 (que desde esta columna invito a indagar en la historia de la reforma y su actual redacción). En el lote de 1978 se incluía “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria” ¿Qué grado de afección tiene hoy la sociedad española hacia su monarca? ¿Volverían a someterlo a referéndum, a riesgo de un obtener un resultado indeseable? Por eso se habla de reformar artículos, no de cambiar la Constitución. Además, mientras el sistema de elección del Senado siga beneficiando al partido en el poder, como baluarte de sus posiciones en estos tiempos de incertidumbre, dudo mucho que el bipartidismo esté dispuesto a hacerse el harakiri sin ningún tipo de contrapartida.
En resumen, creo que la situación no es la más adecuada para una reforma constitucional. Como la fruta madura cae por su propio peso, una reforma constitucional debería hacerse de acuerdo a la mayoría del país, y con el actual equilibrio parlamentario, cuyo punto de partida es falsario debido a la ley electoral que tenemos, me parece muy, muy difícil. Además, hace falta un talante conciliador generalizado, que no encuentro por más que quiero. Hasta cierto punto es normal que no lo halle, porque a diferencia de 1978, no hay razones nuevas, tan poderosas como las de entonces, para compartir entre todos el sentimiento de querer hacer comunidad, o nación. Y lamentablemente, esta inacción beneficia a los inmovilistas, bastante beneficiados ya de por sí.
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