lunes, 13 de febrero de 2017

La falsedad de la mayoría de los premios literarios

Maribel Martín, "¿A quién sirven los premios literarios?", en El País, 13-II-2017:

Una sombra de duda se cierne desde hace años sobre los galardones comerciales. ¿Son algo más que una pura herramienta promocional?

Dolores Redondo, todo un fenómeno editorial por su Trilogía del Baztán publicada por Destino, del Grupo Planeta, ganó precisamente los 601.000 euros del Premio Planeta 2016, el mejor dotado después del Nobel, por Todo esto te daré. El grueso de los miembros del jurado que la encumbró están vinculados a la casa. Lo mismo ocurre con Care Santos, último premio Nadal por Media vida. La escritora está en el catálogo de Planeta, sello hermano de Destino, editorial que concede el premio, y la mayoría de sus valedores figuran en nómina del primer grupo editorial de España y de América Latina, casuística que se repite —autor de la casa y/o jurado mayoritariamente de la casa— en los últimos fallos del Premio Herralde de Novela, el Biblioteca Breve, el Alfaguara y otros grandes galardones comerciales españoles. Como es habitual, las dos escritoras estaban en las mediáticas cenas en las que se hace público el nombre del ganador y, como es habitual, antes de que se conociera el fallo, sus nombres circulaban por Twitter y presidían las portadas de algunos diarios ya impresos para el día siguiente.

Se habla mucho de que los premios literarios se dan a la carta en España, pero ¿hasta qué punto se puede demostrar? ¿Cómo se conceden? ¿Mantienen su vocación de descubrir talentos? Si generalmente las bases impiden declararlos desiertos, ¿está garantizada la calidad literaria? ¿Se arriesgan las editoriales a premiar un buen libro de dudoso futuro comercial tras la inversión que realizan? O dicho de otra forma, ¿cuán honestos son los galardones privados?

“Podría decirse que los premios no pactados de antemano son los modestos”, dice José Manuel Caballero Bonald, premio Cervantes 2012. “El rumor es infundado", asegura Jesús Badenes, director general de la división editorial del Grupo Planeta, que concentra un buen puñado de concursos. "Puede llegar a parecerlo porque el jurado suele valorar más la calidad de un escritor consagrado que la de un desconocido. Pero si se revisa la nómina de ganadores, ha habido de todo. Hubo incluso un año en que lo ganó un autor que había muerto [el colombiano Jesús Zárate en 1972]. Lo que sí es cierto es que desde la editorial se ejerce un patronazgo activo para que gente que pueda gustar a los lectores participe. Hasta donde sé no se ha pactado ningún galardón. Y no tiene mucho sentido que me lo pregunte”. El jurado más veterano del Planeta, Alberto Blecua, tiene otra percepción: “Se ha aducido —y probablemente con razón— que ya estaban concedidos, como denunció ya Delibes en 1979 y Marsé reiteró en 2005, cuando fue jurado del premio. Yo que lo soy desde 1988 puedo asegurar que por lo menos en dos ocasiones no lo estaban: en 1991 con El jinete polaco, de Muñoz Molina, y en El mundo, de 2007, de Juan José Millás”.

Los premios comerciales están en el ADN del sector editorial desde el lanzamiento en 1944 del Nadal en una España que aún acusaba los estragos de la guerra. Con una industria inexistente y buena parte de la intelectualidad neutralizada, el galardón puso en el mapa en sus inicios a autores como Carmen Laforet, Miguel Delibes, Ana María Matute o Rafael Sánchez Ferlosio, alentó los sueños de muchos aspirantes a escritor, despertó a los lectores en un país en el que si hoy se lee poco —el 39,4% de los españoles no abrió un libro en 2015—, entonces se leía menos, y provocó un efecto contagio en otras editoriales que, animadas por la limpieza del primer fallo —se premió en 1945 el talento de una desconocida Laforet frente a César González Ruano, amigo de varios miembros del jurado—, fueron creando concursos a su imagen y semejanza, impulsando entre todas, primero bajo la sombra de la censura, después bajo la del capitalismo, la entonces maltrecha industria editorial que hoy, afectada por la crisis, mueve 3.000 millones de euros al año.

