El fallecimiento casi simultáneo de Martin McGuinness y de la cordial filopapista Paloma Gómez Borrero me ha hecho reflexionar un poco (solo un poco: nunca me hice ilusiones sobre mi inteligencia) sobre dos tipos de catolicismo que se han dado y dan incluso hoy. Hay un terrorismo católico (cuya vertiente popular es más bien un pantuflismo católico) que consiste en exseminaristas del IRA o la ETA, ideólogos como el canónigo manchego Mugueta que auspiciaron la guerra civil contra los rojos (que traduciremos del fascista a "demócratas") o los ultras que se fabricaron un Dios de derechas, a su imagen y semejanza, con un Cristo-Mahoma más que rey sultán (y aun Erdogán), con una cara opuesta de guerrillero y guevariano (el "Che" solo era, según Savater, "un Rambo de izquierdas" crucificado por la CIA para justificar el engorde de sus dietas). Muchos de estos fanáticos solo ocultaban en realidad a románticos desesperados, deseosos de pureza y, a decir verdad, carentes de la virtud más esencial: la humildad.
El amor de esa clase de religiosos por las armas es característico; Pedro, por ejemplo, fundador de los soi-disants católicos, siempre llevaba una espada colgando y llegó a usarla para cortar orejas, aunque el muy cobarde se las cubrió tres veces, como hacen sus herederos cuando se habla de pedofilia y de su "San" Francisco (Franco), cuyas facturas no quieren pagar; al cura Don Camilo (y a Pepone) de Giovanni Guareschi le gustaban a rabiar (me he leído todas sus novelas) pero a estos cristianos armados hasta los dientes como los del IRA o ETA no los inspira la religión verdadera, sino un mero y ciego y romántico fanatismo que encubre, ya lo he dicho, una egolatría de bastante estatura; incluso de la estatura de la cruz del Valle de los caídos no precisamente por la democracia y por la convivencia; nunca ha habido en España monumento alguno para estos.
De hecho, las guerras civiles siempre las ganan los Caínes, a los que podemos identificar no por su nombre, sino porque siempre portan un arma, aunque sea una mera quijada de asno. Las ganan los militares, y entre ellos los mejor pertrechados, contra los civiles indefensos. Cuando las guerras son caras, se las pagan los ricos a que en realidad sirven (Juan March, por ejemplo). Los hermanos militares nunca serán nuestros guardianes, aunque pensemos que sí; lo saben en Argentina y en Chile, y en España los que leyeron su nombre en las listas de gente prescindible durante el 23-F (están publicadas, pero ya se sabe qué es lo que se recuerda y lo que no en esta prensa de mierda). Las espadas de los cruzados tienen forma de cruz y las de los musulmanes de media luna, aunque solo la cruz es un instrumento de ejecución, y si estos últimos tienen su yihad o guerra santa, los cristianos tienen el versículo de Mateo, X, 34: "Yo no he venido a traer la paz, sino la espada". Si me dicen que se debe interpretar en sentido espiritual, yo les diría que lo mismo cabría hacer también con las suras del Corán sobre la yihad, pero la verdad es que quienes se fueron a las Cruzadas azuzados por los papas no eran de esa opinión. No voy a decir que en el pasado el Islam fue tan tolerante como hoy lo es el Cristianismo, que tuvo sus propias guerras sectarias entre católicos y protestantes hasta que la potencia defensora del cesaropapismo, la fanática España, quedó desarmada y derrotada. No: Cristo no mató a nadie, Mahoma sí: ordenó el genocidio de los Banu Qurayza, por ejemplo. Ese elemento humilde y de mala conciencia del cristianismo terminó al cabo por desarrollarse contra el fanatismo de otros cristianos, y se separaron así definitivamente a mediados del XVII religión y estado; la paz volvió a una Europa más humilde, la Europa del humanismo frente a la del mesianismo.
Porque España es mesiánica. Los españoles siempre hemos andado en busca de esa pureza de la que hemos hablado y echamos fuera de la piel de toro a musulmanes, judíos, humanistas, protestantes, moriscos, liberales y demócratas: nos empobrecimos, no solo espiritualmente. Mesías ya hemos tenido demasiados, incluso ahora tenemos un Messi y la adoración de la pelota, que nos ha librado de mesianismos más peligrosos pero nos ha empobrecido igual. En realidad, cualquier texto sagrado puede interpretarse mal o incluso al revés y nadie nos puede decir qué es lo correcto; de ahí la multiplicidad de las sectas, cada una con su particular y partiporculizante mesías. Es la sensación que se saca tras leer Las preguntas de Zapata, el famoso libelo contra la Biblia de Voltaire que leí hace unos treinta años.
Baroja dejó escrito que los españoles han resuelto todos los problemas esenciales de la vida negándolos; que esa es la única manera de resolverlos. Para hacer algo así siempre hace falta un mesías y su correspondiente demonio que lo justifique, lo ensalce, lo entronice, lo divinice, le dé el status de Dios indiscutible e indiscutido, puro, purísimo, místico, español.
La salvación está en ocuparse de cosas más patateras y humildes todos los días: el trabajo, la comida, la ciencia, el ahorro, la enseñanza, la gente, pagar las cuentas... Lo vio la Institución Libre de Enseñanza, el intento más serio de reforma europeizadora que hemos tenido. Lo realmente universal y unánime es la ciencia, no la mística. Todos los científicos son unánimes a la hora de definir un átomo, tiene un solo significado; pero hay mil opiniones, todas ellas perfectamente improbables y ridículas, sobre lo que sea o pueda ser Dios. Incluso la de que es el perfecto pretexto para justificar el exterminio del hombre.
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