El Planeta (1952), el Biblioteca Breve (1958), el Alfaguara (1965), el Anagrama (1973), el Herralde (1983), el Tusquets (2005)…, unos con un perfil más comercial, otros más literario, unos con vocación más española, otros más latinoamericana, han contribuido también, con interrupciones, a revelar o consolidar autores, a crear lectores, y a construir un sistema de premios sin parangón, a medio camino entre el arte, el dinero y la vida social, como subraya Ana Cabello, doctora en Filología Hispánica, en su ensayo La alquimia simbólica. Premios, literatura y mercado en España, de próxima publicación.

Su singularidad se hace evidente de partida. Primero, porque lo que distinguen los más afamados galardones españoles, siempre en concepto de anticipo de derechos de autor, a diferencia del Pulitzer y el National Book Award en EE UU o el Booker en Reino Unido, son manuscritos aún sin publicar en convocatorias abiertas a la participación con seudónimo. Segundo, porque son el centro de un ecosistema con una inflación de convocatorias —entre galardones privados, de Cajas de Ahorro, de Ayuntamientos…— que ha manchado, junto a las polémicas, la reputación de los premios españoles en el exterior y ha hecho que una obra premiada en España no puntúe más entre los editores extranjeros por el hecho de estarlo, cosa que sí ocurre a la inversa. Esa mala fama, como recuerda Fernando González-Ariza en su tesis Literatura y sociedad: el Premio Planeta, es la que le llevó a decir al humorista inglés J. M. N. Jeffries: “Hoy ya no se escriben novelas en España, tampoco se escriben artículos: se escriben premios”. La editorial Fuentetaja contabilizó en su última guía (2011/2012) 1.700 convocatorias, hoy en retroceso.

Planeta: “No se pactan premios. Sí se ejerce un patronazgo para atraer a autores del gusto del lector”

“El problema está en que la mayoría de los premios se dan a obra inédita, no a una ya consagrada por los lectores o la crítica como ocurre con los grandes premios extranjeros como el Goncourt en Francia”, dice Manuel Rodríguez Rivero, editor y crítico. “En el Goncourt [dotado con 10 euros] puede haber tejemanejes, pero el dinero siempre es fundamental para que haya corrupciones. He sido jurado en premios nacionales y en privados y mi experiencia es que en los nacionales se pueden crear grupos de presión para dárselo a un autor, pero se conspira mucho más en los privados. Y el problema es que todos terminamos pringados. Hay un cinismo de la editorial y un cinismo más retorcido por parte de los críticos y de los medios”.

Fue probablemente José Manuel Lara Hernández (1914-2003) quien mejor supo ver el potencial de los premios como herramienta de promoción para el negocio editorial en un país en el que cada vez se necesitan más argumentos para destacar títulos en las librerías entre los miles que se publican cada año (81.391 en 2016), como destaca Lola Larumbe, de la librería Alberti. Con una cuidada estrategia que combinaba expectación mediática —alentada por quinielas literarias, retransmisiones en directo de la televisión estatal y la presencia de los Reyes— y el anzuelo del dinero, situó a su Planeta en el olimpo de los premios.

La desenfrenada escalada que impulsó ha llevado al premio hasta los 601.000 euros que se embolsa hoy —antes de impuestos— el ganador del Planeta, muy por delante de los 175.000 dólares (164.000 euros) del Alfaguara, los 125.000 euros del RBA de Novela Negra, los 100.000 del Primavera de Novela, los 30.000 del Biblioteca Breve… Y esa fuerte inversión que realizan las editoriales, a la que hay que añadir, en algunos casos, el premio a los finalistas además de las giras de los premiados —que por ejemplo a Alfaguara le suponen más de 100.000 euros más—, los actos de entrega de los galardones, las invitaciones a periodistas… tenía y tiene una contrapartida. Dado que un libro raramente supera los dos años de vida, exige recuperar rápido la inversión, lo que, en ocasiones, lleva a las empresas, como apunta González-Ariza refiriéndose al Planeta, “no a buscar grandes novelas”, sino novelas “rentables”, premios para un público mayoritario que, si alguna vez hicieron de brújula, hoy es dudoso que lo hagan. “En ningún caso son una guía literaria. Incluso es posible que sean todo lo contrario”, dice Caballero Bonald. La agente literaria Antonia Kerrigan sí concede ese papel “al Premio Anagrama, que toma riesgos y busca talentos, y el Alfaguara, con la difusión de latinoamericanos desconocidos en España”.

En una época en la que los editores clásicos están a punto de extinguirse, en una época en la que los libros pueden comprarse en el supermercado pero en el que aún quedan librerías con vocación literaria, cada premio cumple más que nunca una función. En el Planeta las dimensiones comercial y literaria son igualmente importantes, subraya Badenes, en el Nadal pesa más la literaria. “Siempre hay gente que no tiene tus gustos o tus intereses. Lo que no se puede hacer es juzgar desde una misma óptica todos los premios, que, además, se han ido adaptando a la transformación socioeconómica de España”. Eso incluye las concentraciones editoriales y la decisiva irrupción de los agentes literarios, que se llevan un 15% de los anticipos de sus representados, en caída libre en la actualidad.

Es curioso revisar el catálogo de obras premiadas a lo largo de la historia. Cuando la sociedad española lo demandó, se distinguieron libros escritos desde el punto de vista de los perdedores de la guerra, de los exiliados, se abrió una ventana al erotismo… Más adelante se buscaron autores ligados a los medios, se ensayó la combinación de ganador más comercial/finalista más literario y se logró convertir al taciturno escritor en estrella.

“Todo el mundo entiende las estrategias de publicidad de Coca-Cola. El mundo editorial también tiene que facturar”, dice Javier Aparicio Maydeu, director del Máster Internacional en Edición de la Universidad Pompeu Fabra. “Entonces hay editoriales que usan sus galardones para premiar a autores suyos a los que el mercado no ha atendido o para obtener de manera legítima a un escritor de otro catálogo”. Ocurrió con Soledad Puértolas, que pasó temporalmente a Planeta tras ganar el premio en 1989 por Queda la noche. “Y lo que ganan pueden reinvertirlo en publicar a autores minoritarios y enriquecer la oferta”. “Parece que la palabra pactar es algo bajo mano, algo feo”, continúa, “cuando, en realidad, lo que hace uno [el autor o el agente literario] es buscar y lo que hace otro [el editor] es encontrar”.

Es lo que Badenes llamaba patronazgo activo y que, según afirma Rodríguez Rivero, confirman algunos autores off the record, y niegan que ocurra los editores consultados, tiene su máxima expresión “de chorizada” en lo que denunció en 1979 Miguel Delibes cuando dijo que Lara Hernández le garantizó el premio si se presentaba: “Tuve que negarme. Lara decía (…) que (…) todo era positivo: él ganaba, yo ganaba y los lectores podían encontrarse con una novela aceptable. Yo le contesté que había unos perdedores: los 150 o 200 nuevos escritores que concurren al premio y esperan ganar para iniciar su carrera”. José Manuel Lara Bosch (1946-2015) lo negó: “Mi padre le ofreció ocho millones por su próxima novela y le propuso que la presentara al Premio Planeta. Esto no quiere decir que le asegurara ser el ganador”.

Editores y agentes se necesitan para dar con un libro que ponga en marcha una maquinaria que multiplica las ventas naturales de un libro y revaloriza catálogos. “Se invita a autores y agentes a participar y hay años en los que vemos que hay escritores importantes compitiendo. Es una información confidencial y que nosotros manejamos con enorme rigor. Nuestros jurados pueden dar fe de que jamás hemos hecho presión por una obra”, dice Pilar Reyes, directora de Alfaguara, a cuyo premio se presentaron en 2016 más de 700 originales. Kerrigan lo confirma desde el otro lado de la barrera: “Si tengo un buen libro que necesita apoyo para despegar, llamo al editor y le pregunto si tiene alguna posibilidad. Si me dice ‘este año vamos mal del tipo de novelas que queremos’, lo presento. Y en los casos en los que va con seudónimo, lo que sí intento es que la persona encargada sepa quién es. La máxima trampa sería esa”.

Las obras llegan a un jurado, generalmente impar, con un representante de la editorial y una mayoría de miembros vinculados a la casa, lo que la agente Silvia Bastos ve irrelevante —“por mucho que Rosa Regàs haya ganado el Planeta no creo que la doblegue nadie”—, y Silvia Sesé, directora editorial de Anagrama, normal: “Es natural que se recurra a los autores de la casa, buenos lectores, lo que no tiene por qué suponer que el voto del editor sea irrebatible”, pero esta práctica alienta suspicacias que la escritora Carme Riera, jurado en 2016 del Primavera de Novela y el Alfaguara, no acaba de despejar: “En todos los premios de los que he sido jurado hemos premiado el manuscrito que más nos ha convencido. Claro que solo escogíamos entre los finalistas, máximo 10, y que no examinamos la totalidad, en consecuencia quienes hacen la selección previa pueden tener unos gustos que no coincidan con los del jurado…”.

Marsé: “No ataco los premios indiscriminadamente. Tuve dos malas experiencias, pero claro que los hay honestos”

Es imposible que el jurado lea las cientos de obras a concurso, así que un cuerpo de lectores de las editoriales realiza una primera purga. “Si quieres premiar una determinada novela”, observa Cabello, “no tienes más que dárselo al jurado junto a las cinco peores que haya. Dentro de las que te dan, estás premiando a la mejor libremente…”.

Juan Marsé exigió cambios en esa criba en su polémico paso por el jurado del Planeta en 2004 y 2005 y pidió que se entregara al tribunal un listado de todas las obras presentadas, más allá de las finalistas, porque, dice, “al comité de lectura que hacía la selección, de una incompetencia escandalosa a juzgar por los informes que me entregaron junto con las novelas, podía escapársele alguna obra interesante”. Marsé, premio Planeta 1978 por La muchacha de las bragas de oro, dimitió en 2005 al comprobar que la editorial no hacía los cambios prometidos no sin antes dar un sonoro portazo: “El nivel de calidad media de este año no solo es bajo, es subterráneo”, declaró. En 2004 el premio fue para Lucía Etxebarria por Un milagro en equilibrio, un año después para María de la Pau Janer, que fue cuando advirtió que “los componentes del jurado, muchos de ellos vinculados laboralmente a la editorial Planeta desde hacía años, no podían evitar cierta complacencia acrítica que convenía a ciertos postulados oportunistas, meramente comerciales y literariamente vacuos. El negocio primaba sobre la literatura”, lamenta. Y añade: “No despotrico contra los premios indiscriminadamente. Tuve estas experiencias frustrantes, pero por supuesto que existen premios justos (…) He sido jurado del premio La Sonrisa Vertical y del Tusquets y puedo afirmar que se otorgan honestamente”.

En España no han trascendido condenas contra fallos de los jurados como ocurrió en 2005 en Argentina. Ricardo Piglia, su agente y Planeta Argentina fueron condenados a pagar 10.000 pesos -entonces equiparables al dólar- más intereses a Gustavo Nielsen, un autor que participó en 1997 en la edición del premio en la que ganó el escritor argentino, recientemente fallecido, por Plata Quemada. La justicia entendió que el premio (40.000 pesos) estaba pactado.

Dice Caballero Bonald, con sus mil y un galardones, que si se ha presentado a premios a lo largo de su trayectoria ha sido “por vanidad personal, estímulos económicos y coyuntura editorial, cada cosa a su tiempo”. Aparicio-Maydeu resume en dos las motivaciones de quienes, con estas reglas del juego, persisten: “Un 20% de ingenuidad y un 80% de ego”.

II

DIEZ PUNTOS DE VISTA

Editores, escritores, agentes literarios, filólogos, libreros y otros expertos en literatura suman argumentos para el debate sobre los premios comerciales en España.

Carme Riera, escritora y jurado

“Los premios van destinados al gran público y en consecuencia, a veces, lo que podemos considerar estrictamente literario pasa a un tercer plano”.

Silvia Bastos, agente literaria

“Todos los premios tienen que partir de una buena novela, es decir, que si no hay una buena novela ya puedes dar de antemano lo que quieras que no sale”.

Jesús Badenes, director general de la división editorial del grupo Planeta

“Los premios han hecho que el libro gane mucho espacio en la sociedad. José Manuel Lara Bosch siempre decía que el Premio Planeta, y citaba a su padre, lo que pretendía era crear lectores. Y era estrictamente cierto. En los primeros años había mucha gente que en todo el año solo compraba ese libro. Es cierto que un premio es una operación de marketing, sin duda ninguna, cosa que no tiene nada de deshonroso porque cualquier bien cultural que quiere llegar a un amplio público debe ser conocido”.

Pilar Reyes, directora de Alfaguara

“No creo que para dar un premio sea condición sine qua non tener que pactarlo previamente. Se puede a riesgo de que empresarialmente tengas claro que hay años en que te va a salir económicamente y años en los que no. Hay años que será más luminoso porque el autor resultó espléndido y pudo tener lectores más allá de su puro ámbito de influencia y otros en que no. Si tienes eso claro sí puedes construir un premio limpio”.

Silvia Sesé, directora editorial de Anagrama

“Lo que sí me parece fundamental, y que no ha conseguido instaurarse a pesar de algunos intentos en nuestro país, es un premio importante a obra publicada. Esa es una asignatura pendiente de la que hemos hablado muchas veces los editores y que estaríamos encantados de impulsar una vez más aun con todas sus dificultades”.

Lola Larumbe, librera

“Todo lo que haga hablar de libros, de literatura y de escritores es bueno en un mundo en el que toda la información que llega no tiene nada que ver con lo literario sino con lo político, lo social, los sucesos. No podemos desdeñar la parte que tiene de marketing, la necesitamos”.

José Manuel Caballero Bonald, escritor

“Lo que prevalece a la larga es la rentabilidad comercial o el lucimiento de la entidad patrocinadora. Eso de descubrir nuevos valores viene a ser un reclamo para incautos o algo así”.

Ana Cabello, doctora en Filología Hispánica y experta en premios literarios

“Si ya es difícil encontrar una obra maestra en una década, encontrar 10 o 20 cada año para premios literarios importantes es imposible. De todas formas, las obras de arte se imponen por sí solas. El tiempo es el mejor juez”.

Manuel Rodríguez Rivero, editor y crítico literario

“No hay premios literarios importantes que se declaren desiertos, lo que sería una prueba de honradez. ¿Por qué? Porque el esfuerzo económico que realizan no lo permite. Tusquets lo hizo en su momento. También La Sonrisa Vertical y no aguantó“.

Javier Aparicio Maydeu, director del Máster Internacional en Edición de la Universidad Pompeu Fabra

“Hay una bolsa de lectores que son lectores de premios, que mucha gente menosprecia y no veo por qué. No tienen tiempo, no tienen una formación como lectores más allá de lo que les recomiendan y compran premios. Hay que mantener esa especie maravillosa”.

III

Juan Marsé, "Mi nefasta experiencia como jurado", El País, 13-II-2017:

Con motivo del reportaje de ‘Babelia’ sobre los premios literarios comerciales, Juan Marsé recuerda su dimisión como miembro del tribunal del Planeta en 2005

La experiencia vivida el año 2004 como miembro del jurado del premio Planeta fue muy negativa, muy frustrante. Advertí enseguida que el negocio editorial primaba sobre la literatura. Después de apechugar con el fallo de aquel año, una novela de Lucía Etxebarria bochornosamente inane y elogiada por casi todos, ante la actitud servil del jurado me planteé dimitir. No solo por la novela en sí, que no era peor que otras igualmente distinguidas, sino por el sospechoso empeño del jurado en otorgarle méritos que no tenía y en premiarla por esos méritos.

Poco antes del fallo del jurado, solicité una reunión con José Manuel Lara, presidente del grupo Planeta, y con el secretario del jurado, Manuel Lombardero, y les expuse las razones por las que deseaba dimitir. No me sentía cómodo, no quería hacer el papelón de florero ni de crítico exquisito. Mejor dejarlo.

Era en octubre. Lo primero que me pidió Lara fue que, dada la proximidad de la concesión del premio, reservara la noticia de mi dimisión a la prensa hasta días después de la entrega, y que, por favor, asistiera a la fiesta con los demás jurados. Fue una reunión larga y penosa, en la que Lombardero me apoyó en todo momento. Le dije a Lara que sólo seguiría si él aceptaba algunos cambios que afectaban a la fastidiosa parafernalia del premio: el primero, que me dispensaran por lo menos de la parodia de rueda de prensa en el Palau de la Música que se convocaba días antes de la concesión del premio, cuya finalidad era meramente propagandista, incluido el generoso obsequio de la editorial a los periodistas, y en la que sólo hablaba Carlos Pujol en calidad de portavoz del jurado para decir año tras año las mismas obligadas mentiras sobre la superior calidad literaria de los originales.

En la última reunión con Lara también le pedí que el jurado pudiera disponer no sólo de las cinco novelas seleccionadas para premio por el comité de lectura, a cargo de Emilio Rosales, sino un listado de todas las obras presentadas, porque al comité de lectura que hacía la selección, de una incompetencia escandalosa a juzgar por los informes que me entregaron junto con las novelas, podía escapársele alguna obra interesante.

Fue muy frustrante. Advertí enseguida que el negocio editorial primaba sobre la literatura

Sugerí a Lara que hiciera algo al respecto, ya que esos textos sobrevaloraban sin el menor criterio literario las obras finalistas y predisponían erróneamente al jurado. Recuerdo que uno de esos lectores comandados por Rosales afirmaba en su informe que la obra destinada a ser premiada al año siguiente, un tedioso artefacto de Maria de la Pau Janer, era una “novela que va a cambiar el curso de la literatura contemporánea”. No me lo invento.

Finalmente, Lara me prometió que sí, que para el premio siguiente al jurado se le proporcionaría un listado completo y él mismo formaría un comité de lectura con criterios más exigentes. También me dispensó de otras humillantes obligaciones, como tener que esperar al equipo de la televisión para desfilar con el resto del jurado la noche de la entrega del premio, después de la cena, en el escenario del pomposo evento, una ceremonia sosa y fatigosa. Es decir, yo permanecería en el jurado a cambio de una serie de condiciones: que para el premio del año siguiente, 2005, el portavoz no hablara a los medios en mi nombre y me dejara a mí decir lo que creyera conveniente sobre las obras presentadas, que no me viera obligado a desfilar ni a exhibirme en la pasarela y que pudiera votar en blanco, negando mi voto para premio a novelas que son un insulto al jurado, a las expectativas de los demás concursantes y al mismo premio.

Lara insistió en que el Planeta no podía declararse desierto, pero prometió atender mis peticiones para el año siguiente. Pensé que quizás todo podría arreglarse y decidí esperar. Pero Lara no cumplió ninguna de las promesas y Carlos Pujol anunciaba en la rueda de prensa: “Los originales recibidos este año son de un altísimo nivel literario”.

Yo no tenía el menor deseo de poner en evidencia al pobre Pujol, un hombre discreto e inteligente, pero cuando un periodista me preguntó inesperadamente —Lara me había dicho que en las ruedas de prensa previas al premio los periodistas casi nunca preguntaban nada, y me lo aseguró con media sonrisita y con esa convicción del que domina una tropa previamente domesticada— por el nivel medio, no me dio la gana de mentir y declaré: “El nivel de calidad media de este año no sólo es bajo; es subterráneo”.

Inmediatamente después de la concesión del premio, dimití. Una decisión que algunos medios tacharon de pretenciosa, incongruente y desagradecida (yo había sido premio Planeta en 1978) e incluso de ingenua, porque, según escribió cierto periodista, durante la cena del Planeta, en la mesa que él ocupó “todos sabíamos que la ganadora iba a ser Mari Pau Janer”, yo, como un panoli, en la inopia. Consideré esa nota de prensa una desvergüenza profesional, porque si el periodista en cuestión ya sabía que el premio era para Maria de la Pau Janer, es decir, que estaba amañado, ¿su obligación como periodista no era denunciarlo?

En resumen, fueron dos experiencias nefastas, que además muy poco o nada tuvieron que ver con la literatura, ya que me tocó apechugar con los ridículos engendros novelísticos pergeñados por Lucía Etxebarria y Maria de la Pau Janer. ¡No me negarán que es mala suerte! Pero conste que no me arrepiento de lo que hice. Volvería a hacerlo

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